viernes, 5 de enero de 2018

Siempre tuve, desde muy pequeño, la dolorosa conciencia de la fugacidad, el pánico de lo efímero. Evoco un periodo, entre los seis y los diez años, en que me era insufrible imaginar no ya la muerte de alguno de mis abuelos, sino el periplo de soledades sin retorno que su muerte inauguraba, la caída en esa especie de agujero sin fondo que habrá de ser el abismo. Ya en esa época necesitaba fechar y retener en un bloc de cuadrícula, como un notario, lo que me iban deparando los días. Temía perder los datos, la verdad tangible, el triunfo de las primeras veces, lo vivido en suma; y la esencia escurridiza del tiempo encontró poco después en el lenguaje, en los signos escritos, un buen modo de resarcirse del olvido que acecha, una tregua razonable. De ahí, quizá, mi tendencia natural a la confesión poética y al registro memorioso, antes que al dispendio de evasiones que suele procurar la ficción, la mera ficción. Las palabras prolongan el recuerdo, lo corrigen, y también, sin duda, lo sobreviven: nos sobreviven.

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