martes, 31 de diciembre de 2013

VIVIR

Las nubes, los proyectos,
la delicada forma que los dedos esculpen,
la vasija trizada y el olvido.

Aunque los hombres lloren
el tiempo que gastaron y el tiempo que les queda,
vivir tan solo es esto:

cobrar de cada instante su certeza.

30/XII/2013

lunes, 30 de diciembre de 2013

LA HORA DE LOS BALANCES

Acaba un año y comienza otro. Así ha sido desde que el hombre y la mujer se someten al imperio del tiempo, y así será hasta que deje de serlo.
Ningún balance sensato podría obviar que sigo vivo, que mantengo más o menos las formas (la física y las otras) y que en general gozo de buena salud, o que me siento afortunado porque los últimos doce meses no me arrebataron a ninguna de las personas que quiero y necesito para continuar el viaje.
Por lo demás, y pensando en el futuro inmediato, suscribo el vago propósito de leer dos o tres clásicos pendientes, de escribir algún poema que valga la pena (aunque sé que el poema que vale la pena no lo escribimos: él nos escribe), de disciplinar los impulsos y doblegar a la pereza y centrar las energías para que la fábula soñada halle al fin su destino de palabras en su tinta.
Confío en que no me abandone el espíritu de la letra. Hay más, mucho más, pero este es un blog público y no sería prudente... aquí... ahora...

domingo, 29 de diciembre de 2013

ESTATUA EN EL JARDÍN

Me desperté después de dormir durante no sé cuánto tiempo y descubrí que yo era un poeta anticuado e incapaz de moverme.
Como no sabían qué hacer conmigo, sentaron mi cuerpo de piedra en un jardín y me pusieron un libro de piedra abierto entre las manos. En las hojas del libro no había nada escrito.
Me aburro. Frente a mí han sembrado unas pocas flores blancas. A veces pasa alguien y yo quisiera gritar, o mover un brazo, o sonreír, cambiando la expresión de tristeza contenida que me han asignado.
Pero no puedo. Porque soy un poeta de piedra, porque soy un poeta muerto, porque soy un poeta anticuado.
Jose F. Kosta

sábado, 28 de diciembre de 2013

KOSTA

Lo conocí en una entrega de premios de poesía, allá por el año noventa del pasado siglo: él había obtenido el laurel y yo había quedado a continuación. Luego coincidimos en algún encuentro de vates con toda la vida por delante, en algún recital empapado de alcoholes primaverales, en alguna cena de ilustres medradores donde no pintábamos nada y en un viaje a Madrid de una semana, propiciado y costeado con dinero público. Era increíblemente locuaz, genuino, categórico, y se sabía tocado por una chispa de talento o de genialidad que, en la poesía como en la conversación, atisbaban en él la estatua de un maldito irredimible. Muy pronto supe que detrás de su máscara sorprendente y mordaz, casi divina -rimbaudina y wildeana a partes iguales-, alentaba una sensibilidad exquisita, con reminiscencias clásicas difíciles de pautar, pero abocada tal vez a su disolución por no venir arropada de un método o de una voluntad constante, elementos indispensables para afirmarse en una Obra. Abandonó las aulas universitarias echando pestes, trabajó en una cuadrilla de albañiles a los que descubrió la música de Mozart o las ideas de Platón, anduvo en Cambridge estudiando inglés y fregando platos, buscó la pista de Wittgenstein y descubrió a Owen, y, acto seguido, sin transición, recaló en Marrakech, ciudad donde existe y subsiste desde hace un lustro.
Hay amistades que el destino sella con una cualidad perdurable, pese a los silencios y las distancias que dispone la vida.
Ayer vino a comer a casa.

jueves, 26 de diciembre de 2013

PARA MIS ADENTROS

A la salida de un macrocentro comercial, con la irritación propia de quien no sabe tolerar el grueso de la estupidez ética y estética reunida en estos santuarios de moderno culto, me acuerdo otra vez de Cipriano Algor, el entrañable artesano de La caverna de Saramago, y me acuerdo sobre todo, y me recito como un bálsamo, mientras arranco el motor del coche y enfilo el carril abarrotado, para mis adentros, aquella oda de Luis de León que él escribió -dicen- en una pared de la celda donde permaneció cinco años:

A LA SALIDA DE LA CÁRCEL

Aquí la envidia y mentira
me tuvieron encerrado.
Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado,
y con pobre mesa y casa,
en el campo deleitoso
con solo Dios se compasa,
y a solas su vida pasa,
ni envidiado ni envidioso.

