martes, 27 de diciembre de 2016

VOY TERMINANDO

Hace nueve años, en días como estos, se me ocurrió abrir una página pública en Internet, de acceso inmediato a cualquier lector, e ir depositando en ella mis cuitas y quimeras, algunas memorias y demasiados olvidos, artículos que no alcanzaban a la prensa de papel, vagos ejercicios de autoafirmación, ciertos versos de vocación transitoria, aparte de esas pequeñas o grandes ocurrencias que puntean el discurso cotidiano y que comúnmente se desintegran en el limbo de lo que pudo o podría, aún, llegar a ser.
Hoy ya no soy aquel; tampoco mis circunstancias lo son. La propia vida y sus azares incontables se han ocupado de traerme y de llevarme por caminos que nunca sospeché, casi en volandas, unas veces a mi pesar y otras con la golosa obstinación del capricho o del deseo. De manera que esta ventana abierta y los textos que en ella se han ido quedando recaudan el itinerario más certero, el caudal de saltos, recodos, lagunas, remansos e inercias que anudaron esos años míos que van del cuarenta y uno al cuarenta y nueve, casi al cincuenta.
Aquí acaba un ciclo y tal vez empieza otro que no quiere parecérsele, que casi reniega de él con la insolencia del vástago, que se sabe o se presume de otra estirpe, que sueña no obstante con alguna ráfaga de luz entre la niebla de los días venideros.
Que así sea.    

lunes, 12 de diciembre de 2016

MALDITOS POPULISMOS

Las civilizadísimas naciones del mundo establecido se están llenando de populismos, esto es, de líderes políticos o de visionarios sin licencia que saben contarle al pueblo llano la película que el pueblo llano quiere o necesita oír.
Es una obviedad que a menudo lamentan los que llegaron primero a los democráticos escaños y a las aterciopeladas poltronas del poder, y también, de rebote, a los consejos de administración de las empresas que cotizan en bolsa. Hacen aspavientos y se rasgan las vestiduras y ponen el grito en las celestes alturas, porque, al parecer, aunque los populistas cobran la apariencia de partidos con estatuto interno y se someten a la sentencia de las urnas, no hay que confundir a los votantes: en realidad se trata de unos radicales movidos por el oscuro propósito de dinamitar el sistema y de tirar por la borda los importantes logros alcanzados, así como el estado del bienestar e incluso el bienestar del estado. Los populistas, en fin, son una amenaza sin precedentes para el espíritu de consenso y moderación del que brotó cuanto tenemos y gozamos, y un avispero de separatistas que pone en peligro la unidad del gran país que somos, una noble conclusión que nadie osará tachar de populista.
Como no me fío de mis intuiciones -en toda intuición puede anidar un prejuicio-, consulto el Diccionario del Español Actual (1999) y me doy de bruces con la escueta definición de populismo: “tendencia a prestar especial atención al pueblo y a cuanto se refiere a él”. No conforme, me voy al de la Real Academia Española en su versión de 2001, que ni siquiera recoge el término populismo, pero sí populista: “perteneciente o relativo al pueblo”. ¿Solo eso? ¡Cuán lacónicos y desabridos son los lexicógrafos y lingüistas...!
Sin embargo, oyendo a los casposos tertulianos de la TVE en versión 24 Horas, a los estreñidos portavoces de las diversas fuerzas del Congreso y a los politólogos de quita y pon que colonizan las emisoras de radio, sí es populismo afirmar, por ejemplo, que la Constitución del 78 no se cumple igual para todos los ciudadanos y que no sería ningún pecado modificar lo que debiera modificarse; o decir que los gobiernos sucesivos no respetan los acuerdos internacionales sobre la inmigración de personas; o recordar que el trabajo digno y la vivienda digna y las ayudas a la dependencia son exigencias recogidas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, no articulillos marginales de la Carta Magna o caprichitos de un sistema determinado.
En cambio, para esos mismos sabios que vocean su sapiencia y se congratulan de serlo, no es populismo prometer generosas bajadas de impuestos en campaña electoral (y luego hacer lo contrario); ni es populismo abusar en su discurso mitinero de palabras como España y los españoles y las españolas, atizando así el glorificado sentimiento de la pertenencia más exclusiva y excluyente; ni es populismo despreciar a los millones de ciudadanos que se dejan llevar por su democrático descontento y acuden un domingo, ingenuos, a un colegio de barrio para dejar caer en el montón su papeleta populista.
Hoy día, el mayor de los populismos consiste precisamente en desautorizarlos.

lunes, 5 de diciembre de 2016

JUAN MARÍA MUÑOZ

Gano el pasillo con mi brazada de libros y papeles y de repente lo adivino ahí, aún más disminuido por la edad, de espaldas en el despacho de la secretaria, solicitando tal vez algún documento que le piden en otra parte para solventar cualquier asunto administrativo. No puedo verle el rostro, pero por esa premura de las intuiciones que reinan en el subconsciente no me cabe duda de que es él.
Fuimos colegas en este mismo instituto hace más de tres lustros, diría que casi amigos. Luego perdimos contacto: a mí me mandaron a otros destinos y cuando regresé él ya no estaba; al parecer le habían concedido la baja indefinida o se había prejubilado o qué sé yo. Nadie me supo informar a ciencia cierta, quizá porque siempre fue muy celoso de su privacidad y no quiso dejar ninguna pista sobre su paradero y circunstancias. Lo que sé es que no volvería a pisar este centro.
Paradójico sibarita de izquierdas, Juan María fue quien me contagió el benévolo virus Saramago, una lectura para mí imprescindible que completé con creciente entusiasmo en las postrimerías del siglo pasado, un enorme fabulador del que, desde entonces y hasta su muerte, aguardé fiel cada nueva entrega. Un día, el colega me comentó que se había matriculado en un curso que duraba tres jornadas de junio, me suena que en Cádiz, curso al que acudiría en persona el mismísimo Nobel de las letras portuguesas. A su regreso, tomándonos sendos cafés, me confesó en voz baja que en realidad no hubo tal curso, que se suspendió por enfermedad repentina del protagonista, pero que él, aunque había sido informado con tiempo de sobra, no le dijo nada a nadie y no canceló el billete ni la reserva de hotel, y allá que se fue. Así que volvió contándole a todo el mundo un viaje inventado; incluso se permitía la licencia de un supuesto encuentro casual y una lúcida conversación de barra con don José, y todos lo creían: maravillosa anécdota que a mí me inspiró uno de los relatos más agradecidos de cuantos participan en el volumen La sonrisa del ahorcado.
La antigua delgadez de Juan María viene a mi encuentro y nos damos un largo abrazo en medio del pasillo, henchidos de esa virtualidad emotiva, tangible, que a veces saben cobrarse nuestros sueños.