martes, 27 de noviembre de 2012

MI FOBIA TECNÓFILA

Por mucho que reniegue de su faz demoníaca, uno ya no sabe cómo hacer para desembarazarse del acoso cotidiano de la tecnología digitalizada ni de la maravilla que la informa, de modo que a uno se le van imponiendo en las manos y en los bolsillos esos aparatos de última generación que primero lo cercan con el anzuelo de la novedad más apremiante y después lo seducen con el espejismo de su imprescindibilidad, para, al fin, colonizarlo, someterlo e idiotizarlo de manera irreversible, bajo el reclamo paulatino de su paradójica servidumbre. Dotados de una inercia irresistiblemente obscena, estos artilugios personales consiguen que olvidemos ese casi sosiego prehistórico que quienes peinamos canas nos prometíamos para las horas calmas de la edad madura; así que nos dejamos engatusar como niños mientras la yema imperiosa del índice se posa en su superficie apetecible y nos regalamos la mentira inmediata de su universo ilimitado y fascinante; y a cada momento nos dejamos llevar por la locura virtual y por la enredada estela de frivolidades que cobija; y con absoluta tiranía, sin que nos demos cuenta, se adueñan -acaso para siempre- de aquella porción de libertad que creíamos innegociable y que nunca sospechamos que pudiese estar en peligro.  

martes, 20 de noviembre de 2012

EN BUENA HORA

Hoy en día, el reloj ya no tiene la función primigenia de informar sobre las horas y minutos con un rápido movimiento de antebrazo. Hoy en día, con los teléfonos móviles y demás, el reloj se ha consagrado definitivamente como alhaja de marca cuyo cometido último no es ya seccionar el tiempo y medirlo, sino mostrarse en su engarce de pulsera y ostentar ante el mundo su valor material (esto es, su coste en moneda de uso) o su íntimo significado sentimental (que, con frecuencia, hemos de tasar también según su coste en moneda de uso). Hoy en día, cuando te regalan un reloj -contra lo que advirtió el cronopio fundador- ya no te regalan la necesidad de darle cuerda a diario para que siga siendo un reloj; pero sí que te regalan con él -como adivinó el mismo cronopio- el miedo de perderlo (no hay equivalencia probada entre perder el reloj y perder el tiempo, creo) o de que te lo roben (a mí, por ejemplo, me lo robaron en el vestuario de un gimnasio) o de que se te caiga al suelo y se rompa. Pero a Julio Cortázar se le pasó por alto que, junto a la obligación de mantenerlo en hora para que al menos parezca lo que es, con el reloj de hoy en día te regalan la fatiga que supone estar pendiente de los tradicionales adelanto y retraso que dictan las autoridades del continente, dos veces al año.
Durante casi un mes he llevado en la muñeca derecha un reloj, el mío, con una hora de menos. Al principio procuré sin éxito desplazar sus manecillas, lo volví a intentar más tarde, desesperé como solo desespera la ignorancia, y poco me faltó para servirme de la fuerza de mis dientes o de las rudas tenazas que obedecen a la maña de mi padre. Sabía que no podía ser tan complicado, y esa certidumbre me enfurecía más y más, al calor creciente de la impotencia. Pero oculté mi olímpica torpeza y aguanté en secreto el retraso constante de una hora, hora tras hora, desde hace casi un mes. Hasta que la otra tarde, cuando paseaba junto al escaparate de una relojería, engullí ese resto de orgullo que aún me poseía y me decidí a pedir ayuda. La amabilidad del técnico me explicó que había que desenroscar primero hacia atrás y luego extraer así la corona (¿dijo corona?), como siempre se ha hecho, y entonces deslizar las agujas así, empujar la corona (creo que sí, que dijo corona) para que recuperase su sitio y atornillarla de nuevo, hasta la próxima. En apenas un instante que para mí duró un mes, ya no eran las siete y dos, sino las seis y dos. Salí al trasiego de la calle con sensaciones rejuvenecidas.



