viernes, 30 de noviembre de 2018

Nada que hacer. Y, sin embargo, tanto...

viernes, 23 de noviembre de 2018

Cuando Saramago publicó su primera novela saramaguiana por derecho (Levantado del suelo, 1980) tenía 57 o 58 años. Supongo que la pensó y la proyectó y la empezó a redactar a los 55 o 56, pero no tengo noticias al respecto. A esa la siguieron, con una productividad asombrosa, cuatro más en la década de los ochenta (Memorial del convento, El año de la muerte de Ricardo Reis, La balsa de piedra, Historia del cerco de Lisboa), tres en la de los noventa (Evangelio según Jesucristo, Ensayo sobre la ceguera, Todos los nombres) y seis entre 2000 (La caverna) y 2008 (Caín); hasta que acaeció su muerte en 2010. Casi en el ecuador de esos tan aprovechados treinta años se le otorgó el Nobel de Literatura.
Casualmente, también don Quijote echó a andar por los caminos y por las conciencias de La Mancha cuando su venerado autor sumaba 57 o 58 años; pero no me consta cuándo lo pensó y lo proyectó y lo empezó a redactar.
Dos referentes de tenacidad, dos faros en la noche.

jueves, 22 de noviembre de 2018

Miro el televisor con escepticismo creciente, con mirada interina, sin apenas vocación. Cuando al fin me siento en el sofá, o ya ha empezado una película o la veo empezar sabiendo que no me interesará hasta el desenlace, que no aguantaré casi dos horas de atención sostenida, que tal vez la inercia de mi mano mudará de canal, uno tras otro, hasta completar dos o más vueltas al circuito. Ahora podría estar leyendo un buen libro, o librando mi secreta batalla con un poema que intuí en verano y del que no he enhebrado más de media docena de versos. Pero sigo aquí, mirando aquello y escribiendo esto, suscrito a pensamientos fugaces, con ligero remordimiento por no haberme sometido a algún plazo eludible en el trabajo, planeando los eventos sociofamiliares para el sábado y el domingo, sopesando la oportunidad de un permiso sin sueldo en los próximos meses, esperando una señal que me guíe hasta la cama, extrañando a mi hija.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

El amigo, en la distancia, teclea que qué tal estoy. Asumido por el sistema -escribo yo, a mi vez-, amordazado por la escueta realidad y por la nómina, terriblemente acomodado en la queja y la desdicha que ello me provoca. Todo se resume en que no sé gestionar mi tiempo, el que tengo, y cada día me paraliza más la desmotivación para alcanzarlo y ponerlo a mi servicio. El amigo replica que él ya no se queja, pero que en todo lo demás parezco su propio retrato; me recomienda un poco de disciplina para recobrar mi tiempo. Sí, pero es que mi tiempo ya no es mío: pertenece a mi trabajo, a mis tres hijos de tres edades, a mis padres no demasiado mayores pero sí demasiado solos y achacosos, a mi mujer, al trasiego cotidiano... Soy un quejica, lo sé; y sé que es un problema mío conmigo, una deriva perezosa que tiene mucho que ver con las circunstancias. En un rapto de incontinencia, le envío mi último poema, con fecha del 4 de octubre. Inmediatamente lo tilda de muy reflexivo y autocontradictorio. Me aconseja que me pida una excedencia y le prometo pensármelo. Tras el intercambio de desahogo en la pantallita del teléfono, nos emplazamos para una buena borrachera cuando él regrese a la ciudad, en las postrimerías del año.

martes, 20 de noviembre de 2018

Aunque solo me faltaban dos meses para cumplir nueve años, admito que de aquel 20 de noviembre de 1975 no recuerdo nada que me haga sentir partícipe de la Historia con mayúscula. Sí me rememoro vagamente subiendo la cuesta del colegio y cantando a coro, con mis compañeros, cualquier rima agradecida por la semana de vacaciones que el destino, tan caprichoso, nos regalaba. Hoy sé y sabemos que la sombra del Dictador es el lastre más enconado y perdurable, no ya para el futuro, sino para el presente de esta España que siempre será dos.

lunes, 19 de noviembre de 2018

Ingresar en una librería -en una librería de aquellas que llamaban de viejo, de segunda mano, de ocasión- con algunas horas por delante, y perderse en su laberinto de pasillos borgianos y escrutar en sus fondos ya extemporáneos, de izquierda a derecha y de arriba abajo, dejándose mecer por sus lomos sucesivos de títulos y nombres, extrayendo algún ejemplar que despierta nuestra curiosidad o remueve nuestra nostalgia, abriéndolo por cualquier página agradecida, hallando sin buscar. Me pregunto cómo será la vida sin ese tiempo en suspensión, sin ese viaje sentimental, sin ese oasis tan necesario.

domingo, 18 de noviembre de 2018

Hartazgo de actualidad, indiferencia ante los titulares que continuamente restaura la inmediatez de los medios, empacho de noticias que se saben fabricadas, forzadas para el consumo rápido, efímeras.
La vulgaridad se ha adueñado también del insaciable afán de novedades, más ahora que aprendió a colarse en nuestro día sin pedir permiso -llevamos su cáncer en la palma de la mano-, obedeciendo al generoso mandato de un toque casi distraído, inconsciente, tedioso, del pulgar o del índice.
Cómo salvarse de esta deriva, de esta estupidez recurrente, si no es regresando a una actitud de inhibición radical.

sábado, 17 de noviembre de 2018

Dios no toma decisiones.
Dios vigila su obra desde la atalaya de la eternidad, soberbio en la distancia de su instante perpetuo, instalado en ese absoluto que no conoce el antes ni el después de los hombres, reacio a cualquier signo de debilidad que pudiera corregir su perfección, su grandeza.
Dios olvidó a sus criaturas tras el séptimo día, por más que sus criaturas, a lo largo de los siglos, lo invoquen y lo utilicen y lo inventen.

viernes, 2 de noviembre de 2018

El insomnio: la conciencia dando vueltas, centrifugando, como el tambor de una lavadora en el ecuador de la noche.
Hace más de un mes que pasé por aquí sin saber que no volvería a pasar en más de un mes, paréntesis que se ha ido estirando impremeditadamente, casi al mismo ritmo en que crecía mi barba cana impremeditada.
Helena se fue a la región de la Toscana, a Carrara la del mármol, con sus veinte añitos y una beca por disfrutar. Más lejos aún, en la insondable lógica de su desvarío inmemorial, mi madre examina el rostro de mi padre y lo reconoce por momentos, sorprendida de que vuelva a ser él y no esté muerto como le habían dicho, y soy testigo de cómo se buscan en un abrazo y de cómo él deposita en su mejilla media docena de besos que resumen toda una vida.
Entre tanto, a Federico, el mayor de mis hijos, ya lo miro desde abajo, inclinando un poco la cerviz y mi orgullo intransferible, con la inútil certeza de que más pronto que tarde se marchará también, o de que ya se me está yendo desde hace un buen rato; el pequeño Darío, en cambio, se adhiere a mi día y casi a cada instante de mi día enhebrando entre nosotros una dependencia mutua, como si sus breves ausencias se hubieran adueñado de mi tiempo sin él, como si me extrañara de no hallarlo siempre al alcance de mi vista.
La vida pasa a una velocidad endiablada, engulle las horas sucesivas con un vértigo que ni siquiera yo, desde mi antigua y fenomenal atalaya anticipatoria, supe prever.