jueves, 20 de diciembre de 2012

LA FIN DEL MUNDO

En el pueblo de mi infancia -tan remota la una como el otro, no ya por los años y kilómetros que nos separan, sino por esa cualidad intangible que se eterniza en la memoria de todos los principios-, aquellos sucesos que se nos antojaban extraordinarios o inefables, o que simplemente no estaban al alcance de nuestros modestos propósitos, solían expresarse y explicarse como “la fin del mundo”. Alguien que, por ejemplo, hubiera estado en Madrid, volvía contando que la muchedumbre de sus calles y la altura de sus edificios era la fin del mundo; y si indagábamos a cuánta gente habrían invitado tales novios a su boda, la respuesta no era 500 ni 600 ni 700, sino un número indeterminadamente alto que se resumía en una aproximación bárbara: la fin del mundo. Caigo ahora en la cuenta de que mi padre aún se aferra a la fuerza de este símil, símil que solo cobra su efecto hiperbólico usado así, con el atípico artículo femenino, lejos de la contundencia cíclica de la forma masculina.
Anteayer, en clase, me apeteció servirme de la actualidad mediática que alcanza la conocida profecía maya, ya saben, esa que interpreta para el día de mañana, 21 de diciembre de 2012, una especie de holocausto terráqueo o de acabamiento definitivo del mundo que se conoce. La literatura y el cine no han ahorrado energías para indagar el antes y el después de un hipotético fin del mundo, abismo que habrá de llegar aunque no sepamos cuándo ni cómo, pero del que yo suelo opinar, con mi pizquita de sana pedagogía que no lo ocasionará una catástrofe de la Naturaleza ni tampoco la tan socorrida inteligencia extraterrestre, sino que surgirá de sus propios inquilinos, seamos nosotros o nuestros descendientes. Así que, fiel a un estilo, después de mi breve alocución apocalíptica y de un intercambio de pareceres, improvisé el comienzo de un relato fantástico que ellos, los alumnos, deberán proseguir y culminar, para leerlo en el aula (si la profecía no se cumple, entiéndase) en la segunda semana de enero; y aquí lo rescato para que no se nos olvide:
“Había pasado una jornada intranquila, presa de un sopor inusual, y cuando por la noche me metí en la cama tardé un buen rato en conciliar el sueño. Recuerdo el mes -diciembre- y recuerdo el año -2012-; pero recuerdo sobre todo que para el día siguiente estaba anunciado el fin del mundo” […].

martes, 18 de diciembre de 2012

YO Y EL UNIVERSO

En el margen superior derecho de la página de Sociedad, apartado Astronomía (en un recorte que le arrebaté al diario, no sé a cuál, y que llevo en el bolsillo de la chaqueta un par de semanas o un par de meses), releo en su modestísima tipografía este titular de repercusiones imprevisibles: “Ha sido descubierta una ‘supertierra’ que podría ser habitable”. De ser cierto el anuncio, se me antoja que podría venir en portada y ser la gran noticia del día, qué digo del día, es acaso la noticia de mayor trascendencia cósmica que el Hombre haya podido conocer en el último mes y en el último año, o incluso en lo que llevamos de milenio. Me deslizo hasta el desarrollo del cuerpo informativo (apenas dos nutridos periodos oracionales en su cuadradito de arriba, a la derecha) y mi pasmo y mi incredulidad aumentan por momentos: “Un equipo internacional de astrónomos ha descubierto un exoplaneta a solo 42 años luz de la Tierra, según un estudio que será publicado en Astronomy & Astrophysics. El astro está situado en una zona habitable, ni demasiado fría ni demasiado caliente, en la que sería posible el agua y una atmósfera estable”. ¡Un exoplaneta habitable a 42 años luz! No sé qué será un exoplaneta ni soy capaz de administrar en mi cerebro el abismo espacio-temporal que significan 42 años luz, pero me maravilla que un grupo humano haya acertado a mirar tan lejos. Supongo que me llamaría la atención y que por eso recorté con la mano la esquina de la página, a escondidas del dueño del bar, y que luego me indignaría con otros titulares más terrenales mientras apuraba mi tasa de café, sin reparar en la insalvable desproporción entre el Universo y yo, o viceversa.  

martes, 11 de diciembre de 2012

AHORA SÍ, TAL VEZ

Respecto de la obra hecha y acabada -a propósito, ¿quién se atreve a sancionar, en los dominios singulares del arte, que una obra es definitivamente hecha y acabada?-, veo próximo el momento tantas veces diferido de desprenderme de ella sin hacer cálculo alguno de rentabilidad literaria -a propósito, ¿qué es la rentabilidad literaria, qué clase de escritor planifica y negocia la emisión y recepción de sus palabras y universos?-. Ignoro en qué porcentaje me pudo el miedo o me cegó el orgullo, esas fuerzas siniestras que se alían contra el destino de las cosas y los hombres. Mas ahora, frente al lastre verdaderamente infinito -y ya, sin duda, yermo- de las sucesivas versiones -tantas que confunden la luz originaria en su espiral sin fin-, necesito ahora dar lo que engendré y fue mío y aún me pertenece, editarlo en suma, y aligerarme de su peso de lustros para seguir creciendo o, al menos, alimentando esta fe que es mi quimera. Lo veo tan próximo que casi lo palpo, y me deslumbra la fugacidad de su instante, y se me anticipa, ineludible, esa especie de la nostalgia que destella en la memoria con la ilusión de un recuerdo que todavía no es.

lunes, 3 de diciembre de 2012

IDA Y VUELTA

Encargué copia del mecanuscrito, agujereé y encuaderné sus páginas, lo introduje en un sobre. El mediodía soleado de noviembre me vio caminar por una calle tan larga como mis dudas y atravesar después un jardín frecuentado por los rostros de la inmigración; luego pasé sobre un puente que llaman de Los Peligros, me confundí en el bullicio peatonal del centro y dejé atrás la magnífica puerta principal de la institución. Conforme me aproximaba al edificio que pulió mis inquietudes, mientras subía la escalera exterior y oía tacones ajenos en el hall -así dice la cursilería anglófila-, tuve la certeza de estar repitiendo los gestos de una criatura de novela. Pregunté, se me informó. En una nota clavada en la pared certifiqué que la tutoría presencial de alumnos era, en efecto, a tal hora, pero aporreé hasta tres veces con los nudillos y no hubo nada. Aguardé de pie, con el sobre bajo el brazo, mirando el reloj que a su vez me miraba con su insistencia perpleja, reforzando la sensación de que esa misma escena ya me había sucedido antes, acaso en otras vidas, muchas veces. Quien se hacía esperar surgió de pronto, empequeñecido por su sabio maletín, avejentado por la rutina de los días. La mano floja que estreché fue tan solo el preludio de un saludo distante, de un reconocimiento en retirada. No hizo falta un minuto para que le hablase del volumen ni de las treinta y tres piezas que le dan cuerpo: el lejano profesor declinaba de entrada el propósito que me hubiera traído a su despacho y se excusaba penosamente con los múltiples compromisos de su cátedra, con la peligrosa columna de libros pendientes de lectura y recensión, con inexcusables razones de tiempo y de salud que yo comprendería. Por supuesto que comprendía. Volví al sol de noviembre respirando el imprevisto alivio de las contrariedades, emulando al personaje de un relato que se hubiese desprendido del peso de este trámite necesario, reforzado por un destino que prefiere que aún siga siendo el único que acaricie con mis dedos el retoño secreto, el fruto inédito de tantos desvelos y esperanzas.

martes, 27 de noviembre de 2012

MI FOBIA TECNÓFILA

Por mucho que reniegue de su faz demoníaca, uno ya no sabe cómo hacer para desembarazarse del acoso cotidiano de la tecnología digitalizada ni de la maravilla que la informa, de modo que a uno se le van imponiendo en las manos y en los bolsillos esos aparatos de última generación que primero lo cercan con el anzuelo de la novedad más apremiante y después lo seducen con el espejismo de su imprescindibilidad, para, al fin, colonizarlo, someterlo e idiotizarlo de manera irreversible, bajo el reclamo paulatino de su paradójica servidumbre. Dotados de una inercia irresistiblemente obscena, estos artilugios personales consiguen que olvidemos ese casi sosiego prehistórico que quienes peinamos canas nos prometíamos para las horas calmas de la edad madura; así que nos dejamos engatusar como niños mientras la yema imperiosa del índice se posa en su superficie apetecible y nos regalamos la mentira inmediata de su universo ilimitado y fascinante; y a cada momento nos dejamos llevar por la locura virtual y por la enredada estela de frivolidades que cobija; y con absoluta tiranía, sin que nos demos cuenta, se adueñan -acaso para siempre- de aquella porción de libertad que creíamos innegociable y que nunca sospechamos que pudiese estar en peligro.  

