martes, 20 de marzo de 2018

Mi soledad no es exclusiva. Simplemente, de vez en cuando me apetece estar conmigo.

jueves, 8 de marzo de 2018

Confirmado: cuando leo, no busco nada fuera de mí; me busco a mí. Lo mismo que cuando escribo.
Pienso a menudo en la hipótesis de la jubilación como en un paraíso de tiempos posibles, dedicado disciplinadamente, avariciosamente, en horario fijo y sin vanas distracciones, a la lectura y la escritura. Mientras otros sueñan despertares tardíos, eventos ociosos, visitas guiadas y pasajes hacia mil destinos postergados y exóticos, yo ambiciono la vastedad serena de los días, sobre todo de las mañanas, para frecuentar a mi antojo el espacio de mi propia biblioteca y para, fiel a mi vieja vocación, ir cerrando poco a poco todas esas puertas que dejé y que todavía dejo abiertas: tres novelas que se mueren de la risa y otras tres que solo habitan mis insomnios, irrenunciables poemas que me miran desde alguna distancia que ya no sé si ubicar en el pasado o en el futuro, un sinfín de proyectos apenas intuidos, apenas esbozados, que han sido y serán el pasto inquebrantable de mi fe, el azul discreto de mi otoño. ¿Quién seré yo cuando eso suceda, si sucede? ¿En qué otra paz se habrán diluido mis quimeras?

miércoles, 7 de marzo de 2018

Hace exactamente veinticinco años -todo un cuarto de siglo- redacté a mano, de cara al ventanal de mi habitáculo en una residencia a las afueras, el epílogo a un poemario escrito nueve inviernos antes, en el fulgor adolescente de mis diecisiete y mis dieciocho. Era mi primer libro y al final se publicaría como segundo, pero fue allí, entonces, cuando lo revisé y lo reescribí para, unos meses más tarde, mecanografiarlo a golpe de dedos con la olivetti y mandárselo por correo certificado a la editora de Barcelona, Amelia Romero. Recuerdo como una foto en mi retina la caligrafía que clausuraba el folio con el lugar y la fecha -"Turín, 7 de marzo de 1993"- y recuerdo la pluma de tinta azul con la que fui dibujando aquellos signos, tal vez en un atardecer frío y seco que ponía de rosa la nieve reciente de Los Alpes. Transcurrió media vida, pero de algún modo, ahora, sigo allí, estoy allí.

martes, 6 de marzo de 2018

"La vida es lo que queda del naufragio de nuestros planes". La frase, leída al vuelo en la fracción de segundo que dura una toma de la película de Guillermo del Toro recientemente oscarizada por los académicos de Hollywood -La forma del agua, un trabajo extraño y sensible, radical e inverosímil, con el eco indulgente de algún Polifemo, con el amor sublimado entre cualquier fea y cualquier bestia-, se me ha adherido a la memoria hasta casi eclipsar las dos horas de butaca frente a la fascinación de la pantalla. No me ha encantado, a ratos fría y sórdida, de una tristeza quirúrgica; pero admito que se sostiene sobre una poderosa honestidad poética. Al fin, sí, la vida es lo que queda...

domingo, 4 de marzo de 2018

Vimos la película basada en la biografía del visionario de la informática Steve Jobs, dirigida por Danny Boyle en 2015. La vimos en casa, tras sucesivos aplazamientos, y a mí no me gustó. No me gustó la película en sí, en tanto que objeto de arte que aspira a elevarse sobre la mera anécdota: difícil de seguir para quien no participe de los guiños para iniciados, indigerible para quien no sepa descifrar la sarta velocísima de alusiones tecnófilas y los intestinos de la competencia en este agresivo sector. Tampoco me gustó el perfil sesgado, caricaturizado, que se hace del protagonista, sin indagar con más sensibilidad en sus orígenes, en su formación, y obviando algún episodio que lo humanice a través de su periplo vital completo: creo que se casó con alguien y que tuvo más hijos y que padeció el cáncer que determinó su muerte a los 56 años. Se me ocurren varios y mejores enfoques para penetrar en las grandezas y las miserias de aquel Jobs, icono innegable de las modernas tecnologías. 

sábado, 3 de marzo de 2018

Rescaté de su oscuridad de cajón cerrado el reloj de pulsera y me lo puse en la muñeca. Sus agujas estaban fijas en una hora y en un minuto, ignoro desde qué fecha. Busqué un establecimiento en el barrio, un cubículo atestado de vitrinas con artículos de joyería y un mostrador mínimo. El hombre que me atendió era grueso, de edad algo menor que la mía, con habilidad para empatizar con el cliente en el lapso que suele durar la visita. Sus dedos carnosos contrastaban con la precisión milimétrica de sus movimientos manejando los útiles de proporciones ridículas: un destornillador imantado, una pila como un grano de arroz. Su parsimonia y su destreza no le impedían mirarme de tanto en tanto y quejarse cordialmente de la fuerza invasiva de las redes sociales, del asedio de mensajes superfluos o impertinentes que recibía de continuo y que no se decidía a silenciar. Repuse que por eso había recuperado yo este reloj, para no estar pendiente del dichoso teléfono; y le sugerí que tal vez nos volviéramos a ver pronto, porque pienso rehabilitar también, cuando lo encuentre, para que reine en la mesilla de noche, mi antiguo despertador; y que el móvil quede fuera del cuarto, lo más lejos posible de mi descanso, o al menos a una prudente distancia. 

viernes, 2 de marzo de 2018

Bromería: tal es el concepto que ha ideado Darío, los tres años y medio de Darío. "Estoy diciendo bromerías", advierte con mirada pícara. Supongo que su intuitiva percepción de la lengua vinculará la palabra broma, que para él es una falsa verdad con intención de provocar la risa -creo que ya sabe que las bromas no son lo mismo que las mentiras, pero no puedo asegurarlo- con la palabra tontería, y de ahí el bonito engendro. No sé de nadie que haya comentado aún, al menos en mi presencia, que de tal palo tal astilla, halago que vendría a coronar el arco iris de mi orgullo. Que los dioses excusen tan presuntuosa observación, y que el lector se apiade.

jueves, 1 de marzo de 2018

Esta mañana, media hora antes de lo habitual, mi enigmático personaje de carne y hueso ha atravesado las vías del tren en dirección inversa, internándose en el barrio de la zona sur. Iba solo, como siempre, con su vestimenta y sus zapatones y sus gafas oscuras, con su pelo entre encanecido y amarillo, con su ligereza infatigable; pero por primera vez desde que conozco sus andanzas urbanas, he oído el timbre de su voz hablándole a un teléfono móvil que se acercaba con la mano derecha, casi rozándole el bigote y los labios. He apurado mi café mientras su figura se desdibujaba al final de la calle, sobre un fondo sucio de partículas en suspensión.