jueves, 8 de noviembre de 2012

FLORES EN OTOÑO

Hay unos versos de Borges que la buena memoria me susurra ocasionalmente en la intimidad de mis paseos, sobre todo en días como el de ayer y en tardes plomizas como la de hoy: “La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado”. Pocas veces se habrá tropezado el lenguaje con una ristra de palabras que exprese con más tino eso que llamamos melancolía, y que tanto se asemeja al regazo cálido de un tiempo dichoso (dichoso porque no sabía que lo era). Ver la lluvia, su espectáculo benévolo, nos retrotrae a otras lluvias antiguas que en verdad son una y la misma, igual que el fuego que arde en la chimenea se nutre de todos los fuegos que nuestra inocencia vio arder y que siempre nos producen esa hipnosis lúcida del ánimo.
Es cierto que cuando éramos niños llovía de otro modo, con otra saña y acaso con otra voluntad. A veces, a finales del verano y comienzos del otoño, en aquel pueblo rodeado de montes, la lluvia venía a menudo acompañada de su arsenal de truenos y relámpagos, y mi madre se persignaba casi nerviosamente alegre mientras le rezaba su fe supersticiosa, con un murmullo mecánico, a Santa Bárbara bendita, la que en el cielo estaba escrita y no me acuerdo de más. Sin transición ponía en la sartén el aceite y los granos para hacer saltar las flores de maíz (nunca ha sabido o no ha querido nombrarlas palomitas, como en las películas de la tele) con azúcar, con tanta azúcar que se formaban enormes terrones de caramelo floreado. Entonces, apoyados en el alféizar del ventanuco más alto de la casa de la infancia, mi madre y yo nos íbamos comiendo la fuente de flores mientras contemplábamos los ríos de agua en los surcos del tejado de enfrente, sus chorros cayendo, precipitándose desde los diez o doce metros hasta esa calle por donde esporádicamente circulaba, sepultado por el ruido, el misterio de algún paraguas negro.

sábado, 3 de noviembre de 2012

DE MIS MUERTOS

Conforme pasa la vida, se va poblando también el álbum de las ausencias próximas; esto es, de los nombres y los rostros de quienes conocimos y estimamos y ahora duermen parte de su eternidad en algún recodo de nuestra memoria, de aquellos cuyo ser antiguo se nos evidencia de vez en cuando bajo la forma inspirada de un objeto, de una palabra o de una fecha, fieles protagonistas de la archiconocida anécdota familiar o de una simple invocación del subconsciente.
No soy amigo de visitar cementerios ni lugares de culto (templos, estadios, centros comerciales...), y tampoco me gustan las aglomeraciones que no sean reivindicativas de causas justas, así que estos días de necrofilia importada y de ostentación sepulcral me he limitado a poner en orden la secreta cronología de mis muertos.
Hay un dicho que señala a los que no tienen o no necesitan de ninguna abuela, porque ellos solos se arrojan las flores de la vanidad; y es el caso que, si me paro a pensarlo, hasta el día de hoy yo ya he despedido a cuatro, mejor aún: a cuatro abuelas y a tres abuelos. Alcancé a conocer a la abuela vieja, que era como llamábamos en mi casa a la bisabuela Juana, la que un día se hartó de su falsa dentadura y la tiró a un barranco, la que se fue centenaria, hacia 1987. A ella la siguieron, en hornada sucesiva, la mama Cruz, en realidad María Cruz, la más joven y la más vulnerable, en abril de 1995, cuando aún no había entrado en la octava década; el abuelo Pedro (junio de 1996), el papa Jesús (septiembre de 2003) y la abuela Salvadora (agosto de 2005), estos tres instalados en la longeva redondez de sus noventa años. También quiero añadir a una nonagenaria abuela Carmen, cuya sangre siempre amable y prudente no discurre por mis venas pero sí por la de mis hijos; y al tío Silvela, aquel solterón, cascarrabias pero agradecido, que negoció la buena amistad de mi padre para defenderse de la soledad y el rigor de sus últimos inviernos.
Tengo otros muertos, otras historias, como la de aquel primo Federico que halló la muerte dulce en el asiento de atrás de su coche, cuando aún no cumplía los veintisiete; como la de mi tío Jesús, que se extravió en la noche profunda de la esquizofrenia y en ella habitó durante más de cuatro décadas; como la de mi hermana sin nombre, la que llegó muerta cuando yo era un niño, y cuyo cuerpo minúsculo nunca hemos sabido en qué lugar exacto nos lo enterraron.