martes, 21 de julio de 2009

A LA LUNA DE MUÑOZ MOLINA

Lo alcancé hace un par de semanas de la leja en el rincón de las lecturas pendientes, y ha de haber sido la confabulación de los astros o la sabiduría obstinada del azar la que ha querido que lo fuera aplazando para terminarlo de leer precisamente hoy, o ayer -hace sólo un rato pero las horas pasan y cambian los dígitos del calendario-, en este día de julio en que la Humanidad recuerda y festeja la efeméride sin duda histórica de aquellos dos hombres y su equipación aparatosa -Neil Armstrong y Edwin Aldrin- pisando por primera vez, cuarenta años atrás, la superficie polvorienta de la Luna. El libro del que hablo -El viento de la Luna, 2006- es una novela que yo, en mi itinerario de lecturas, me había postpuesto a conciencia, con un resto ingrato de rebeldía, pertrechado en la sospecha peregrina de que acaso se trataba de una obra de ambición menor, emparentada a otros títulos más o menos prescindibles que inevitablemente serpentean en la que, sin embargo, no exagero si lo afirmo, sigue siendo para mí la trayectoria literaria más sólida, la más comprometida con la verdad esencial de las palabras, que uno haya conocido en la narrativa española del último cuarto de siglo: de quien hablo ahora es del autor, Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956), un nombre a la par humilde y rotundo que me resulta muy cercano, casi diría familiar, pese a que sus apellidos no coinciden con los míos ni he tenido jamás el valor (sí hubo ocasión, apenas una) de pedirle el clásico autógrafo despersonalizado ni de saludarlo con mi intempestiva timidez para quizás no saber con qué argumentos prolongar el saludo. Aquel lejano 1969 el autor y narrador protagonista de esta historia había cumplido trece años en enero, y yo tan sólo dos (también en enero), pero esa diferencia de once se diluye hasta convertirse en polvo lunar cuando leo con una complicidad milimétrica los detalles más sutiles que él ha sabido rememorar de los ámbitos exactos en donde nació y creció, extrapolables con extraordinaria precisión al niño y a la casa y a la calle y al pueblo de mi propia infancia, a esas maneras y labores que se quebraron de una generación a otra y que estaban imbuidas de “la monotonía agraria de la repetición”. Acierta la fábula a engarzar esas dos realidades antagónicas: por un lado la del mundo de progresos entonces inimaginables que llega a través de los primeros televisores en blanco y negro, la del mundo de la comunicación inmediata y de esos avances de la tecnología, fuese en forma de electrodomésticos o de misiones espaciales, que logran su impacto mediático fulgurante gracias precisamente al proyecto y la escenificación del Apolo XI; y por otro lado el mundo terrenal, sacrificado y miserable, hoy casi inverosímil, en el que muchas casas no disponían de agua corriente, y la simple tenencia de un cuarto de aseo se antojaba cosa exclusiva de los ricos, y una ducha rudimentaria se postulaba poco menos que como el mayor invento del siglo. Yo también fui muchas veces con mi abuela y con mi madre a ver la televisión (recuerdo sobre todo las corridas de toros) a la casa de cualquier Baltasar con más posibles que nosotros; yo también tuve una tía Lola a la que me encargaban vigilar mientras permaneciera dentro de la casa con el novio que la venía a visitar cada trasnochada; yo también he visto a mi abuelo muy ufano sobre la burra que lo llevaba y lo traía de la huerta, y he visto cómo se plantan los tomates y se apartan las mejores simientes, y cómo se arrancan las patatas a fuerza de azadón, y me he levantado muy temprano para ir con las mujeres a coger del suelo la aceituna que saltaba de las mantas... Pero, de manera singular, con aquella contundencia verbal entre el lirismo y la ironía que ya desplegara en párrafos completos de El jinete polaco o de Ardor guerrero, me ha llamado la atención la finísima observación que hace de las manos de su padre en el capítulo 7, un homenaje íntimo que alcanza colofón en las páginas postreras de la novela y que entrañablemente se resume en esta sentencia: “Debería uno conservar el recuerdo de la última vez que caminó de la mano de su padre”; y, cómo no, esa doble estimación del tiempo, cíclico para ellos, lineal y hacia adelante en la rebeldía libresca del preadolescente que no acaba de aceptar ese destino: “De la vida y del trabajo ellos no esperan novedad, sino repetición, porque el tiempo en el que viven no es una flecha lanzada en línea recta hacia el porvenir, sino un ciclo que se repite con la pesada lentitud con que gira la muela cónica de piedra de un molino de aceite”; o esa distancia proverbial entre la suavidad lisa de las novedades científicas y la aspereza hiriente y primitiva de lo cotidiano: “En el mundo donde yo nací y en el que es posible que tenga que vivir siempre todo o casi todo es áspero, las manos de los hombres, la pana de sus pantalones de trabajo, los terrones secos, las paredes encaladas, las albardas y los serones de los animales de carga, el cáñamo de las sogas, la tela de los sacos, el jabón basto y casero que fabrican en grandes lebrillos mi madre y mi abuela y pica las manos, y casi no deja espuma, las toallas con las que nos secamos, las hojas de papel de periódico con las que nos limpiamos el culo”. El relato, perfectamente documentado y no menos ameno en la crónica sucinta de la misión espacial, dibuja una intrahistoria de curso guadianesco, un manojo de peripecias bien trabadas -las antiguas rencillas de la abuela, la enfermedad de Baltasar, la historia del ahorcado- que al fin aciertan a resolverse en un encomiable ejercicio de la memoria, del respeto y la lealtad a un origen -simbolizado en la muerte del padre- en el que, a pesar de la lejanía y de la velocidad de los tiempos, todos los que de algún modo lo vivimos debiéramos aprender a reencontrarnos.