martes, 20 de noviembre de 2012

EN BUENA HORA

Hoy en día, el reloj ya no tiene la función primigenia de informar sobre las horas y minutos con un rápido movimiento de antebrazo. Hoy en día, con los teléfonos móviles y demás, el reloj se ha consagrado definitivamente como alhaja de marca cuyo cometido último no es ya seccionar el tiempo y medirlo, sino mostrarse en su engarce de pulsera y ostentar ante el mundo su valor material (esto es, su coste en moneda de uso) o su íntimo significado sentimental (que, con frecuencia, hemos de tasar también según su coste en moneda de uso). Hoy en día, cuando te regalan un reloj -contra lo que advirtió el cronopio fundador- ya no te regalan la necesidad de darle cuerda a diario para que siga siendo un reloj; pero sí que te regalan con él -como adivinó el mismo cronopio- el miedo de perderlo (no hay equivalencia probada entre perder el reloj y perder el tiempo, creo) o de que te lo roben (a mí, por ejemplo, me lo robaron en el vestuario de un gimnasio) o de que se te caiga al suelo y se rompa. Pero a Julio Cortázar se le pasó por alto que, junto a la obligación de mantenerlo en hora para que al menos parezca lo que es, con el reloj de hoy en día te regalan la fatiga que supone estar pendiente de los tradicionales adelanto y retraso que dictan las autoridades del continente, dos veces al año.
Durante casi un mes he llevado en la muñeca derecha un reloj, el mío, con una hora de menos. Al principio procuré sin éxito desplazar sus manecillas, lo volví a intentar más tarde, desesperé como solo desespera la ignorancia, y poco me faltó para servirme de la fuerza de mis dientes o de las rudas tenazas que obedecen a la maña de mi padre. Sabía que no podía ser tan complicado, y esa certidumbre me enfurecía más y más, al calor creciente de la impotencia. Pero oculté mi olímpica torpeza y aguanté en secreto el retraso constante de una hora, hora tras hora, desde hace casi un mes. Hasta que la otra tarde, cuando paseaba junto al escaparate de una relojería, engullí ese resto de orgullo que aún me poseía y me decidí a pedir ayuda. La amabilidad del técnico me explicó que había que desenroscar primero hacia atrás y luego extraer así la corona (¿dijo corona?), como siempre se ha hecho, y entonces deslizar las agujas así, empujar la corona (creo que sí, que dijo corona) para que recuperase su sitio y atornillarla de nuevo, hasta la próxima. En apenas un instante que para mí duró un mes, ya no eran las siete y dos, sino las seis y dos. Salí al trasiego de la calle con sensaciones rejuvenecidas.



jueves, 8 de noviembre de 2012

FLORES EN OTOÑO

Hay unos versos de Borges que la buena memoria me susurra ocasionalmente en la intimidad de mis paseos, sobre todo en días como el de ayer y en tardes plomizas como la de hoy: “La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado”. Pocas veces se habrá tropezado el lenguaje con una ristra de palabras que exprese con más tino eso que llamamos melancolía, y que tanto se asemeja al regazo cálido de un tiempo dichoso (dichoso porque no sabía que lo era). Ver la lluvia, su espectáculo benévolo, nos retrotrae a otras lluvias antiguas que en verdad son una y la misma, igual que el fuego que arde en la chimenea se nutre de todos los fuegos que nuestra inocencia vio arder y que siempre nos producen esa hipnosis lúcida del ánimo.
Es cierto que cuando éramos niños llovía de otro modo, con otra saña y acaso con otra voluntad. A veces, a finales del verano y comienzos del otoño, en aquel pueblo rodeado de montes, la lluvia venía a menudo acompañada de su arsenal de truenos y relámpagos, y mi madre se persignaba casi nerviosamente alegre mientras le rezaba su fe supersticiosa, con un murmullo mecánico, a Santa Bárbara bendita, la que en el cielo estaba escrita y no me acuerdo de más. Sin transición ponía en la sartén el aceite y los granos para hacer saltar las flores de maíz (nunca ha sabido o no ha querido nombrarlas palomitas, como en las películas de la tele) con azúcar, con tanta azúcar que se formaban enormes terrones de caramelo floreado. Entonces, apoyados en el alféizar del ventanuco más alto de la casa de la infancia, mi madre y yo nos íbamos comiendo la fuente de flores mientras contemplábamos los ríos de agua en los surcos del tejado de enfrente, sus chorros cayendo, precipitándose desde los diez o doce metros hasta esa calle por donde esporádicamente circulaba, sepultado por el ruido, el misterio de algún paraguas negro.

sábado, 3 de noviembre de 2012

DE MIS MUERTOS

Conforme pasa la vida, se va poblando también el álbum de las ausencias próximas; esto es, de los nombres y los rostros de quienes conocimos y estimamos y ahora duermen parte de su eternidad en algún recodo de nuestra memoria, de aquellos cuyo ser antiguo se nos evidencia de vez en cuando bajo la forma inspirada de un objeto, de una palabra o de una fecha, fieles protagonistas de la archiconocida anécdota familiar o de una simple invocación del subconsciente.
No soy amigo de visitar cementerios ni lugares de culto (templos, estadios, centros comerciales...), y tampoco me gustan las aglomeraciones que no sean reivindicativas de causas justas, así que estos días de necrofilia importada y de ostentación sepulcral me he limitado a poner en orden la secreta cronología de mis muertos.
Hay un dicho que señala a los que no tienen o no necesitan de ninguna abuela, porque ellos solos se arrojan las flores de la vanidad; y es el caso que, si me paro a pensarlo, hasta el día de hoy yo ya he despedido a cuatro, mejor aún: a cuatro abuelas y a tres abuelos. Alcancé a conocer a la abuela vieja, que era como llamábamos en mi casa a la bisabuela Juana, la que un día se hartó de su falsa dentadura y la tiró a un barranco, la que se fue centenaria, hacia 1987. A ella la siguieron, en hornada sucesiva, la mama Cruz, en realidad María Cruz, la más joven y la más vulnerable, en abril de 1995, cuando aún no había entrado en la octava década; el abuelo Pedro (junio de 1996), el papa Jesús (septiembre de 2003) y la abuela Salvadora (agosto de 2005), estos tres instalados en la longeva redondez de sus noventa años. También quiero añadir a una nonagenaria abuela Carmen, cuya sangre siempre amable y prudente no discurre por mis venas pero sí por la de mis hijos; y al tío Silvela, aquel solterón, cascarrabias pero agradecido, que negoció la buena amistad de mi padre para defenderse de la soledad y el rigor de sus últimos inviernos.
Tengo otros muertos, otras historias, como la de aquel primo Federico que halló la muerte dulce en el asiento de atrás de su coche, cuando aún no cumplía los veintisiete; como la de mi tío Jesús, que se extravió en la noche profunda de la esquizofrenia y en ella habitó durante más de cuatro décadas; como la de mi hermana sin nombre, la que llegó muerta cuando yo era un niño, y cuyo cuerpo minúsculo nunca hemos sabido en qué lugar exacto nos lo enterraron.

martes, 30 de octubre de 2012

¿DEMASIADO PERFECTO?

La escritura es una pugna, una lucha entre la idea y el instrumento, un continuo tira y afloja entre lo que se quiso escribir y lo que finalmente quedará escrito, tensión creativa que se tiende a conciliar para que sea el escritor quien salga victorioso; y he aquí el peligro más grande, porque tal victoria, a menudo, conduce al escritor a la complacencia, sin que haya entendido que quien de verdad ha de ganar ese pulso entre el pensamiento y el lenguaje no es él ni es su talento, sino la aventura cómplice del lector.
Escribo y reviso el párrafo previo con sensaciones enfrentadas, contradictorias, mientras rumio la especie de crítica que de estos retales hace -en privado, a través de un tercero- uno de sus últimos seguidores: "Está muy bien escrito, todo es perfecto, demasiado perfecto; tan perfecto que me acabo distanciando del impecable artificio de la perfección".

lunes, 29 de octubre de 2012

LA SUPREMA ELECCIÓN

Prosas apátridas, de Julio Ramón Ribeyro, fue mi primera lectura del último julio, como en el julio de 2011 lo había sido La tentación del fracaso. Aclaro que no elegí tal mes para conmemorar la mitad del nombre del autor peruano, amigo de Bryce Echenique y de Vargas Llosa, sino para festejar el mío propio: si los diarios los adquirí el 29 de junio bajo la excusa del santo Pedro, aquel me lo obsequiaron manos próximas justo un año después, bajo el signo propicio de la misma santidad.
En menos de una semana leí y subrayé, recreándome, los fragmentos más jugosos de Prosas apátridas, esos a los que volví anoche y a los que he sucumbido esta mañana para recuperar un estado de plenitud cómplice que, lo sé, solo alienta entre las pacientes tapas de algunos libros releídos. Así, podría citar ahora las reflexiones sobre el destino (números 81, 116 y 129) y la teoría del error inicial (4), o sobre lo fácil que resulta confundir la cultura con la erudición (21, 25), o sobre la distancia definitiva que cuando hablamos de mujeres otorga la conversación (53), o sobre la diferencia metafísica, o casi, entre quien viaja en el sentido de la marcha del tren y quien lo hace de espaldas a ella (52), o, en fin, sobre el defecto de la dispersión (92) y la dominación de los objetos (94), dos sensaciones que comparto fatalmente. Etcétera.
Pero, entre todos, hoy me apetece transcribir aquí el texto número 80, pues capta el que para mí fue y sigue siendo el gran dilema de la madurez. Atención: “A cierta edad, que varía según las personas pero que se sitúa hacia la cuarentena, la vida comienza a parecernos insulsa, lenta, estéril, sin atractivos, repetitiva, como si cada día no fuera sino el plagio del anterior. Algo en nosotros se ha apagado: entusiasmo, energía, capacidad de proyectar, espíritu de aventura o simplemente apetito de goce, de invención o de riesgo. Es el momento de hacer un alto, reconsiderarla bajo todos sus aspectos y tratar de sacar partido de sus flaquezas. Momento de suprema elección, pues se trata en realidad de escoger entre la sabiduría o la estupidez”.