lunes, 23 de diciembre de 2013

DELIRIO DE ESTA NOCHE DE LUNES

De largo, a lo que más teme el orgullo es a la humildad, única forma humana de ponerlo definitivamente en su sitio sin mover un dedo, es decir, de dejarlo en evidencia a los ojos del mundo.
Por eso, el mayor empeño del orgullo siempre ha sido arrebatarle al hombre ese algo secreto, indefinible y mágico que la humildad le prestó en tiempos remotos.
Cuando el orgullo asoma al espejo su disfraz, la visión es patética; en cambio, cuanto más se apoca y se desnuda y se ensimisma, más prestigio gana la humildad.
Así es el horgullo; así, la umildad.

domingo, 22 de diciembre de 2013

MÉTODO PARA CORREGIR EL AZAR

Mañana propicia para releer La lotería en Babilonia, una ficción de Borges. “Soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad”, admite el protagonista apenas en el segundo párrafo, mientras yo me arrellano en el sofá y prosigo expectante, como si restituyera la inocencia del lector que fui de veinte años. Después, la narración se remansa en observaciones de tamaña estirpe: “que la lotería es una interpolación del azar en el orden del mundo y que aceptar errores no es contradecir el azar: es corroborarlo”. Y luego -al tiempo que la voz engolada y repipi de los niños y las niñas del colegio de San Ildefonso airea sus números en todas las emisoras nacionales-, una conjetura que riza el rizo al más plausible de los estilos de Borges: “Si la lotería es una intensificación del azar, una periódica infusión del caos en el cosmos, ¿no convendría que el azar interviniera en todas las etapas del sorteo y no en una sola?” Por fin, en el penúltimo párrafo, me doy de bruces con un enunciado que siempre tuvo vocación de título y que probablemente por eso lo subrayé en rojo -aún puedo ver el grueso del rotulador- en un ejemplar que no es el que hoy me sirve para articular esta nota.

viernes, 20 de diciembre de 2013

EL TIEMPO DE LOS ALATONES

Salgo a la avenida, titubeo entre derecha e izquierda, cruzo al otro lado con la prisa de la mañana en los talones, detengo mis pasos faltos de convicción, doy un giro de noventa, de ciento ochenta grados, deambulo unos metros más y al fin, al desandar un trecho, lo atisbo camuflado bajo la densa capa de hojas secas: es mi coche, que duerme al raso y que, tal vez para vengar su desamparo, cada día pone a prueba mi memoria perezosa. Voy retirando las hojas del parabrisas e intuitivamente examino al responsable, ahí quieto, sin culpa, con sus ramas casi desnudas y sus frutos negros y diminutos, esféricos como las heces de las cabras… No puede ser, no puede ser… ¿Alatones? Tres otoños completos transitando junto a la misma hilera de árboles y es ahora cuando advierto que… ¡sí, son alatoneros!, o al menos ese nombre les dábamos los amigos de correrías cuando nos aventurábamos por los caminos de la huerta, en los albores de la adolescencia. De tronco peligrosamente alto, con hechuras fantasmales a menudo, nos encaramábamos a ellos y aprovisionábamos nuestras bolsas con verdadera codicia, como si se tratase de un trofeo que entonces no hubiera encontrado parangón; y luego, desde lo alto o ya en tierra, los degustábamos uno a uno regodeándonos en la escasez dulzona de su pulpa, manteniéndolos en la boca hasta que, reducidos a mero hueso, asegurando diana con maldad o sin ella, los soplábamos por el conducto de una caña.
(Por cierto y entre paréntesis: según fuentes consultadas a tiro de Google, el alatonero es lo mismo que el almez, árbol de la familia de las ulmáceas).
¡Qué tiempos!