martes, 14 de julio de 2009

De pronto uno detiene sus pasos, mira al horizonte desde la terraza de un café y, con esa desgana atribulada de los días de verano, empieza a tirar de una madeja que parece interminable para hacer su estimación particular del rosario de jornadas que ha extraviado en ocupaciones en las que siempre se sintió extraño, compromisos socio-familiares imbuidos de su liturgia de absurda pertenencia, ceremoniales repetidos generación tras generación como una condena sucesiva que el sentir de lo correcto no hubiera sabido esquivar y que finalmente se declararon fatuos, inservibles, pura farsa que tan sólo precisaba de su público a veces jaleador, a veces consternado: hablo de bodas y entierros sobre todo, mas también de visitas pactadas, de fatigosas reuniones, de compadreos sin fin. Pero el que se lleva la palma en mi lamento es todo el tiempo que presté a quienes ahora sé que no han sabido merecerlo, o peor aún, a quienes ya en su día lo recibieron de mí -cuando hablo de mi tiempo hablo también de las horas de trabajo silencioso volcado en tareas ajenas, de la dedicación altruista a esas causas estériles que luego nadie valora ni recuerda como no sea para lamentarlo- con esa sutileza de fingido desaire que tiene su reino en el desprecio. Guardo en la memoria una frase leída recientemente en el bazar de la comunicación, una frase que, si no me engaño, se atribuía a Gabriel García Márquez, lo cual, muerto Jorge Luis Borges, es ya un tópico en el pequeño universo de las atribuciones fundamentadas por los galones del ingenio: decía el colombiano que, después de cumplir los cuarenta, lo más importante que ha aprendido en este mundo es a decir no.
No me cabe duda de que es en la armonización alterna, casi siempre intuitiva, de nuestros síes y nuestros noes donde poco a poco comparece ante los otros la persona que somos.

