miércoles, 25 de febrero de 2009

OYENDO EL SEGUNDO TIEMPO

Min. 1. Acabo de regresar de la calle: tirar la basura al contenedor siempre ha sido un trabajo de hombres, hace años me lo dijo un vecino que ya no lo es (murió), y casi siempre que ejecuto ese menester me acuerdo de él.
Min. 3. Vivo tres días en actitud robinsoniana, sin juicio ni muela, y ahora que salgo de la isla estoy dudando entre dejarme la barba o afeitarme.
Min. 7. Todos hablan, pero ninguno dice. ¡Así de nada vale pretender escuchar!
Min. 8. Aquellos versos de Catulo me traen a la memoria mis primeros años en la Facultad, los traduje compulsivamente para no tener que enfrentarme a mi falta de entusiasmo para con las teorías de la gramática.
Min. 10. ...físicamente no está bien... no está bien... al igual no ha entrenado suficientemente... pues yo digo que no está bien... entonces que no lo ponga... quién dice que no está bien... no está bien, no... bueno, cada uno es como es...
Min. 11. Tengo muchas ganas de releer Madame Bovary.
Min. 15. ...Y La Regenta. A mí en su día me gustó más la historia de Ana Ozores que la de Enma, cuestión de pareceres, quizá es que el texto perdía mucho en la traducción.
Min. 18. El portero contrario ha elegido mal las botas, dice un invitado.
Min. 20. Cuando el pensamiento no fluye lo mejor es dejar de pensar.
Min. 25. En el monólogo de un loco, lo que importa es que él no diga nunca que los demás lo creen loco, porque entonces se delata y ya no es el monólogo de un loco.
Min. 30. Todo se resume en una cosa, pero casi nunca sabemos cuál.
Min. 33. Tedio.
Min. 37. ...ahí va... estaba claro... ellos por arriba van muy bien... es que le han dejado solo, es que solo... señores, esto sí que es peligroso...
Min. 39. Las palabras, Foucault, ¿se parecen a las cosas o son las cosas?
Min. 42. No tener nada que hacer no es fuerza mayor para tener que hacer algo, es otra manera de decir que cada cual a su bola, y basta.
Min. 43. ...aquí hay un equipo que está jugando a nada... a nada de nada...
Min. 47. ...se acabó...
Ahora, publicar entrada.

martes, 24 de febrero de 2009

TODO UN POEMA

En 1971 yo tenía cuatro años, los mismos que le faltaban al dictador para estirar la pata en la noche de noviembre de aquel hospital de nombre irónico, La Paz. En un libreto de lecturas selectas titulado Amiguitos, de un tal M. Antonio Arias, una publicación que conservo cual reliquia de la memoria y de la historia, los niños de aquel entonces éramos aleccionados con textos tan jugosos como éste que sigue (camuflado, por cierto, entre canciones de cuna, trabalenguas infantiles, poemas a Cristo y fábulas de siempre), una loa construida sobre versículos hiperbólicos en sucesión anafórica que, lo reconozco, uno no sabe releer si no es con un esbozo anacrónico de sonrisa en estos labios ya adultos, ya distanciados, ya definitivamente incrédulos:

FRANCO

Franco es el Caudillo de España.
Franco nació en El Ferrol del Caudillo.
Franco estudió la carrera militar.
Franco, en Marruecos, tomó parte en numerosas batallas. Y como es muy valiente y sabe mandar a los soldados mejor que nadie, a los treinta y tres años ya era general.
Franco, después, salvó a España. Y hace que cada día sea más rica, más poderosa y más respetada. Y que los españoles seamos más felices.

No hay que desdeñar la capacidad del exégeta para resolver toda una biografía en unas cuantas pinceladas. Creo que tampoco es casual ningún elemento, como la referencia a Marruecos o la glorificada valentía del protagonista-héroe. Además, en una excepcional pirueta, el segundo verso pretende que, cuando Franco nació, su ciudad ya era del Caudillo, de donde se infiere que su advenimiento ya estaba pactado en las alturas, como se sabe.

Francamente conmovedor, ahora que hemos reinventado la memoria histórica y la educación para la ciudadanía. ¿Quién da más?

sábado, 14 de febrero de 2009

MI PRIMER RECUERDO


In memoriam

Todos guardamos un primer recuerdo, todos hemos perseguido y propiciado en secreto la pervivencia casi mítica de algún suceso, o su imagen perdularia, del que ya ni siquiera estamos seguros, y lo hemos alentado y corregido sucesivamente hasta convertirlo en la ficción más verosímil de nuestra necesidad de haber sido, o de seguir siendo aún, a través de ese yo remoto, definitivo y proverbial, con que nos engaña la memoria.
En mi destello más antiguo yo soy un niño de tres inviernos detenido en medio de aquel cuarto donde estaban mi cama y la cama de mis padres, en aquella casa –número veintidós, calle del Palomar- que tenía un bajo y dos plantas y que, si ahora me lo propusiese, podría reconstruir palmo a palmo con los ojos cerrados. De pronto, en el recuerdo del recuerdo, alguien sube con esfuerzo el primer tramo de escaleras hasta llegar al descansillo, alguien a quien miro y que me mira con esa paralizada extrañeza de la simpatía inmediata: tiene el pelo corto y rubio, apenas rizado, y una expresión neutra a la par que firme en su determinación de no pasar adentro mientras nadie se lo ordene. Entonces mi madre, que está mullendo en ese instante los colchones de lana, se asoma y me pregunta con misterio mal fingido si no sé quién es ése, y en el mismo tono me conteste si no sé que es mi primo, que se llama Fede como mi padre, que ha vivido hasta hoy en el barrio de Los Pinos y que se acaba de mudar con los suyos a una casa en alquiler que queda justo frente a la nuestra. Él se desinhibe y se acerca para besarla, y luego me coge de la mano y me arrastra escaleras abajo, y con él cruzo los dos metros de calle por donde apenas cabe un coche, y entramos en un portal oscuro y profundo, y de ahí, a tientas, otra vez por una larga pendiente de escaleras hasta ese hogar suyo que siempre he concretado en el olor perenne al tabaco de hoja picada que su padre, hermano de mi abuela, consumía con ese deleite aristocrático que los ojos del niño mitifican y animan.
Éste es mi primer recuerdo, y, por lo mismo, el más incierto; pero también el más fiel, el más preciso en lealtades que uno nunca elige y que a menudo nos convierten en reos de nuestro pasado. Y es que durante los últimos años esa lejana escena de la infancia se ha erigido poco a poco entre las otras para constituirse en el enigma inopinado, o en el insospechado vaticinio de una fatalidad con día y hora en el calendario de los hombres. Si es verdad, me digo, que nuestros destinos están escritos, si es verdad que tan sólo nos limitamos a ejecutar un guion que nadie nos consulta, entonces puedo ahora entender que en la persistencia contumaz de aquella imagen estaba ya deletreado el germen, y estaba la consumación de un desenlace acontecido veinticinco años después, como necesariamente estaba cada uno de los encuentros y de los desencuentros, y cada olvido, y cada adiós, hasta desembocar en la vileza expresiva de estos párrafos que hoy perpetro –quizá por él, sin duda para mí- con esa necia vocación notarial en que acaban disolviéndose los rendidos versos de las elegías.