jueves, 19 de diciembre de 2013

CASA EN VENTA

Días atrás, de visita en el entorno de la Alpujarra almeriense, nos alojamos en un hotel rural ubicado a las afueras de un pueblecito típico. La zona era grata para el paseo de montaña y también para pisotear la nieve, unos kilómetros más arriba. A media tarde dejamos caer nuestros pasos por esas callejuelas laberínticas, frías y desiertas como las de mi tierra, donde solo existía alguna pareja de adolescentes manejando sus móviles como una extensión de la palma de sus manos. Al bajar, en un recodo propicio, la fachada de una casa con balcón y planta única anunciaba en amplio cartel su oferta de venta, e incorporaba un número de contacto. Al acercarme vi, incrustada en la pared por el consistorio, una vistosa placa de cerámica donde se declaraba que en ese lugar había nacido nada menos que Francisco Villaespesa, el poeta modernista que frecuentara los ambientes bohemios del Madrid finisecular y de los primeros años del XX, el que conoció a Rubén Darío y quiso ser su discípulo, el que compadreó con Eduardo Marquina, con Salvador Rueda y con otros, el mismo que viajó varias veces a Sudamérica como empresario teatral y recitador de sus propios versos. En algún papelito que se me extravió en el instante, apunté el teléfono, quizá impelido por la curiosidad de averiguar cuánto valdría esa casa y quién la vendía. No sé por qué llaman tanto mi atención estos azares, estas casi minucias de regusto dudosamente fetichista.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

SILENCIO ADMINISTRATIVO

En algún momento, el ciudadano de a pie se ha de enfrentar al odioso trámite de reclamarle a cualquier instancia pública la reparación de lo que a su juicio es un error en la aplicación de las legalidades vigentes, sean cuales sean y alberguen más o menos esperanza de éxito las razones argumentadas en la hoja que se le dispensa. Es entonces cuando el engranaje de la burocracia activa sus mecanismos de defensa y, pasivamente, lejos de atender la demanda, lejos de dirimir en tiempo y forma una solución al conflicto, lejos de resolver de manera favorable o contraria al interés particular, se inventa esta socorrida coletilla -silencio administrativo- que se evidencia como un escupitajo verbal en los labios del mensajero, lo que se traduce asimismo en el sutilísimo desprecio y ulterior insulto de la administración pública hacia el mismo ciudadano que la sostiene con su docilidad y con sus impuestos. Oscuro designio de ascensores y de corredores secretos y de despachos confortables contra el que no cabe otro recurso que la pataleta, esa bonita plataforma sobre la que se desahogan los indignados y que funciona de antesala opcional a la apatía y la resignación; o, peor aún, preludio de aquel olvido que nos conducirá, irremisible y poético, adonde habite la nada. Sucede a menudo, aunque ya no nos acordemos.

lunes, 16 de diciembre de 2013

HOMBRE SOLITARIO

Me despierto en la profundidad de la noche y en una fracción de segundo doy alcance a mi conciencia, que parecía estarme aguardando en algún recodo propicio a la magia, a medio camino entre el sueño y la vigilia. Entonces, con los ojos aún cerrados, noto que se me insinúa poco a poco la silueta de un hombre y más tarde un cuerpo de edad imprecisa y a continuación un rostro insignificante con una barba de dos o tres días. Me susurra gravemente que en todas las historias que se precien suele haber una secuencia o una página en las que, antes o después, aparece él, siquiera sea fugazmente, sentado en un banco en el parque o comiendo en un bar de carretera o mirando desde un puente mientras el protagonista o cualquier secundario ejecutan la acción que les haya sido encomendada. Me pide o me exige sin atisbo de amenaza que no me olvide de él, que necesita ese instante para justificar el anonimato de su eternidad gris, que lo defienda al menos como uno de los retales que abastecen mi alforja, ya que él mismo, el hombre solitario, me está brindando la oportunidad de vindicarlo a través de esta revelación nocturna. La presencia es tan nítida que siento el impulso primitivo de incorporarme y buscar una libreta donde anotar la idea, pero fuera de la cama debe hacer mucho frío, los miembros no responden a la llamada y ya ni siquiera estoy seguro de seguir despierto, así que dejo pasar otro par de minutos en que la conciencia se diluye y, sin más transición, reingreso en la profundidad de la noche.

