miércoles, 29 de diciembre de 2010

HAGAMOS LO QUE HAGAMOS

"Hay ciertas cosas que el destino se propone tercamente. En vano se le interponen la razón y la virtud, el deber y todo lo sagrado; tiene que ocurrir algo que a él le parece bien, y que a nosotros no; y, así, acaba por surgir sin remisión, hagamos lo que hagamos".

Hará unos dos meses que inicié la lectura de la novela Las afinidades electivas (1809), de J. W. Goethe (en traducción de José María Valverde), a cuyo capítulo XIV de la segunda parte pertenece el fragmento de arriba. Las circunstancias del día a día, unidas a una creciente inclinación a la pereza, han contribuido a este avance pausado por sus páginas, con interrupciones que a veces abarcaban semanas enteras. Admito, pese a tratarse de un clásico, que he transitado por parajes soporíferos, por escenas en blanco y negro que hubieran hecho las delicias de los guionistas de Hollywood en una adaptación con decorados falsos y melodías con ecos dramáticos -mejor dicho: melodramáticos- que asimismo hubieran merecido la bendición de algún óscar. Pero también me he topado con reflexiones memorables y con citas de dos o tres renglones, subrayadas por mi mano, que colman el primer requisito exigible a toda cita subrayada en una novela: que su decir universal sirva al lector, a su solo lector, para reconciliarse consigo mismo de un modo visceral, como si esas palabras que ahí se combinan hubieran sido escritas exclusivamente para uno y hubieran debido esperar tantos años para certificar la exactitud de su mensaje. Así, para quien hoy soy, el fragmento que transcribo.

viernes, 17 de diciembre de 2010

CRISIS, EMPACHO Y COMIDAS DE EMPRESA

El lugar es propicio: una de esas denominadas "comida de empresa" donde cada comensal sabe de antemano que el dispendio le saldrá por unos cuarenta y cinco euros sentado, más la propina de euros que luego le apetezca consumir de pie, con el codo en la barra o con el pie en la pista. El tema, previsible: la crisis económica que venimos padeciendo y que, según los grandes números de los grandes calculadores, nunca tuvo igual desde aquella de 1929 que muchos de nosotros estudiamos para un examen olvidado en los libros de historia del instituto.
Después de pagar laica o religiosamente el dispendio -champán o cava y sobras incluidos-, y de haber acudido a varios bares nocturnos donde se respira humo y ni el que habla se oye a sí mismo, y de haber vomitado el empacho de entrantes y de platos varios y de postres sin tasa en esa taza en la que ya a nadie le apetecerá depositar su orina... Después de todo, uno va y se pregunta qué es exactamente eso que en los países del primer mundo llamamos crisis económica, y qué pensarían de este diagnóstico apocalíptico aquellos antepasados nuestros que perdían dos días de tren en llegar como borregos a su destino en la vendimia francesa, y qué tonalidad tendrá hoy, a esta hora exacta, la mirada de un niño africano que sabe que sus posibilidades de sobrevivir al hambre no son más altas que las de sus padres o abuelos.
En los tiempos que corren, no se me ocurre una imagen más egoísta y repugnante del mundo que la expresión satisfecha de quien se queja de la crisis con la boca llena.