martes, 7 de julio de 2009

MARIO MURIÓ BENEDETTI

Hace unas semanas, el 17 de mayo, murió el poeta Mario Benedetti. De repente me acordé de la tarde de invierno en que descubrí por primera vez sus versos, hace de esto tantos años que no pienso perder mi tiempo en contarlos: el caso es que estaban colgados -sus versos digo, no mis años- en un póster enorme que alguien había clavado en la pared de la biblioteca municipal de mi pueblo. Aquel poema se titulaba Viceversa (no sé si sabréis que "viceversa" es, junto con "halo" y "asterisco", y por razones que tampoco voy a desmenuzar aquí, una de mis tres palabras favoritas), y rápidamente me lo aprendí de memoria y me lo recitaba a mí mismo cuando no tenía a nadie a quien recitárselo.
Hace unas semanas, el 17 de mayo, Benedetti murió Mario, aquel poeta nacido en Uruguay en 1920. Si hacemos cuentas, vivió ochenta y ocho años, durante los cuales escribió unos ochenta y ocho libros (dejadme creer que los ochenta y tantos que enumeran en las biobibliografías cibernáuticas son exactamente ésos, ochenta y ocho), casi se diría que a uno por año, repartidos entre los distintos géneros: cuentos, dramas, novelas, ensayos, artículos políticos, críticas de cine... y poemas como aquel Viceversa o aquel otro, Táctica y estrategia, escritos sin duda para que el adolescente que fui y otros adolescentes sucesivos que voy siendo se alimenten del sabor y de la pulpa y del poder nutritivo de su amoroso arrullo de palabras.
Aunque una biografía de ochenta y ocho años daría para enrollarse un rato y provocar más de un bostezo, yo tan sólo voy a destacar dos aspectos de su vida que me parecen muy importantes para comprender su literatura: el exilio y el asma. Tras el golpe de Estado que los militares dieron en su país en 1973, tuvo que renunciar a un cargo en la universidad de Montevideo y marcharse a vivir a Buenos Aires, de donde pasó después a países como Perú y Cuba, y finalmente se instaló en Madrid. De ahí que en sus textos notemos un fuerte compromiso social y una natural tendencia a defender a los oprimidos y a lo débiles, a los que no tienen donde caerse vivos ni donde levantarse muertos; como él mismo afirma en un poema, le dio la gana de ser parcial y no neutral para mejor defender esas causas perdidas que no podemos dejar de ganar. He dicho también que sufrió el asma, una enfermedad a una sola letra del alma, y que, seguramente por eso, le permitió escribir bellos poemas de amor y desamor, poemas muy directos, poemas que se convirtieron en himnos para quienes, jóvenes o viejos, hombres o mujeres, necesitábamos y aún necesitamos que unos versos nos aclaren sencillamente lo sencillo que es eso del amor y esotro del desamor si uno está dispuesto a querer comprenderlo.
Mario murió Benedetti hace sólo unas semanas, el 17 de mayo, pero nos dejó escrito el inventario de su vida y de sus sueños, miles de páginas que reflejan la humanidad de este hombre hecho palabra, o de esta palabra hecha hombre, creo que un me lío haciendo estoy, o viceversa, así que aquí dejo el poema Currículum, que escribió probablemente muy consciente de que alguna vez, en algún homenaje íntimo que se le hiciera tras su muerte, alguien con mi rostro lo pondría en la página de un blog-alforja cuyos retales a menudo hablan de poesía y de poetas.

CURRÍCULUM

El cuento es muy sencillo
usted nace
contempla atribulado
el rojo azul del cielo
el pájaro que emigra
el torpe escarabajo
que su zapato aplastará
valiente

usted sufre
reclama por comida
y por costumbre
por obligación
llora limpio de culpas
extenuado
hasta que el sueño lo descalifica

usted ama
se transfigura y ama
por una eternidad tan provisoria
que hasta el orgullo se le vuelve tierno
y el corazón profético
se convierte en escombros

usted aprende
y usa lo aprendido
para volverse lentamente sabio
para saber que al fin el mundo es esto
en su mejor momento una nostalgia
en su peor momento un desamparo
y siempre siempre
un lío

entonces
usted muere.

M. B.

lunes, 6 de julio de 2009

A ESTO LLAMO ESPERANZA

Todo lo que tengo es el tiempo que me queda por vivir, el tiempo que -paradójicamente- aún no he tenido, porque el que tuve y me vivió ya no es mío. A esto llamo esperanza.