domingo, 15 de diciembre de 2013

DIOS Y EINSTEIN

Un dios que necesita puntuar para la nota media tanto como el Teorema de Pitágoras es un dios con la autoestima por los suelos. Pero es el dios que el Gobierno de Rajoy acaba de introducir en nuestro sistema educativo, el dios de los siniestros Rouco Varela y Martínez Camino, el dios del recientemente fallecido general Videla, de misa y comunión diarias, el dios que perdona al violador y excomulga a la violada por deshacerse de su semilla, el dios que iluminó a Bush y Aznar, entre otros, para bombardear a la población civil de Irak y poner en marcha los centros de tortura conocidos como cárceles secretas, el dios de Franco, que creíamos olvidado, el de Pinochet y el de su amiga íntima, Margaret Thatcher, un dios neoliberal, ultracapitalista, partidario de las privatizaciones en curso, de la reforma laboral, de las leyes misóginas de Gallardón, de los paraísos fiscales, el dios de Ana Mato, de Bárcenas, de Wert, el dios de Ana Botella… 
Más que un dios, si lo piensas, parece un tipo con problemas de reconocimiento público. Pues bien, ya lo tenemos en los libros de texto, a la altura de los grandes físicos de la historia, de los más famosos matemáticos, a la altura de los más laureados lingüistas, de los grandes poetas, a la altura de Verlaine o de Rimbaud, con los que se codeará en los exámenes de fin de curso. Puntuará tanto traducir la Eneida como cantar el Venid y vamos todos con flores a María. Quizá esta hazaña legislativa de la Conferencia Episcopal, aliada con un Gobierno meapilas, acabe constituyendo la prueba más palmaria de que dios no existe o que, de existir, es un pobre diablo. En eso lo han convertido al menos quienes se arrogan el monopolio de su representación. Esperamos, ansiosos, las opiniones de quienes, creyendo sinceramente en él, renuncian por eso mismo a hacerle competir con Einstein. 
Juan José Millás 
El País, viernes 24 de mayo de 2013

jueves, 12 de diciembre de 2013

CLUB DE LECTURA

Esta tarde, La sonrisa del ahorcado nos ha traído a Caravaca, donde a eso de las ocho se prevé el encuentro con los socios de un club de lectura (pero es de suponer que alguien más acudirá, por libre). Aparte de la incertidumbre sobre el número de interesados físicos en estas cosas y causas de la creación y del arte, lo más terrible de estos actos, para mí, es que uno nunca sabe con qué caudal de ánimo o con cuántas calorías de elocuencia se sentará en la mesa y empezará a decir por su boca, ni si su discurso acaso previsible y las respuestas que demanden los lectores y prelectores estarán o no a la altura de lo que uno se propuso escribir o dejó escrito en las páginas de su libro, a lo largo de tantos años y de tantos desvelos, en ese océano agridulce de folios arrugados y de intuiciones felices. No obsatante, tomaré la palabra y, como siempre, admitiré no saber muy bien por dónde empezar, y luego se enlazarán las ideas y discurrirán las anécdotas y casi sin darme cuenta estaré leyendo el fragmento de la página 131, cuando el propio volumen, haciendo las veces de narrador de uno de los cuentos, averigua que "sin vosotros, los lectores, no hay literatura", y que "la obra de arte es un mensaje estético, y por supuesto ético, que hay que descodificar para que exista, y esta labor es solo tuya, lector, ya que mientras me lees me estás creando y me estás dando el oxígeno que necesito para seguir viviendo. Este libro existe como objeto desde el instante en que se escribe, se edita y se expone en una librería; pero la literatura que pueda haber en este libro solo existirá cuando tú me leas y me interpretes, es decir, que tú eres esencial para que yo empiece a ser eso que se supone que soy: literatura". Pero esto ocurrirá, calculo, alrededor de las nueve menos cuarto de esta noche, así que no nos anticipemos.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

FRAGMENTO DE LA PÁGINA 666 DE MI EJEMPLAR

-¿Acaso no expías la mitad de tu crimen al aceptar así el sufrimiento? –gritó, estrechándolo entre sus brazos y besándolo.
-¿Mi crimen? ¿Qué crimen? –rugió él en un repentino acceso de furia-. ¿Es un crimen haber matado a un piojo asqueroso y nocivo, a una vieja usurera que no le hacía bien a nadie, que les chupaba la sangre a los necesitados, cuyo aniquilamiento debería premiarse con la remisión de cuarenta pecados? Yo no pienso en el crimen ni tampoco en expiarlo. ¡Un “crimen”! No sé por qué tenéis que darle todos tantas vueltas a eso del “crimen”. Ahora es cuando veo toda la estupidez de mi cobardía, ahora que he decidido arrostrar ese oprobio innecesario. Solo por mi propia ruindad y por mi incompetencia me he decidido; y quizá también por cierta ventaja, como me propuso ese… Porfiri. 
Fiódor Dostoievski