viernes, 26 de octubre de 2012

LAS BALSICAS

Hay vocablos que terminan por imponerse a la realidad que refieren, nombres que respiran su ayer afianzados en algún lugar de nuestra memoria de adultos y que sobreviven al recuerdo con esa suerte de tenacidad que, desde el tapiz de la nostalgia, solo incumbe a los signos.
Por la ladera del cerro, siguiendo la empinada senda que bestias y hombres habían convertido en camino, los muchachos ascendíamos ese acantilado del vértigo y nos adentrábamos en el monte dejando el pueblo a nuestra espalda, de modo que, en menos de un cuarto de hora, situados a la altura que presagiaba en la distancia la torre del castillo, ingresábamos en aquel milagro de la naturaleza: un remanso de terreno alisado por el agua que las lluvias de entonces arrastraban.
Habíamos puesto un par de pedruscos en cada fondo, a manera de postes, y de vez en cuando les cogíamos las hoces a nuestros padres y segábamos los juncos que entorpecían el juego en el córner y en el lateral. Las líneas del campo apenas se intuían, salvo cuando le robábamos medio saco de yeso a cualquier vecino metido en obras; y en la primavera, con un poco de suerte, hasta podíamos deslizarnos por una alfombra irregular de hierbajos que a nosotros nos hacían la impresión del césped todavía incoloro del partido semanal que ofrecían en la tele. Nunca tuvimos el horizonte de un larguero para sancionar la belleza de los goles por la escuadra o para gozar el impacto seco en la madera; nunca fue posible el lujo de una red que amortiguase la dicha efectiva del disparo para no tener que aventurarnos al barranco en busca de la enésima pelota. Pero es allí, en aquel espacio remoto de la infancia, donde muchos de nosotros podríamos aún adivinar la magia indeleble de lo que probablemente fue el escenario del mejor de nuestros sueños.
Era salir del colegio, a las cinco, y dejar las carteras y subir corriendo a echarnos el partido, apurando hasta el último instante, cuando las luces de la tarde se iban diluyendo y había que regresar de nuevo, deprisa, casi a tientas, dejándonos caer por aquella senda tortuosa que al día siguiente nos volvería a llevar a Las Balsicas.


martes, 23 de octubre de 2012

MI PROPIO BARRO

Mucho de lo que golosamente uno ha ido bebiendo de tantas fuentes para hidratar su biografía narrativa (me refiero aquí, con sucesivo entusiasmo, a las lecturas de Juan, de Jorge Luis, de Antonio, de Miguel y de José, entre otros nombres menos memorables) se volvió a menudo contra la prosa genuina que uno hubiera querido para sí y para cimentar su obra, y ello, quizá, por culpa de esa irreprimida tendencia al mimetismo que, ahora me doy cuenta, lo mismo puede entenderse como facilidad y talento técnico que como lastre creativo. Si he reparado en ello es, creo, gracias a mi última predilección por Milan Kundera, cuyas novelas me contagian una suerte de liberación, formal e intelectual, que no me atrevo a desentrañar aquí y que de algún modo me tienta. Comprendo que ha llegado la hora de alejarme, de marcar distancias con aquel lector enfermizamente recurrente que fui o he sido, de desembarazarme del corsé de los modelos que tanto admiré y gocé para poder pisar, no sé si al fin, no sé si con definitiva entrega, la aventura de mi propio barro. Es necesario devolver a su altar a Rulfo, a Borges, a Muñoz Molina, a Espinosa y a Saramago (y a tantos otros menos memorables), y que la antigua obsesión que tantas veces los paseó en volandas deje ya de ser esta paradójica condena.

sábado, 20 de octubre de 2012

LA SUTIL DISTANCIA

Fue una conversación de trasnochada en la terraza del último verano. Yo procuraba razonar que no, que en cualquier obsequio que se deslice hacia un individuo que detente algún margen de poder alentará ineludiblemente la sombra del soborno, y que la voluntad de la ofrenda no puede ser otra que inclinar a su favor el celo de una determinada autoridad pública; así ocurre con el tradicional cesto de frutas del tiempo que aún se le reserva al médico de atención primaria, así también con el desayuno matutino o el café vespertino a los que siempre estará invitada la ancestral pareja de policía o de la guardia civil, así el cajón de vinos caros u otras delicatessen que seguirá almacenando en su despacho el concejalillo de esto o de lo otro.
Lo que pasa es que no sabes distinguir la sutil distancia entre lo que se entiende por soborno y lo que se llama regalo, aducían ellos, todos funcionarios como yo. Y añadían la sutileza de que el acto de obsequiar se ejerce sobre la persona, no sobre lo que la persona representa, y que lo que con ello se pretende es mostrarle gratitud por una acción ya consumada; mientras que el soborno nace deslegitimado, no solo por la categoría delictiva en que se reconoce, sino porque incluso en su desarrollo más ingenuo se anticipa a la arbitrariedad del trato favorable.
A mí, y a mi insignificante margen de poder como profesor de secundaria, me costaría mucho aceptar la prebenda -se entienda esta como obsequio o como quiera que se entienda- de unos padres o de un alumno individualizados, porque sé que en ese instante estaré poniendo un precio emotivo a mi honradez profesional y a mi humilde sentido de la justicia. 

miércoles, 17 de octubre de 2012

TEORÍA DEL FÁTUM RELATIVO

El niño percibe la desgracia desde una posición de presente, sin sobredimensionarla más allá de su instante o de los instantes sucesivos que la siguen, sin internarse aún en el laberinto del mañana. El adulto, en cambio, eleva rápidamente los reveses de la vida al rango de fatalidad, asentándose en un punto del tiempo que se expande en todas direcciones como un explosivo, sea para tratar de corregir el pasado a través de sus augurios, sea para someterse a un futuro que ya es sinónimo de destino aciago, de condena ineludible.

jueves, 11 de octubre de 2012

HAMLET

Si pensamos en ellos como mitos -me refiero a Ulises, a Don Quijote, a Fausto, a Don Juan...- es porque, en el transcurso de una sola vida, a la mayoría de nosotros nos es dada la oportunidad o sentimos la tentación, una vez al menos, de encarnarlos, de ver o hacer lo que vieron o hicieron, de ser los protagonistas fatales de su experiencia universal. Yo mismo soñé con la aventura de aquel Ulises, yo mismo fui Don Quijote entregándome al sueño imposible, yo mismo he tenido a menudo la tentación de un Fausto que vendía su alma a cualquier diablo; pero, sobre todo, durante un tiempo cayó sobre mi conciencia la tortura incalculable de aquel Hamlet paralizado por la indecisión. Y comprendí ya para siempre que, en los asuntos importantes, también la duda decide.

jueves, 4 de octubre de 2012

UNA FECHA Y UNA RELECTURA

La mañana del 4 de octubre, Gregorio Olías se levantó más temprano de lo habitual, y todo para que sus sueños aplazados y la caricia secreta del lector discurriesen sobre la superficie venturosa de medio millar de páginas atravesadas de renglones donde fructifican las palabras, una tras otra. Hoy yo me he levantado a la hora de todos los días con la prudente expectativa de un jueves cualquiera, cuando un inesperado resorte de la memoria me ha confirmado la coincidencia de fecha con aquel arranque de novela que se afianzó -la novela, no su arranque, que carece de alardes formales y de otros efectismos de captación- como sorpresa editorial española a principios del noventa: Juegos de la edad tardía. La leí con la morosidad de entonces, apurando cada sorbo, sin esas prisas propias del devorador de libros que nunca he sido, tasando el tesón necesario para ir construyendo un universo así desde la soledad y la incertidumbre del escritor novel; y constato que la emoción crítica que entonces me forjé y que algunas veces he convertido en materia reservada de tertulia continúa en mí intacta, imbuida de unas luces y de unas sombras sobre las que, sin embargo, prevalece una doble ración de gratitud por regalarme esa fábula que nadie resumió mejor que su autor: es la historia de dos Sanchos que conspiran para inventar un Quijote. Yo no sé imaginar a cuántos lectores de hoy se les ocurrirá revisitar las estanterías de aquel tiempo para saborear un buen manojo de libros que, como este, ya no están en boca de la actualidad más rabiosa, pero que forman parte indispensable de la memoria literaria de una o dos generaciones de lectores. Así que no solo me atrevo a recomendarlo con la inestimable excusa de la fecha, sino que voy a deslizarme de nuevo por sus párrafos para forjarme, veintidós años después, esa saludable segunda opinión que tanto bien hace a la Literatura.

martes, 2 de octubre de 2012

INEXORABLE


El futuro no es más que presente diferido; su reino se cifra en la paciencia de quien decide ir a su encuentro o en la resignación de quien simplemente se sienta a esperarlo, y en ambos casos se le revela sin fuegos de artificio, porque se le viene prometiendo desde que el tiempo es tiempo. Todo cuanto será, ya es, ya fue, verdad desnuda que advirtieron los antiguos, obviedad que esgrimimos los modernos para, tal vez, sentirnos aún parte de esta luz esencial que nos devora.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

