martes, 8 de julio de 2008

viernes, 4 de julio de 2008

FOLIO 128 / NOVELA

"(...) un inútil, les dice, por su culpa no dimos la otra noche con la residencia, y como iba mamado a la vuelta me estuvo tirando los tejos para que me quedase a dormir en su casa, va listo. Cada mano saca sus liras y paga lo suyo, es lo justo. Eva ha de estar a las nueve en Turín, la pareja para la que trabaja sale a cenar y al cine. Una boca de metro los engulle y otra los vomita. El tren va sobrecargado de bostezos de reclutas y de jóvenes monocolores que corean el himno de su equipo, así que unos se sientan en el suelo y otros permanecen de pie, qué mierda de servicio, esto es un abuso. Han ganado, informa Eva, mientras que Pablo se ensimisma y considera el absurdo de este viaje, sobre todo después de lo de la otra tarde en el Flora. Eva se envalentona, sube el tono de su denuncia por este trato tercermundista, vamos como borregos, dónde se ha visto, hoy en día esto no pasa en España, deberíamos reclamar por escrito, pedir la hoja y reclamar, qué se habrán creído. Pablo se pregunta por qué y no le encuentra fuste, por qué esa invitación por teléfono, por qué ese afán de que viniese a Milán a encontrarse con ellas para nada, tras el vacío tan notorio -notorio para ti, y te consta que todo se relativiza si lo pensamos nuevamente- que tuvo que soportar en el Flora. Y por qué esta vuelta de tuerca en su desdén, esta voluntad consciente de marcar un territorio de cuchicheos y secretos, de planes que no lo necesitan, de caprichosos ninguneos. Tú no comprendes, Pablo, tú no sabes interpretar los signos. La ventanilla te devuelve el paisaje desvaído del anochecer, ese mural sucesivo de casas bajas y balcones herrumbrosos, de estercoleros de cemento que se postulan en la vecindad del trazado de las vías. El traqueteo del transporte y la lenta somnolencia te pone en paz contigo mismo y con los arcanos de tu ineptitud. Mas de repente te sorprendes odiándolas a las dos en el mismo lote, como si al odiarlas juntas se rentabilizara la inutilidad de tu esfuerzo, como si al fijarlas con tu odio en un solo objetivo te liberaras de un gran peso, al tiempo que la voz que nadie oye, esa que no sale del pecho, no deja de flagelarte con su triple cantilena: gilipollas, gilipollas, gilipollas".

Aquí concluye el capítulo VII, dieciocho folios apretaditos que trabajé en abril y mayo. Ahora estoy en el VIII y miro con el rabillo del ojo al IX, pues la transición argumental entre ambos ha de ser mínima. La novela tendrá veinte, no sé si lo dije.

martes, 1 de julio de 2008

LAS MISMAS BANDERAS

Tenía yo diez u once años cuando silbé ante mi abuelo Jesús los acordes del himno de España, demandando de él un gesto de aprobación orgullosa para con el nieto predilecto: si mal no recuerdo, se me había activado el chip de la emotividad tras un gol indudablemente histórico de un tal Rubén Cano a una Yugoslavia extinta; y entonces él, mi abuelo, con el puño en alto y los ojos acristalados de un español sexagenario que conoció otras vidas y otras muertes, me devolvió a su vez esa otra letra que hablaba de cucharas arriba y de tenedores abajo, y me preguntó con similar expectación si acaso éste no me parecía más bonito que el otro.
La obligatoriedad con que a menudo suscribimos o pretendemos que los demás suscriban ciertas manifestaciones colectivas de afirmación o pertenencia es una antiquísima variedad de alienación, tan baldía y ridícula -y a veces tan peligrosa, los manuales de Historia lo saben- como cualquier otra que implique a los sentimientos. Entre ser y sentirse discurre un trecho, trecho que ya es abismo cuando se trata de escenificar ese ser y ese sentirse bajo formas y colores cuya ostentación sectaria habitualmente nos resulta tan ajena, si no deplorable. Claro que, huelga admitirlo, el que el aire de su aliento sea limpio e integrador o se ampare en su ráfaga de exclusiones nocivas dependerá sobre todo de la excusa que se invente, del uso concreto que del símbolo se haga para condescender a la ventura del alarde. Confieso que no me gusta levantar banderas, y la propia de España la observo con una prudencia o un recelo de los que ya no participa la sombra del dictador, sino la jauría rabiosa que el nacionalismo hispano jalea cada vez que tiene la oportunidad de hacerlo; pero me puede, no obstante, la sospecha de que yo también sabría emborracharme de su luz originaria y pura, como les pasó a los españoles sucesivos -y ya no a sus hijos no españoles- que lloraban la canción del inmigrante o se abrazaban bajo la batuta de Manolo Escobar al son apologista de aquel pasodoble patrio.
Estos últimos días han ondeado en nuestras calles y balcones miles de banderas nacionales con un toro negro de Osborne, y ante la perplejidad cómplice de quienes -por carácter o por la razón que fuere- no solemos transigir con tales efluvios sin un punto de rubor, se ha balbuceado el solemne himno sin letra y hasta lo hemos saludado con la uve de victoria; el mismo cántico y seguramente las mismas banderas que mañana o pasado mañana se esgrimirán con voluntad torcida en un almuerzo fascista bajo el sombrío busto del dictador.