Releo este y otros fragmentos de Crimen y castigo, la novela que me ocupó muchas horas del mes pasado, y cada vez presiento con más claridad el rostro de Raskólnikov, o al menos la fecundidad de su estirpe, dibujado en el extraño personaje monsieur Meurseult (L'etrangère), en el celoso compulsivo Juan Pablo Castel (El túnel) o en el desalmado psicópata Pascual Duarte, tres iconos de la novela existencial. Todos asesinos confesos, todos juzgados y condenados por la ley de los hombres, todos reos de una razón o de una sinrazón que casi nadie comprende. Me pregunto qué azares y qué caprichos del destino me habrán retenido tanto tiempo para reconocer la raíz benévola de tan poderosa trinidad literaria.

martes, 10 de diciembre de 2013

SOLO SE OYE LA IMAGINACIÓN DE VEINTITRÉS ADOLESCENTES

Inventa una historia que tenga un principio, un pequeño argumento o desarrollo y un desenlace; en ella han de aparecer necesariamente los siguientes elementos: una habitación de hotel, un hombre sentado en la cama, una maleta sin abrir y un clavo oxidado en el techo. Extensión aproximada: 20 renglones.

lunes, 9 de diciembre de 2013

UM CAFÉ SARAMAGO...

Tocamos tierra la noche del miércoles, descansamos e inspeccionamos la zona durante la jornada del jueves, pero el viernes a media mañana ya habíamos alquilado un coche y en veinte minutos, casi sin percatarnos, o al menos sin la conciencia clara de estar acudiendo a una cita ineludible, estábamos detenidos entre la casa y el museo de José Saramago, en el pueblo de Tías, en la canaria isla de Lanzarote. "Siempre acabamos llegando a donde nos esperan", dijimos o pensamos en el unísono de las frases memorables.
Se nos atendió con esa amabilidad que gastan las pequeñas empresas, y mientras aguardábamos el turno, en la tienda, se deslizó a nuestra espalda una figura discreta que repartía indicaciones en voz baja. "Esa es Pilar del Río", susurré al oído. El primer guía fue soltando artificiosamente el repertorio aprendido y tantas veces repetido a los turistas de paso, y la joven que le tomó el relevo se esforzó en llamar nuestra atención sobre determinados datos y detalles biográficos curiosos, en un alarde rehumanizador, como queriendo bajar de su pedestal literario nada menos que a un Premio Nobel. El austero dormitorio con la cama de siempre, el jardín con la silla donde se sentaba a mirar el mar, la biblioteca atestada de libros antiguos y modernos que dos becarios habían catalogado en meses o en años... La visita concluía con un café -por supuesto portugués, porque era el preferido de don José- en la misma cocina donde se sentaron y comieron junto a los anfitriones otros ilustres visitadores, llámense Vargas Llosa o María Kodama. A continuación nos recondujeron a la tienda, donde entablamos conversación con Pilar, que, nos dijo, acababa de regresar de Lisboa, donde aprobó ciertos eventos futuros de la Fundación que lleva el nombre de su marido. Yo le pregunté por... y ella me dijo que... Al poco, tras lamentar los problemas de financiación de la casa y del museo, nos invitó a adquirir algo, un libro, una taza diseñada con motivos de su obra, bolsitas de azúcar con palabras del autor, un tarro del café portugués que tanto amaba José...
Fue el 26 de julio. Hoy he preparado una cafetera y he servido dos cafés de ese tarro en el que ya se vislumbra el fondo, y con el rescoldo de su aroma y su sabor paradójico aún en mis labios pongo el punto final a mi memoria de aquel viaje.