EN LA SOMBRA (OTRO CURRÍCULUM)


PLM acudió al llamado de la musa y emborronó sus primeras rimas al filo de los quince. A los veinte completó La sonrisa del ahorcado, especie de nouvelle que un cuarto de siglo después da título a un manojo de cuentos. Poco después se atrevió con Descripción de la huida, doscientas páginas rechazadas por dos veces diez editores. En esos años conoció a Jorge Martínez de Paco, malogrado autor de El verdadero artista (seguido de un experimento), de Poemas a Lesbia y Poemas de la inercia, y de la novela El recodo perverso, todos bajo su custodia, todos inéditos. Como poeta, PLM no ha abandonado su ambicioso plan de ópera omnia, Presente sin fábula, que reúne hasta hoy una serie de títulos cuyos versos, en su mayor parte, no conocen más gloria que la que vive en la sombra: Geografía del origen, Poemas sin remedio, Materiales de construcción, Identidades, pertenencias, Después de aquel otoño, Memoria del Po, Primavera de signos, A quien conmigo va, Cuando el tiempo nos borre… En el camino fue perdiendo sucesivamente los premios Adonais, Hiperión y Loewe, Herralde, Nadal y Planeta, entre otros. Hace un par de inviernos, PLM echó el resto para terminar La novela de Turín, antiguo proyecto de ficción que también se ha topado, hasta el día de hoy, con la severa tradición del no, esto es, del “no entra dentro de nuestra línea editorial, lo cual no implica un juicio negativo de la obra”, etc. Tanta desventura, no obstante, lo ha bendecido con el tiempo y el aplomo que hacen falta para insistir periódicamente en las revisiones mejoradas de aquellos viejos proyectos, revisiones que ya se cuentan por decenas, y para poder recrearse y solazarse en el paradójico placer de la perfección, que no admite más fin que su propio espejismo.

lunes, 24 de septiembre de 2012

ARDUO EMPEÑO


Asumido que los asuntos de la vida me distraen de la literatura –y que una y otra se imantan, que no es posible su escisión a cualquier precio-, lo razonable es acertar a reubicar en el territorio de la ficción los asuntos de la cotidianeidad, esto es, dotar los quehaceres del día a día de un estatus literario con vocación programática, y así, poco a poco, con método, aprender a registrar notarialmente lo tedioso, lo efímero, barriendo siempre hacia el lugar inviolable de los signos, hacia la conciencia perdurable del símbolo.

viernes, 21 de septiembre de 2012

CONSEJO ENTRE PARÉNTESIS

Estamos de acuerdo en que para todo hay una primera vez, y esa primera vez suele asentarse en un lugar preferente de la memoria. La primera vez que supe del dicho "no es lo mismo predicar que dar trigo" fue en una carta manuscrita de un editor y escritor, o viceversa -Luis T. Bonmatí-, al que le remití unos cuentos que él tuvo a bien leer y comentarme con su grafía espantosa a vuelta de correo ordinario, porque en aquel entonces la comunicación electrónica estaba aún por instaurarse. Después han llovido los consejos, personales o no, bienintencionados o no, pero hay uno que me gusta recordar y que hice mío cuando se lo leí a José Saramago, verosímilmente en alguna página de sus Cuadernos de Lanzarote. El portugués irrepetible lo expresaba como la anécdota vivida en el coloquio desatado tras una conferencia, cuando un chico muy joven -tan joven como lo era yo cuando leí esos diarios- le pidió consejo para mejor sobrellevar las incertidumbres de su vocación literaria, y él le respondió con dos obviedades cuyas aclaraciones paradójicas, consolidadas entre sendos paréntesis, ilustran maravillosamente aquel dicho del trigo y del acto de predicar: "Mi consejo es que no tengas prisa (como si yo no la hubiera tenido) y que no pierdas el tiempo (como si yo no lo hubiera perdido)".

martes, 18 de septiembre de 2012

A ESTE LADO DEL TIEMPO

Los veo entrar enseñando el DNI con una mano, dejando caer sus mochilas en el lugar que se les indica, sentándose uno tras otro con obediencia nerviosa. Los veo ahí, concentrados en su ejercicio o mirando desganadamente la forja de cemento en las paredes austeras, o siguiendo los pasos de los profesores que atienden sus demandas o que simplemente los vigilan mientras acometen la escritura de su examen. Y de pronto caigo en la cuenta de que yo también enfrenté mi prueba de acceso a la universidad -entonces Selectividad, ahora PAU- un mes de septiembre -1985 el año-, porque en junio no había superado la asignatura de francés. Recuerdo que me desplacé a la capital la tarde anterior y que me acompañó un amigo de adolescencia y juventud -su nombre, Andrés-, y que solo después de consumir unas cuantas cervezas en la zona de más ambiente nos decidimos a buscar una habitación donde dormir esa noche, porque a las ocho de la mañana tenía que estar sentado en un pupitre universitario para realizar mi examen. Sí, tal era mi inconsciencia de aquella época, tal la ausencia de determinación para tasar la importancia de las cosas importantes, o de lo que hoy entiendo por cosas importantes desde la perspectiva que otorga el tiempo, pues está claro que de esa prueba pendía el grueso de aquel futuro que ya es pretérito, y, en buena medida, la sarta de circunstancias y de azares que me han traído hoy a gobernar este aula ocupada por esta otra generación. Los veo ahí y percibo en sus miradas y en sus gestos un cierto desapego, casi desdén por cuanto esté por venir, algo así como un rescoldo de aquella levedad mía, y los envidio por ello, sí, los envidio porque todavía saben existir en un tiempo dichoso que no se afana en sancionar qué es y qué no es lo importante desde su insaciable vocación de perspectiva.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

DUALIDAD FUNDAMENTAL

He aquí una dualidad fundamental, sobre todo si se habla de arte: lo que eleva el espíritu, frente a lo que lo ensombrece o lo rebaja o lo degrada o simplemente lo entretiene o lo distrae de lo que de verdad importa. ¿Que qué es lo que de verdad importa? Nadie lo sabe, pero muchos intuimos que tal vez se sustente en cuanto satisface la conciencia de humanidad de cada uno.

lunes, 10 de septiembre de 2012

CARAMELITO ENVENENADO

Yo ya no sé si son los árboles los que nos impiden ver el bosque o si es el bosque el que no nos deja ver los árboles.
Después de vilipendiar públicamente a maestros y a profesores y de haberlos colocado -a ellos y, de resultas, a la enseñanza pública en general- en el disparadero de la frustración y de la mezquindad, después de sacrificar más de novecientas vocaciones bajo la socorrida excusa del ahorro, ahora las autoridades educativas de la Región de Murcia se yerguen sobre la confusión y se regocijan en el cabreo sacándose de la manga unos pomposos planes para la mejora del éxito escolar -ja, ja, ja- que, mira por dónde, vienen acompañados de la bonita cifra de un millón de euros -sic: un millón de euros- a repartir entre los centros cuyos profesores se adhieran a la novedad, previo compromiso -¿...?- de maquillar los resultados.
Me parece un alto ejercicio de cinismo -¿sin precedentes?; qué va, por desgracia abundan los precedentes- que desde los despachos que anuncian la inevitabilidad de los recortes y el aumento de la ratio por aula y otras bendiciones políticas, esas que ya sufren las próximas generaciones y que hipotecará por unas cuantas décadas a toda la sociedad, vengan a dispensar en el primer claustro del curso este caramelito envenenado. Y lo más triste: que muchos de los compañeros que tanto se quejan en los pasillos ya lo estén apeteciendo en sus manos y en sus bocas.

viernes, 7 de septiembre de 2012

LA GALLINA NECIA

Como una gallina necia que empolla incansable sus huevos sin resignarse a que rompan el cascarón y ofrezcan sus virtudes o sus flaquezas a la luz del mundo: así me contemplo a veces frente a mis inéditos, calentando en secreto esas páginas mías sumergidas eternamente en el dulce océano de las promesas postergadas, esas que no saben o no quieren cumplirse.

jueves, 6 de septiembre de 2012

HASTA NUNCA

Érase una vez un universitario a quien sus padres le abrieron una cuenta en una caja de ahorros. Pasado el tiempo, aquel joven accedió a un puesto de trabajo y a una nómina que se ingresaba mensualmente en aquella cuenta. Después tuvo a bien adquirir una tarjeta para usarla en el cajero sin mayores trámites, y solo muy de tarde en tarde la utilizaba también para pagar en los comercios. Como el ahorro crecía, la entidad le ofreció reiteradas ofertas para ganar dinero con su dinero, invirtiendo en determinados productos carentes de cualquier riesgo, porque hay que aclarar que este cliente no sabe ni quiere especular con su dinero, sino apenas que se lo guarden y que no le causen molestias; así que apartó una suma y autorizó el compromiso de que se la gestionaran durante dieciocho meses. En ese intervalo, la caja hizo aguas, saltó a la prensa el escándalo de las comisiones millonarias que sus jefes se otorgaban y fue intervenida por el Estado, y luego milagrosamente adquirida por otra entidad más saneada. A todo esto, cada tres meses el titular de la cuenta tenía que acudir a su oficina, y no a otra, para pelear la devolución de esas otras comisiones, las que ellos llaman de mantenimiento; en un arranque de orgullo decidió retirar la domiciliación de la nómina y prescindir de la tarjeta. Al poco le dijeron que ya solo podían repararle la mitad de la comisión trimestral, y al cabo estos señores de la usura le negaron incluso esa mísera mitad con el sólido argumento de que la suma que había comprometido a dieciocho meses estaba a punto de vencer y tenían que esperar a ver qué hacía con ese dinero. El compromiso venció, y el mismo día lo telefoneó la cordialidad falsaria del director para recordarle el evento y, de paso, sugerirle nuevas opciones para su capital. El cliente le respondió que la única opción que contemplaba, después de veinticinco años de fidelidad y dieciocho de ellos con nómina, era coger sus ahorros y salir huyendo y no mirar atrás. El jueves 6 de septiembre de 2012 ordenó la cancelación definitiva, frente al servilismo asustadizo de un viejo empleado que casi le dio pena cuando le reclamó la parte proporcional de la comisión, unos seis euros. Tenía previsto despedirse de él y de la casa con las dos palabras que abren este desahogo, pero en el último momento lo ha ganado el decoro y una especie de felicidad en las vísceras: ¡que tenga usted un buen día!

