jueves, 19 de mayo de 2016

La vanidad tiene los pies cortísimos. En la bitácora-blog de un poeta -uno de tantos- se informa de una muy reciente y multitudinaria antología, y, sin transición, el informante presume de haber quedado a salvo de su inclusión en ella, una vez más. Pero el que lo diga ahí, de ese modo, jactándose, deja un rastro agrio y la triste sospecha de que hubiera preferido otro desenlace.
Se me ocurre que yo, que escribo poesía y he publicado libros de poemas, debo ser un poeta insólito, marginal, porque apenas se me ha invitado a alguno de estos recopilatorios generacionales, como no sea bajo la peregrina excusa de la amistad o para engrosar la suma de nombres locales que, sin más criterio, nutran el índice.
Recuerdo que hace años me convertí en antólogo de circunstancias, para el consumo interno de mis alumnos. Trabajé una selección de siete poetas y luego otra selección de ocho narradores, todos afincados en esta tierra nuestra. Antes de sacarlos de la imprenta con ayuda institucional ya me había arrepentido de la mitad de los inéditos -y, por ende, de los autores-, de su escaso mérito, de la imprescindible cuota femenina y -con perdón- de la madre que los parió. Los ejemplares se distribuyeron sin hacer mucho ruido, los autores acudieron sucesivamente a conversar con la clase y los muchachos redactaron crónicas a propósito, con nota.
Ahora vengo a concluir que no me gustan las antologías, sus caprichos. Ni siquiera creo en la universalmente admitida criba del tiempo. Al fin me puede la evidencia de que soy y somos un proyecto de olvido que terminará consumándose y consumiéndonos a todos, antologados o no.

viernes, 13 de mayo de 2016

A propósito de tiendas, vuelvo a constatar una observación antigua. Se da, con preferencia, en los comercios más populares y en las sucursales de marcas internacionales de ropa; pero también, de otro modo más sutil y acaso más repugnante, en las boutiques exclusivas. Hay un amplio porcentaje de mujeres que suele acceder al lugar como si lo tomara por la fuerza, campando a sus anchas, posesionándose ante las perchas y los expositores, mirando y arrancando y desdeñando y abandonando tal vez al descuido, en el suelo, cualquier tela que se desprende. Ya habrá dependienta o dependiente que se agache a recogerla, que para eso están. Así una prenda tras otra, con afán compulsivo, inmoderado, visceral, satisfecho de su parafernalia consumista. Si hay hombre que la acompañe, la demostración de dominio se torna más ostensible aún, en un alarde de gestos y muecas y movimientos que minimiza y casi ningunea al varón. Es ella la que coge la delantera, la que señala aquí y allá, la que dirige el tráfico hacia los probadores, la que esgrime la tarjeta de crédito para pagar. Mientras, él se inhibe dos o tres pasos más atrás, a remolque siempre, desplazado, asintiendo o negando sin convicción, un poco fuera de juego; o bien rehusó participar en la aventura y se quedó en la puerta mirando el reloj o manejando el teléfono móvil, impacientemente, a la espera de su heroína circunstancial.

miércoles, 4 de mayo de 2016

El viernes fue un día paradójico, extraño. Por la mañana terminé de pulir un poema y luego despaché asuntos de trabajo (un par de clases, una entrevista con una madre, una guardia sin nada ni nadie que guardar...). Después, por la tarde, fue inevitable desplazarme a un macrocentro comercial y asistir a los mismos ritos, a la misma desidia. Quienes me conocen saben cuánto me disgustan las tiendas, sobre todo si lo que busco es ropa o calzado. Si se trata de víveres, suelo hacerme una lista que apenas modifico y acudir en una franja horaria de escasa afluencia, preferiblemente solo, de manera que los trámites se agilicen y no pierda demasiado tiempo en ese menester. Me siento más cómodo en las librerías, rodeado de anaqueles y de lomos que me llaman con sus nombres y títulos. Volvimos tarde, de mal humor, cansados. Sin embargo, durante toda la jornada se me mantuvo constante una sensación de plenitud: tenía la conciencia clara de haber escrito el mejor poema de mi vida.