domingo, 8 de diciembre de 2013

EL ZAPATO Y LA VIRGEN

En aquel pueblo que todavía lo es, cada vecino era identificado por un alias, por un apodo, por un mote. Nombres tan comunes como Juan, Pedro o Antonio, como Dolores, Josefa o María, nunca hubieran podido competir con ese colmo de la ocurrencia y el gracejo que, fatalmente, con maldad o sin ella, rebautizaba a cada uno y a cada una desde la potestad incontestable de la causa más peregrina: una anécdota descabellada o poco probable, un rostro que confirma su caricatura, una palabra pronunciada en el lugar y en el momento precisos, un defecto exagerado, una virtud ridiculizada, un oficio de entonces, cualquier error del destino... Y luego familias enteras, hijos y nietos y bisnietos de los apodados, cargaban el popular distintivo de su linaje con un algo de orgullo y, por qué no admitirlo, con un mucho de resignación.
De la calle donde yo nací no recordaría los nombres de los vecinos si no fuera por su alias sonoro prolongado en el tiempo. Ellos fueron, por ejemplo, el Chole, el Vici, el Cabañil, el Roto, el Andaluz, el Gorrión, el Peña, el Rojo, el Cojones o el Caparrota; y ellas, por ejemplo, la Posada, la Picante, la Panzas, la Trapitos, la Cerrajona, la Mancheña, la Palos, la Morena o la Gurulla. Y nosotros, los Puros, por la parte de mi abuelo paterno. Pero justo frente a mi casa, ya mayores y con los hijos independizados, vivían el Zapato y la Virgen, Juan y Dolores: ella -eternamente enemistada con la hermana que habitaba la casona de al lado- solía sentarse en el doble escalón de su puerta, con la fresca, mientras el esposo regresaba de cualquier taberna, tarde y mojado, haciendo eses con las tres patas, casi arrastrándose por las baldosas, o bien lo traían en volandas porque se había quedado sin fuerzas al comienzo del callejón. Cuántos años hará que se marcharon de este mundo, cuántos más serán necesarios para que aquel niño de entonces los olvide del todo.

jueves, 5 de diciembre de 2013

ENTRE DOS CITAS

En la calle, en los libros, en el mercado, frente al televisor, en una reunión de vecinos, en un claustro de profesores, en las disputas cotidianas, frente a un mensaje de texto, en cualquier lugar y casi a cualquier hora, acuden a mí alternativamente, indefectiblemente -no sé si para socorrerme o para terminar de hundirme en las miserias de la vida-, dos citas de dos autores que anoté cuando era joven e inmaduro y que en mi día a día -ya más viejo e igual de inmaduro- persisten con su letra pegadiza en mi memoria. Ninguna de las dos será textual, pero confiemos en que se aproximen a su espíritu. La primera, de Borges: "El infierno está lleno de las mejores intenciones". La segunda, de Cioran: "He decidido no detestar más a nadie desde que he observado que siempre acabo por parecerme a mi último enemigo".

martes, 3 de diciembre de 2013

OS DARÉIS POR ALUDIDOS

Sin que lo digáis, sé cuál es vuestra opinión
acerca de la poesía: una pérdida de tiempo,
un desvarío, un juego para quienes
no se contentan con vivir, y pretenden
soñar tras sus versos, huir de la rutina
de los días, alejarse de la realidad
del mundo. ¡Bah! Poetas incrédulos
-decís- que necesitan tocar las palabras
para confirmar la vida.
Y lleváis razón, mas no del todo,
pues otra cosa me sucede cuando escribo,
otra cosa que explicaros no sé,
ni necesito.
Ginés Aniorte

lunes, 2 de diciembre de 2013

LA VOCACIÓN

Frente a quienes, desde dentro y desde fuera, acostumbran a reverenciar (o a vilipendiar) este antiquísimo oficio (hablo de la docencia) y presumen en sus oficiantes (o les exigen) inequívocas dosis de lo que llaman vocación, yo siempre hui de la hipocresía con tufillo sacerdotal que secuestra esa palabra, tanto desde dentro como desde fuera: prefiero apelar simplemente al principio de responsabilidad, ese que debería regir todos los trabajos, vocacionales o no.

domingo, 1 de diciembre de 2013

ESPEJITO, ESPEJITO

Al filo de la veintena me gustaba arrastrar una barba de tres o cuatro días que me otorgaba un aire rebelde, o eso pensaba yo entonces; hubo alguna vez en que la aguanté sin tocarla hasta un trimestre, pero me picaba mucho la cara y no tenía vocación. Más tarde, alrededor de los treinta, lucí un bigote estacional, esporádico, quizá porque en el trabajo alguien me confundió con un alumno, quizá porque sin ser consciente emulaba el de mi padre, que se lo había dejado al principiar la democracia española y que aún lo conserva, a punto de coronar su año setenta y cinco. Ahora suelo afeitarme cada dos días, por la mañana temprano, en una especie de ritual previo a la ducha que dura siete u ocho minutos. Ayer sábado tocaba, pero, en la acucia de quehaceres domésticos, se me extravió el propósito, y cuando casi a mediodía de hoy domingo he vuelto a examinar mi rostro en el espejo para proceder a rasurarlo, este me ha golpeado con su incipiente perfil encanecido, colonizado por un ejército de puntas blancas que dictaban su elemental sentencia.