martes, 4 de septiembre de 2012

PAÍS DE VERGÜENZA

Hace cincuenta años, mi padre arrastraba su pesado maletón por estaciones de ferrocarril hasta completar un periplo de más de veinticuatro horas y pisar el andén de su última parada, la de Beziers, en el país vecino. (Antes había dilapidado dieciséis meses consecutivos de su vigorosa juventud -renunció a los permisos, que hubieran significado más gastos para la familia- en un destacamento militar del norte de África, periodo de servicio a la patria que los reclutas de aquella España asumían con resignación o rehenes de una triste propaganda heroica). Después volvió a su tierra para casarse con mi madre, y juntos recorrieron las mismas estaciones para acabar en aquel pueblo abastecido de emigrantes españoles, Saint-Thibèry, y trabajar en las tareas agrícolas que les asignaba el patrón de la finca. Allá permanecieron cerca de tres inviernos, felices de su bonanza pero nostálgicos de los suyos, ahorrando para comprar una casa, para montar un bar, para alumbrar las criaturas de un hogar futuro. Así fue la historia, así me la cuentan. Al cabo de varias décadas tramitaron unos papeles en los que no confiaban y el gobierno del país vecino les otorgó una pequeña pensión, verdaderamente más simbólica que material -no alcanza los cien euros-, un complemento que sus manos septuagenarias reciben mes a mes con orgullo retroactivo, y que los invita a evocar con inusitada gratitud las virtudes de aquel país vecino que alguna vez les ofreció lo que el suyo les negaba.
Ayer, miles de personas residentes en España se acercaban a los mostradores de los ambulatorios para informarse del trato que recibirán en caso probable de enfermedad, personas con patologías imperiosas o con simples resfriados y gripes o con hijos menores a su cargo, personas que soñaron un país para progresar y que ahora son invitadas a volver al suyo de origen desde la sonrisa cínica de cualquier patán electo, personas en cuyos rostros más extranjeros que nunca se advertía ayer la terrible indefensión de los débiles, la dignidad vulnerada, la injusticia más elemental, e imaginaba yo el cuerpo vigoroso y la incertidumbre secreta de mi padre mientras arrastraba por primera vez, sin destino fijo pero ebrio de proyectos, su pesado maletón, hace cincuenta años.
Hoy no puedo remediarlo: me avergüenza este país, la madeja de despropósitos en la que poco a poco se nos va enredando.

lunes, 3 de septiembre de 2012

NUEVA ENTREGA

“Lo que puedes hacer, o has soñado que podrías hacer, debes comenzarlo. La osadía lleva en sí el genio, el poder y la magia”.

Verosímilmente adjudicada a J. W. Goethe, la cita la intercepté este verano en un sobrecito de azúcar moreno que tomé al azar, entre otros muchos jalonados con textos tanto o más ilustres, y que diluí en mi taza de café, sentado en el comedor de un hotel de la costa de Almería. Entonces, la pereza o la falta de estímulo la dejaron pasar con un gesto de suficiencia mientras movía la cucharilla; pero hoy, ahora, la quiero digna de alentar este inesperado regreso al ritual de las palabras inmediatas.

jueves, 7 de junio de 2012

SALIR DEL ASOMBRO

Ojeo y hojeo los titulares y las páginas de los diarios, oigo y escucho el vocerío que autoriza la democrática falacia en el universo masmediático, y se me remueve por dentro ese hastío visceral -esa indignación sin alas, ese silencio al acecho- que crece al ritmo vertiginoso de las peores previsiones macroeconómicas. Pero hay un instante de tregua en que la pereza que me invade saca fuerzas de no se sabe dónde y busca unas pocas palabras que puedan dar voz a la perplejidad, que me reconcilien con mis convicciones tratando de encontrar sentido y luz, o acaso un breve rastro de inteligencia en la tromba de despropósitos que el poder y su alargada sombra siembra cada día en las cloacas de la actualidad. Me arrepiento de no haber anotado en las últimas semanas y meses esas afirmaciones de risa, esos comentarios de circo, esas contradicciones absolutas en que incurren los que gobiernan nuestro devenir de ciudadanos anónimos. Muchas veces no doy crédito, y otras razono para mí que la próxima estupidez no puede llegar tan lejos como esta, que es imposible; pero me equivoco, sé que ya mismo hay alguien desmintiendo mi asombro, y que esta tarde lo escucharé en los medios, y que mañana lo leeré en los titulares de los diarios como si fuera lo más normal del mundo. Os pido disculpas por los amplios intervalos, por los paréntesis que últimamente engarzan el collar de estos retales: para mí es tan difícil salir del asombro...

miércoles, 16 de mayo de 2012

EL DESTINO TE ENCONTRARÁ

El cuento se titulaba -aún se titula- Ser otro, y constituía la declaración arrebatada de un recluta que, infeliz con su destino, decide cometer una atrocidad capital en la persona de su comandante, para así rebelarse contra ese destino que se le impone, disparate que lo conduce a una condena rigurosa y que, obviamente, no lo resarce de ningún destino, sino que afianza el suyo propio, que no podía ser otro que pretender modificarlo para terminar asumiéndolo.
(Ahora, al verter aquí la síntesis de aquel folio y medio que da cuenta de una de mis más antiguas ficciones de juventud, comprendo que se trata de una versión inopinada de la historia del criado del rico mercader que vio a la Muerte y al que la Muerte le hizo un gesto, una señal. Yo entonces desconocía ese relato, lo que confirma el rumor de que la musa es promiscua y caprichosa).
Para dignificar mi invención, quise poner arriba, a la derecha del folio, una cita de autoridad, y di con esa frase o sentencia que ha poco había hallado en una novela cuyo protagonista, agonizante, va evocando episodios cruciales de su vida con una densidad lírica (¿y erótica?) que yo aún ignoraba en los dominios de la prosa. Recuerdo haberle recitado fragmentos de entusiasmo a una novia de la que no he vuelto a saber nada.
"El destino te encontrará", dice o piensa Artemio Cruz, y hoy me apetece que su luminosa voz se eleve sobre la noticia de la muerte de Carlos Fuentes.

lunes, 14 de mayo de 2012

CÓMO COMPRENDO A FLAUBERT

Sí, cómo comprendo a Flaubert, y cuánto me identifico con la actitud cabal, sin dobleces, que registra en cada una de sus cartas personales.

Más allá de sus opiniones sobre arte y vida, sobre genio y talento, sobre perseverancia y orgullo, sobre crítica y público, percibo en la atalaya de su fe la autenticidad única de quien vuelca todo el ser en la verdad innegociable de su objetivo: “es por la aspiración por lo que valemos algo: un alma se mide por la dimensión de su deseo, igual que las catedrales se juzgan por la altura de sus campanarios”.

Me sorprende y me subyuga, tal como si me hubiera sido arrebatada de mi alforja anacrónica, la liberadora tentación de no publicar nada hasta después de los cincuenta -“cuando se tiene alguna valía, buscar el éxito es malograrse sin motivo, quizá sea perderse por completo”-, o la firme negativa a que alguna vez ilustren cualquiera de sus libros -“porque la más bella descripción literaria es devorada por el dibujo más pobre”-, o la tranquilidad de su conciencia por no tener que dilapidar energías en agradar a los lectores de periódicos, pese a lo mucho que esto le cuesta a su bolsillo.

Su posición estética carga a veces contra autores incontestables de su tiempo, como Alejandro Dumas -“¿De dónde proviene el éxito extraordinario de sus novelas? De que para leerlas no hace falta iniciación ninguna, y de que la acción es divertida: la gente se distrae mientras las lee. Luego, acabado el libro, como no queda impresión y todo ha pasado como el agua clara, uno vuelve a sus asuntos. ¡Encantador!”-, como Stendhal -“Rojo y Negro la encuentro mal escrita e incomprensible en cuanto a caracteres e intención. Sé bien que las personas de buen gusto no comparten mi criterio, pero es sabido que las gentes de buen gusto son también una casta curiosa; tienen sus propios santos, que nadie conoce”-, como el avejentado Victor Hugo de Los miserables -“Nuestro dios desciende. No he visto en este libro ni verdad ni grandeza, y, en lo que al estilo se refiere, me parece intencionadamente incorrecto y vulgar. Es una manera de halagar lo popular”.

