martes, 30 de abril de 2013

CURIOSO ANACRONISMO

(EXTRACTO DEL DISCURSILLO QUE LEERÉ ESTA NOCHE)

He venido a presentar al público algo que a mí nunca dejará de sorprenderme: una cosa rectangular, de hechuras delicadas y de un peso tan leve que puede sostenerse sin esfuerzo en la palma de la mano, un artefacto confeccionado con finas hojas (cada una dos páginas) en cuyo interior se suceden ristras paralelas de signos en su tinta (que llamamos renglones) y provisto de una bonita cubierta, suave al tacto, que se dobla por el lomo para que destaque una portada en la que se postula un nombre y un título y en la que excepcionalmente se admite el generoso soporte de un subtítulo.
Pero el hecho en sí de presentar un libro, esto es, de anunciar un volumen que se construye a base de papel y de combinaciones de letras y de un porcentaje incalculable de fantasía, empieza a ser un empeño del pasado en estos tiempos de novedades informáticas y de ingenios digitales, un curioso anacronismo cuyo vaticinio sabrá reconciliarse con el futuro inevitable a la vuelta de muy pocos años, tal vez menos años de los que la antigua legión de los lectores más románticos nos atreveríamos a sospechar.
Seguirán escribiéndose historias porque no faltarán talentos con imaginación para escribirlas, y seguiremos leyéndolas porque las necesitamos para saber y sentir nuestra naturaleza humana; pero el libro, tal como lo hemos conocido hasta hoy, desaparecerá irremediablemente, y poco a poco lo iremos remplazando por otros formatos acaso más prácticos, y entre las evocaciones de los más nostálgicos y las rarezas de los nuevos coleccionistas, al fin lo terminaremos relegando en nuestra memoria y triunfará como reliquia en los desvanes del olvido.

viernes, 26 de abril de 2013

EN MITAD DEL OCÉANO

A menudo me pregunto de dónde nace el humor, qué ley de la causalidad rige sobre el ánimo de nuestro deambular sucesivo por el mundo, en qué secreto recodo del cuerpo o del espíritu se registran los signos de la voluntad cuando no la sentimos como tal voluntad, sino que se nos impone tan ajena como un dolor de cabeza o como un retortijón en el vientre.
Un día cualquiera, a cierta hora imprevista, a uno lo sorprende el maravilloso equilibrio de las cosas y de repente se nombra dichoso sin saber por qué, pieza perfecta en la superficie del puzle, como si la propia vida lo llevara en volandas y uno no tuviese que hacer ningún esfuerzo para disfrutar de los dones; o bien, a cierta hora imprevista de un día cualquiera, viudo de razones objetivas que lo justifiquen, sin que medie un agente externo -la mañana o la tarde, el lunes o el viernes, una fotografía antigua o reciente, una llamada de teléfono…- al que podamos reclamarle daños, a uno se le ensombrece el rostro y se forman nubes oscuras a su alrededor y se enreda en la espiral del desánimo.
Qué es lo que nos zarandea sin que acertemos a evitarlo, qué lo que caprichosamente nos eleva para hundirnos más tarde, qué abandono o qué inquietud se apodera con tal descaro de nuestro instante, qué resorte invisible nos sitúa del lado de la exaltación y del entusiasmo y nos condena luego a sestear en la ribera de la melancolía y a mirarnos en las aguas turbias de la tristeza.
Me lo pregunto a menudo, como un náufrago a merced de las olas, en mitad del océano.

lunes, 15 de abril de 2013

MÁS HUÉRFANOS AÚN

Me da algo de pudor admitirlo: no he leído casi nada de José Luis Sampedro; apenas -y fue porque en otra vida se me impusieron difusas razones investigadoras- una novela que lleva por título El amante lesbiano y de la que no conservo ningún recuerdo definido, ningún apunte ni ficha de lectura a los que pueda recurrir hoy para darle un toque de dignidad a mi ignorancia. Conocía su historial bibliográfico, su tardío asalto al ruedo literario, el respeto y el prestigio que suscitaba en el circuito de la intelectualidad española, pero por uno u otro azar mis manos nunca han llegado a sus libros y tampoco sus libros han llegado a mis manos. También tenía noticia de su compromiso con las causas perdidas y de su actitud verbalmente combativa frente a los desmanes y las injusticias que nos viene deparando la actualidad más cerril. Anoche volví a verlo en la entrevista que concedió hace un año escaso a un programa de televisión y me volvió a sorprender la lucidez que manaba desde la atalaya incontestable de sus noventa y cinco años bien vividos, me regocijé con la serenidad de sus convicciones y me identifiqué aún más, si cabe, con la agudeza crítica de su discurso, con la clarividencia de diagnóstico y de análisis en estos tiempos de creciente indignación ciudadana.
Se nos fue Ernesto Sábato, lo siguió después José Saramago y se acaba de marchar sin aspavientos, en silencio, José Luis Sampedro, nombres y hombres cuya autoridad moral residía no solo en su larga trayectoria y experiencia, sino en su ejemplo, referentes insustituibles de aquella antigua conciencia humanística -vale añadir, humanitaria- que se desmorona día a día, que nos abruma informativo a informativo, y con ella ese mundo posible que alguna vez soñamos para disfrutar en armonía con nuestros nietos.

jueves, 4 de abril de 2013

LAS MANOS MANCHADAS

La vida, su transcurso, me radicaliza inexorablemente, pese a aquel sentir antiguo de que con el paso de los años me acabaría convirtiendo en un ser más discreto, más tolerante y más flexible para con la estupidez humana. Al contrario, noto a menudo que muchos de los asuntos y las actitudes sobre los que antes me manifestaba a prudente distancia, buscando casi siempre relativizarlos y aprehenderlos y al fin discernirlos con una infatigable vocación mediadora, se han ido enquistando muy dentro de mí y adoptando poco a poco la forma rigurosa de los principios elementales, axiomáticos, esos que a cierta edad ya no se sabe ni se quiere negociar a ningún precio.
Cada día advierto con más énfasis y vehemencia, ante el noticiario de la tele o en las tertulias familiares de sobremesa o simplemente espiando las conversaciones de calle, la seguridad inifinita de mis convicciones cuando son esgrimidas a favor de un modelo social que defiende determinados valores irrenunciables frente a otros, sus opuestos, que juzgo inasumibles (dígase, por ejemplo, el debate actual entre lo público y lo privado, o entre el Estado laico y el Estado religioso), lo que se termina contagiando de un discurso maniqueo que, muy a pesar de mi profunda voluntad dialéctica, chapotea en el dudoso fango de las premisas ideológicas más primarias.
Pero es al toparme con la Iglesia cuando las vísceras se me remueven en su bolsa entrañable, y me sonroja las mejillas del alma tener que admitir ahora que, sin ser consciente o siéndolo solo a medias, fui colaborador necesario de su pompa, y que contribuí desde la generosa excusa que autorizan las tradiciones a la gran farsa que la sostiene en este mundo bajo el palio dorado de sus ceremoniales y sus ritos, de sus documentados fanatismos y de sus históricos desmanes. Fui cómplice, sí, porque toleré la inocencia del espíritu religioso sin comprender aún que la magnífica estructura de la fe que dictan en Roma tiene sus infalibles manos manchadas de todos los horrores descritos y de los que están por describirse, sin comprender aún que la perversión de su poder sobre la vastedad de la Tierra nunca ha sido inocente y que nunca lo será, porque no sabe serlo.