En efecto, es en la apología del estilo y de la forma, que para él se traduce en método, que para él lo es todo, donde puedo advertir a cada instante la caricia fraterna de su voz, susurrándome al oído la licitud definitiva de aquel milagro que yo mismo negocié tantas veces desde mi humilde chabola de aprendiz. “¡Felices aquellos que han nacido sin el deseo de perfección!”, exclama él, convencido de que esa lúgubre disposición es suficiente para envenenar la vida del artista. Sin embargo, en otra parte se justifica y nos justifica de paso a todos los demás: “Los genios no necesitan preocuparse por el estilo; son fuertes pese a todos los defectos, incluso lo son gracias a ellos; mas nosotros, los pequeños, solo valemos por la ejecución acabada”. Está claro que donde escasea la forma tampoco resplandece la idea, y que buscar la una es lo mismo que buscar la otra, pues “son tan inseparables como la sustancia y el color, y por eso el Arte es la Verdad misma”.

Avanzo en su avalancha de razones estéticas desde la renovada entrega de un discípulo que de repente se alimenta gustosamente de las flaquezas del maestro, hábito de incertidumbres que sin duda lo engrandecen. Admite Flaubert, por ejemplo, las angustias de la corrección: “escribo tan lentamente que todo se sostiene, pero cuando altero una palabra, a veces hay que cambiar varias páginas. […]. Cuando descubro una mala asonancia o una repetición en alguna de mis frases, sé cierto que me he enredado en algo falso. A fuerza de buscar, doy con la expresión justa, que era la única y que al mismo tiempo es la armoniosa. La palabra nunca falta cuando se posee la idea”. O bien cuando, a propósito de su Madame Bovary, comprende que “cada párrafo es bueno en sí, y hay páginas perfectas, estoy seguro. Pero precisamente por eso no funciona. Son una serie de párrafos redondeados, completos, que no avanzan con fluidez. Va a ser necesario desatornillarlos, aflojar las junturas, como se hace con los mástiles de los navíos cuando se quiere que las velas cojan más viento”. ¡En cuántas ocasiones me habrá asaltado la misma sospecha, emborronando mis cuartillas o malhumorado frente a la pantalla!

No me resisto a transcribir una anécdota que me ha encantado: es cuando alguien le pide que en la Bovary cambie el nombre del diario, de manera que en lugar de Le Journal de Rouen ponga Le Progressif de Rouen, para corresponder a la muy elogiosa publicidad que ayer le hicieron de la novela. Pero él se resiste con reservas de estilo: “¡Queda tan bien Le Journal de Rouen! ¿Resultará peor en París y Le Progressif causará el mismo efecto? La incertidumbre me devora, no sé qué hacer. Me parece que, si cedo, cometo un grave error, porque tan simple cambio va a distorsionar el ritmo de mis pobres frases, desde la primera hasta la última”.

Cómo lo comprendo a usted, monsieur Flaubert…

viernes, 4 de mayo de 2012

UN SIMPLE FUNCIONARIO

Me formé en las instalaciones de un par de colegios públicos y todavía sé recordar los nombres sucesivos de aquellos maestros que en mi gratitud retrospectiva nunca perderán su don: doña Socorro, don Jesús Alberto, doña Virtudes, don Antonio, don Eugenio, don Juan Pascual, doña Noli, don Antonio, don Jesús, doña Juana, don Miguel, don Luis...
Completé mi periplo de cuatro años en las improvisadas aulas de un instituto -también público- que en aquel entonces no disponía de un edificio de referencia; de ahí que los futuros bachilleres acuñáramos la verdad irrevocable de que nuestro pasillo era, en efecto, el más generoso de los pasillos de instituto de España, pues ocupaba el largo y el ancho de la calle Mayor del pueblo.
Enseguida hice mi maleta para matricularme en una universidad -también pública-, y con el tesón inquebrantable de los padres y el beneficio renovado de una exigua beca del Estado, estudié las veinticinco asignaturas para ser filólogo. Luego, un poco por vocación y otro poco por orgullo, pero sobre todo porque me arrastraba la inercia de las cosas, quise emprender una tesis, y al cabo de una década gané el título de doctor.
Durante unos cuantos cursos me esforcé en ser profesor de lengua y de literatura, y modestamente creo que dos o tres docenas de alumnos podrían certificar que, al menos con ellos, lo logré. Poco a poco, las instituciones educativas y la propia vida me convencieron de que la palabra profesor devenía en una quimera quijotesca, había perdido su sentido originario, así que casi sin darme cuenta mis iniciales convicciones mutaron en la nueva especie del docente a secas, después me etiquetaron de educador, luego he sido aprendiz de psicólogo, y al cabo he adoptado diferentes formas, como guardián de pasillos, vigilante de recreos y juez instructor de expedientes por indisciplina.
Sé de buena tinta que mi destino, a partir de septiembre, es someterme a la estupidez que nos rige para aprender a ser un simple funcionario.

lunes, 23 de abril de 2012

APUNTE OLVIDADO PARA UN RELATO NUNCA ESCRITO


Primeras horas de la mañana. El joven acaba de dejar a su hija a la entrada del colegio y se dispone a cruzar por el paso de peatones que hay justo frente a la puerta. El sol destella en ráfagas infernales. Al otro lado de las rayas de cebra, un hombre de aspecto desvalido que duda desde detrás de sus gafas oscuras. Con el bastón en alto, señalando desde lejos, el ciego pregunta si está abierto. La respuesta del joven es que sí, que está abierto, y sus sombras se encuentran y se separan en un punto en medio del asfalto. Entonces, antes de alcanzar la acera, el joven escucha un frenazo a su espalda, seguido de un golpe seco y de un silencio atroz. Vuelve el rostro y ve al hombre de las gafas oscuras tirado en el suelo, encogido como un perro al que le acaban de dar una patada. Entre tanto, el conductor ya ha bajado de su coche señalando al verde exculpatorio del semáforo, y un grupo de curiosos observa la escena sin atreverse a participar. Cuando el joven vuelve sobre sus pasos y se acerca con ánimo de socorrer, no comprende las palabras de odio, los insultos inequívocamente dirigidos a él por ese hombre cuyo bastón apalea el aire mientras lo acusa y lo amenaza. Ahora los curiosos se confabulan para mirarlo con todo su desprecio, a la espera de un guardia que venga a aclarar lo sucedido.

lunes, 9 de abril de 2012

ARTE DE INSOLENCIA

Hace unas cuantas noches me sorprendió un recital de poemas en una clásica cafetería del centro de Murcia. Mientras consumía mi cerveza, una punzada de vértigo me recordó que veinte años atrás yo también me asomé a ese mismo púlpito, convocado para protagonizar una lectura colectiva a la que asistieron dos oyentes ilustres: Paco Brines y el de Villena. Así que me dispuse a escuchar la novedad sin moverme de mi hueco en la barra, tristemente emparedado entre otros degustadores de palabras que, se notaba a la legua, habían venido aposta. Tras varios avisos, una chica bien instalada en la veintena agarró el micrófono sin reprimir una comparación soez y empezó a leer los versos de su libro -para bien o para mal, ni supe entonces ni he averiguado después la referencia del libro ni la identidad de la autora-, y a fe que lo hacía con calculado efectismo, anudando continuos comentarios triviales y gracietas de primerizo, en fin, esos chistes fáciles que sin embargo consiguen desatar la sonrisa cómplice o la carcajada impúdica de sus allegados allí presentes; incluso, noté con cierta desazón que se permitía interrumpir cada poema y adornarlo con flagrantes digresiones, todo ello para revelarle al auditorio pormenores al parecer ineludibles y otros secretos de fabricación que no podía callarse ya que se le daba la oportunidad única de contarlo. Me avergoncé de que veinte años atrás a mí también me hubiera tentado la insolencia verbal, la posibilidad de esgrimir una actitud frívola a expensas de lo que, paradójicamente, más me importaba: la Poesía. Ni que añadir que los versos de la muchacha contenían un porcentaje generoso de la forma infinitiva follar, lo que atribuí a la influencia directísima del novísimo poeta del que nació paisana, creí entender. La concurrencia aplaudió a rabiar, y hasta se disputó un inédito y un bis.

miércoles, 4 de abril de 2012

PASO LAS HORAS

Paso las horas rodeado de libros ajenos, acechando las pistas de una vocación que alguna vez quise conciliar con un talento, persiguiendo la cola de intuiciones fugaces que, con suerte, se agotan en una sola línea o en un párrafo inconcluso, pues enseguida me abandono a la contemplación pasiva o me sumerjo en un sopor indominable, aliado de la pereza, cómplice del sueño.
Nada abruma tanto como recobrar la certidumbre de la propia limitación intelectual: este continuo deambular abotargado y estéril, esta creciente desconfianza en la viabilidad de los proyectos tanto tiempo alimentados en secreto, esta espesura de ideas que llegan torpes y que van languideciendo en su misma nadería, sedimentos fatuos que se pierden sin el pretendido molde de un discurso, de una nota, de un signo. Nada es tan hostil a la conciencia creativa como la sospecha de que nunca será digna de alumbrar una gran obra.
Y entonces abro la primera página y, como una sentencia ya ineludible, leo que sobre nosotros ha caído "la más profunda y mortal de las sequías de los siglos: la del conocimiento íntimo de la vacuidad de todos los esfuerzos y de la vanidad de todos los propósitos". Pertenece a La educación del estoico, uno de los escritos póstumos de Fernando Pessoa, atribuido en este caso al Barón de Teive, un heterónimo que le nació suicida.
Seis paginas después: "Aún me atormenta perder una idea, que se me escape de la memoria una frase pendiente de escribir, no retener un punto de vista. Sé muy bien que muchas veces no conseguiría dar un cuerpo real a esos esbozos. Pero existen unos celos de mí mismo, una avaricia de lo abstracto, y he notado que la avaricia y el espíritu de venganza, tal vez por ser dos formas de mezquindad, tienen parentesco y sangre comunes".
Y el colofón a mis tormentos: "El escrúpulo de la precisión, la intensidad del esfuerzo para ser perfecto, lejos de ser estímulos para actuar, son facultades íntimas para el abandono. Más vale soñar que ser. ¡Es tan fácil verlo todo conseguido en el sueño!"
Luego he sesteado cerca de una hora en el sofá.

lunes, 2 de abril de 2012

PARA CITAR A BARTHES


Son frases que subrayé sobre papel de fotocopia en mi lustro universitario (1985-1990) y que de vez en cuando ojeo y releo, saltando de cita en cita, con un resto creciente de melancolía que ya destrona a cualquier nostalgia:

“Todo lo que está anotado es, por definición, notable”.
“Leer es nombrar; escuchar no solo es percibir un lenguaje, sino también construirlo”.
“Funcionalmente, la estructura del relato tiene forma de fuga: por esto el relato se sostiene a la vez que se prolonga”.
“Hoy, escribir no es contar, sino decir que se cuenta, y remitir todo el referente”.
“El suspense atrapa por el ingenio, no por la emoción”.

De Introducción al análisis estructural de los relatos

“Lo que no se tolera es que el lenguaje pueda hablar del lenguaje”.
“Porque escribir es ya organizar el mundo, es ya pensar”.
“Un escritor tiene más obligaciones con una palabra que es su verdad que con el crítico de La Nation Française o de Le Monde”.
“A propósito de la literatura, di que es literatura”.
“Es escritor aquel para quien el lenguaje crea un problema, aquel que siente su profundidad, no su instrumentalidad o su belleza”.
“Los delirios de hoy son a veces las verdades de mañana”.
“Lo que arrastra consigo el símbolo es la necesidad de designar incansablemente la nada del yo que soy”.
“La crítica no es una traducción, sino una perífrasis”.
“Ahora bien, escribir es, en cierto modo, fracturar el mundo (el libro) y rehacerlo”.

De Crítica y verdad

jueves, 22 de marzo de 2012

MEDIA VIDA EN UN LÁPIZ

Desperté en medio de la noche de la manera más natural, sin el zarandeo de una pesadilla, sin sudores ni espasmos, sin urgencias fisiológicas, sin ninguna preocupación aparente. Los cuatro dígitos en la pantalla del móvil confirmaron que podía seguir durmiendo dos horas más antes de que se activara la alarma. Procuré abandonarme de nuevo, no pensar, zambullirme en la textura del descanso. Pero entonces, en una fracción de segundo, se me insinuó la duda y detrás la sospecha, y con ella esa especie de corriente ajena que nos toma en volandas y averigua por nosotros lo que a nosotros solos no se nos hubiera ocurrido dudar ni sospechar. Me incorporé con sigilo, buscando a tientas las zapatillas. Miré en el interior de la chaqueta, que es donde suelo echármelo, y una punzada en el pecho me ratificó su ausencia. Después hurgué en el maletín del portátil, a sabiendas de que yo nunca lo hubiera puesto ahí, o no al menos conscientemente. Por último revolví la mesa del escritorio y la estantería, y luego retorné a la cama para ya no dormir.
El lunes a primera hora inspeccioné bien los cuatro ordenadores de la sala de profesores, barrí sus aledaños, me arrodillé bajo las mesas, eché un vistazo al fondo de las papeleras vacías. Nada. Impotente, abrumado por la evidencia, no tuve mejor idea que clavar en la pared un anuncio que resultase simpático sin obviar la gravedad: "Se me ha extraviado el lápiz pendrive que olvidé sobre la mesa de ordenadores de esta sala, y es posible que alguien lo haya cogido por error, creyéndolo suyo. Es de color gris plateado, con una cinta para colgárselo, muy dócil. Como comprenderéis, se ha llevado consigo parte de mí y me es muy difícil imaginar mi vida sin él. Se gratificará cualquier información. Gracias".
Ha transcurrido más de una semana, y nada: nada de nada. ¿Puede ser que se lo apropiara un alumno, que lo barriera el personal de limpieza, que se me cayera en la calle, que lo hayan arrastrado las últimas lluvias? Lo que más me agobió al principio y ahora casi adopta el rictus de la resignación es que en ese objeto menudo tenía grabada mi obra inédita completa, todo, alrededor de veinte años de desvelos literarios en la sombra, a saber: todos mis cuentos y todos mis poemas, el vasto proyecto de un autor apócrifo, una novela, varias ideas para otras... Por supuesto, era solo una copia de seguridad, aparte de que el ochenta por ciento de todos esos materiales definitivos o en trámite de serlo están convenientemente registrados. Pero, ¿quién sopesa mi incertidumbre? Me pregunto con qué manos se habrá topado, y me pregunto si el dueño de esas manos tendrá ganas de leerlo, si sabrá valorar su contenido, si caerá tal vez en la tentación de utilizarlo. Me pregunto si merecerán la pena todas estas preguntas.

domingo, 18 de marzo de 2012

UN CLÁSICO

El anecdotario de la literatura afirma que Stendhal tardó 53 días en redactar La Cartuja de Parma, un clásico. Pero pronto hará todo ese tiempo -más de mes y medio- que empecé a recorrer los renglones del volumen y todavía no he alcanzado la mitad de los capítulos. ¿Mi culpa? Qué ingrato leer para sentirse culpable... Las primeras cincuenta páginas no consiguieron atrapar mi atención; las cincuenta que seguían me convencieron de que la peripecia del protagonista me dejaba indiferente, o casi; antes de alcanzar las doscientas, me repito que solo el prestigio de su autor y la sancionada clasicidad de la obra son las razones que me sostienen en el arduo empeño de la lectura. Yo no sé si las páginas que siguen rebatirán el creciente hastío que supone para mí transitar por un folletín decimonónico cuyo afán de digresión y cuyo caudal de personajes accesorios casi me exaspera. ¿Es tanta la diferencia de calidad literaria entre este novelón indiscutido y otros mamotretos de la época que no disfrutaron ni disfrutan de la etiqueta Stendhal que a este consagra? Qué sé yo... La reflexión me devuelve al viejo debate sobre el prejuicio de los clásicos, y me reafirma en la antigua convicción de que los libros deberían editarse lo más desnudos que se pueda, prescindiendo de todo aval que no se sostenga únicamente en la ristra de palabras que les da su ser, desde la primera hasta la última, porque solo así prevalecería el sentido crítico originario. Pero ya sé que mi propuesta es inadmisible, la vergonzante quimera de un lector lentísimo que no sabe degustar un clásico.

jueves, 8 de marzo de 2012

RASTRO DE MÍ

En la encrucijada de la adolescencia, ningún deseo me perteneció con tanto ímpetu como abandonar la casa de los padres para dejar atrás el pueblo, y con él todas sus estrecheces, todas sus miserias. Asediado por la rutina de los días y por el ciclo triste de las estaciones, aquel muchacho se sabía derrotado de antemano por la inminencia de su destino. Escribí mis primeros poemas mientras buscaba refugio en la nostalgia de la imposible privacidad. Me pesaba en las alas el plomo herido de la repetición, el filo dentado de una trasnochada interminable. Agonicé en la certeza de que en aquel escenario nadie entendería nunca la singularidad de mis afectos ni el tamaño de mis ambiciones. Sin embargo, una fe ciega de búsquedas me abrió de par en par las puertas de la vida, y, alentado por aquellos padres, me instalé en una ciudad ni grande ni pequeña, y en sus aulas matriculé casi todas mis expectativas de presente y colonicé poco a poco los espacios y calculé estrategias para seducir al porvenir... Hoy lo recuerdo como si hablara de otra persona, y solo en el rastro inevitable que dibujan mis propios versos y los versos de otros, en el que restauran mis propios renglones y los renglones de otros, hallo el hilo conductor de tantas idas y venidas, de tantos caminos abiertos y de tantos callejones sin salida, de tantos palos de ciego hasta llegar a mí mismo, a mis alrededores. Presiento que cada vez estoy más cerca.

miércoles, 7 de marzo de 2012

PROEZA

Proeza es una de esas palabras que se paladean sin que uno sepa bien por qué, como asterisco y lapislázuli, como disuasorio y zalamero. Alguna vez encontraré tiempo para confeccionar mi pequeño diccionario íntimo, en el que deslizaré los pormenores más inconfesables de mi relación con las palabras y el significado subjetivo que me merece cada una. Hacía semanas o meses que no reparaba en esta, proeza, pero la tarde del lunes se me brindó fugazmente, mientras iba corriendo por mi circuito callejero, y anoche me acompañó en cada zancada, así que volví a sentir en mis piernas el roce de sus fonemas y en mi pecho el alcance de su voluntad. Después de un invierno abundante de sofá que me ha parecido más enconado que otros -diga lo que diga la estadística de los meteorólogos-, de nuevo recupero el ritmo antiguo del cuerpo y me sorprendo completando dos series consecutivas de cuarenta y cinco minutos, esto es, un minuto por cada vela simbólica soplada en la tarta de enero. En fin, una proeza íntima -el adjetivo íntimo es condición de las mayores proezas- que no he podido obviar en esta página.
(Lo sé, soy muy susceptible: se me ocurre ahora, entre paréntesis y al margen, qué distancia habrá entre la mera presunción y el catálogo de las proezas íntimas).

lunes, 5 de marzo de 2012

ACHAQUES

A mediados de julio cumplirá trece años, pero al paso que voy ni siquiera entonces habrá vencido la frontera de los doscientos mil kilómetros. Duerme en la calle desde hace más de un lustro, y con eso está todo dicho, o casi: le arrebataron la antena de la radio y también el tapacubos de una de sus ruedas; recuerdo una temporada en que el faro de la izquierda solo se encendía con un golpe sutil de la suela de mi zapato; el piloto del intermitente trasero de la derecha va remendado con un adhesivo que disimula las grietas; el espejo retrovisor derecho ya se ha acostumbrado al vendaje de cinta aislante, desde que una mañana me lo encontré mutilado sobre el capó; la quinta puerta, la del maletero, dejó de funcionar con el sistema de control remoto, así que siempre que abro o cierro he de introducir la llave; hay otra puerta, la trasera izquierda, que tampoco se somete a la orden automática; el elevalunas posterior derecho va fijo, soportado por una tabla de madera que ingenió mi cuñado; de vez en cuando la puerta del copiloto no reacciona, así que cuando lo aparco tengo que bordearlo y comprobar uno a uno todos los cierres; ninguna de las puertas de atrás abre desde adentro... Y ayer mismo, mientras conducía, se deslizó el cristal de la ventanilla del conductor y ya no quiso subir hasta que reapareció el ingenio de mi cuñado. Por poco tengo que dormir con él en la calle, protegiéndolo del saqueo, solidarizándome con su intemperie.

domingo, 4 de marzo de 2012

SOL

Lo necesitaba: repetirme en voz baja la oda intemporal de Luis de León, regresar a aquel origen que asimismo se vislumbra como el más proclive de todos los futuros, recibir en el rostro este sol que ya no sabemos si hace honor al invierno o si se alía definitivamente con la inmediata primavera.

lunes, 20 de febrero de 2012

CAMARADAS Y CAMARADOS

Ciudadanas y ciudadanos... Trabajadoras y trabajadores... Compañeras y compañeros... Sindicalistas y sindica... ¿lis... tos?
Cuando los señores políticos y las señoras políticas invocan a su masa social, y también a la ciudadanía y al ciudadanío que las apoya y los apoya y las jalea y los jalea, se empeñan en significar y subrayar la doble dimensión de un discurso que suele dirigirse a un auditorio compuesto mayormente por mujeres y por hombres (salvo despiste lamentable), abocados los unos y las otras a una paridad representativa tan políticamente correcta como meritoriamente sospechosa y democráticamente triste.
En sus arengas, sobre todo si las edulcoran las candidatas y los candidatos de la progresía, no faltan nunca las dos posibilidades que brinda el castellano, una para el masculino y otra para el femenino, inclusive cuando el uso genérico del lenguaje permitiría, sin trauma, obviar la insistencia machacona y tediosa. La fórmula de captación ha alcanzado unos niveles reiterativos que se confunden con el ridículo y hasta con la ridícula, si se me permite el palabro, y es ahí cuando a mí me da la risa (o el riso, con perdón). Pero, más aún, si la dualidad de los vocativos se convierte en recurso fácil para llenar las lagunas de pensamiento de la oradora o del orador de turno (o de turna), entonces la tontería y el tonterío adquieren tintes grotescos.
Me parece que hay un momento a partir del cual la excusa de sexismo machista, que suelen esgrimir los ideólogos y las ideólogas de esta tendencia, se vuelve contra ellas y contra ellos con la discreta elementalidad que siempre acaba imponiendo el sentido común. Hoy empiezan a ser cotidianas ciertas monstruosidades lingüísticas como la jueza, la edila y la conserja, pero no ocurre lo mismo con el juezo, el edilo y el conserjo, soluciones de una dignidad igualitaria fuera de cualquier disputa; opciones desquiciadas, si así se quieren entender, pero que habría que reivindicar ahora que hemos llevado las palabras al extremo ilustrado de la estulticia.
Si existe la periodista, me pregunto, ¿por qué no el periodisto?; y si la poeta y la poetisa, ¿por qué no el poeto y el poetiso? Camaradas y camarados...

sábado, 18 de febrero de 2012

LA ALBATROS

Donde hoy hallamos un supermercado, hubo a mitad de los ochenta una discoteca de pueblo que adoptó el nombre oceánico de ese ave, el albatros. Para acceder había que pasar por taquilla (unas doscientas pesetas) y luego mostrar la entrada a un viejo portero nada trajeado y nada cachas que rasgaba un trocito y te devolvía el resto con derecho a consumición. El recinto siempre permanecía en tiniebla, alimentado apenas con focos esporádicos y destellos luminosos arcaicos, de un arcaísmo ya sin duda impenetrable. La barra, elevada sobre el breve promontorio de dos escalones, ocupaba un lugar de preferencia en el que convivían en perfecta promiscuidad las distintas generaciones de aquel tiempo. Alrededor de la escasa pista de baile se formaban grupos masculinos de mirones que fumaban y bebían sin tasa durante las cuatro o cinco horas que duraba el nuevo rito de la noche del sábado. Lo más llamativo de aquella estética recién importada eran las estancias disimuladas detrás de macetones artificiales, espacios con sillones y sofás que permitían sus primeros escarceos íntimos a las parejas de novios y también a las parejas ocasionales. Pero más allá de lo probable -especie de submundo que hoy, paradójicamente, me recuerda el mítico descenso de Dante-, había también una mínima escalera que solo se podía bajar de la mano, maravillosa mazmorra en la que cohabitaban las canciones melódicas de Los Pecos y los susurros de las parejas que se aventuraban a tientas. Y fue allí, en esa oscuridad de dientes blancos, donde la muchacha más osada se adueñó de mi primer beso.

domingo, 12 de febrero de 2012

EL DERECHO A NO TERMINAR UN LIBRO

Es uno de los diez derechos imprescriptibles que defendió Daniel Pennac en su exitoso ensayo sobre animación a la lectura, Como una novela (1992). Advierte que hay treinta y seis mil motivos para abandonar antes del final, entre ellos que se trate de "una historia que no nos engancha" y que se muestre con "un estilo que nos pone los pelos de punta". Yo, a lo largo de mi vida de lector lentísimo y acaso demasiado puntilloso, muchas veces hice lo imposible por acabar un libro que me disgustaba, pero también son memorables los títulos que empecé y que luego no supe aguantar hasta el último punto.
Hace casi un mes que trato de adentrarme en una novela que, editada el año pasado, me llegó como regalo de aniversario y me puse a leer con verdadero interés, seducido por el prestigio que acumula su autor después de cincuenta años de literatura y del aval de los premios más generosos, del Planeta al Cervantes, pasando por otros reconocimientos; pero, por ahora, solo he podido alcanzar a la página 77 -tiene más de 400-, y ello otorgándole oportunidades y sometiéndome a esfuerzos de tolerancia y de atención que juzgo impropios de mi edad.
Ya en el primer capítulo me alarmó el desaliño expresivo, máxime tratándose de un autor que siempre ha llevado a gala la exigencia en el estilo: la adjetivación me resulta cansina y previsible -"un sol de castigo que brilla en lo alto del cielo azul"-, por no hablar del abuso exasperante de gerundios; no escasean determinadas asonancias internas -"calle" con "detalle", "acera" con "espera", "primero" con "asidero", etc.- que yo, que no soy nadie, evito en mis textos como la peor de las plagas; del uso arbitrario de leísmos solo diré que no es pecado, pero que sería fácil corregir con un poco de voluntad; y lo que más me disgusta, sobre todas las cosas, es ese derroche y descontrol de los adverbios acabados en mente, que yo suelo censurar como el más sintomático de los vicios de la prosa castellana: si abro las páginas 46-47 me hieren la vista hasta ocho, repartidos con equidad sospechosa. ¿Es normal -me pregunto- que en un párrafo de 26 líneas coincidan "amigablemente", "perfectamente" y "reiteradamente", junto a la sonoridad rotunda de formas como "persistente", "latente", "permanente", "incongruente" y "maloliente", más la propina del sustantivo "mente" (págs. 42 y 43)?
Creo que me voy a tomar mi derecho y no lo voy a terminar, pues ya me hace señas seductoras La Cartuja de Parma. A modo de anécdota, releo y transcribo lo que mi aburrimiento garabateó al borde de una hoja de ese ejemplar que alguien me regaló por mi aniversario: "Es importante que el amante se levante y cante, siquiera otro instante, y que aguante mi desplante delante de semejante infante". Uf...