domingo, 26 de junio de 2011

MIL COSAS SECUNDARIAS

A finales de los ochenta, en una cita de autoridad que Antonio Muñoz Molina antepone a una de sus novelas, leí y retuve con aquel fervor de entonces que "existe un momento en las separaciones en el que la persona amada no está ya con nosotros".
Hoy, hace unos minutos, tras varias semanas abocado al placer irrepetible de saborear los universos sutiles de Gustave Flaubert en La educación sentimental, casi al final, justo en la página 608 de mi edición, me he topado con esas mismas palabras y he sentido el impulso antiguo de subrayarlas en rojo, como si todo el proceso de mi lectura se sostuviera sobre un extravagante reencuentro que ya se prolongaba más de veinte años. Se me ha ocurrido que entre ambas citas que sin embargo son una y la misma se alza un paréntesis inequívoco, uno de los tantos que abren y cierran nuestros pasos por el mundo; y me he preguntado, pese a que el lector de hoy no es ni por asomo el lector de ayer, si entre aquel joven universitario y el adulto que ahora escribe podrá siquiera atisbarse algún espacio de sentimientos educados -llámese madurez, si se prefiere.
Después, febrilmente, he leído las cinco páginas del último capítulo y me he permitido anotar otra genialidad casi epilogal, casi póstuma:
"Y resumieron sus vidas.
Ambos las habían malogrado, tanto el que había soñado con el amor como el que había soñado con el poder. ¿Cuáles podían ser las razones?
-Quizá haya sido por falta de una línea recta -dijo Frédéric.
-En cuanto a ti, es posible. Yo, al contrario, he pecado por exceso de rectitud, sin tener en cuenta que hay mil cosas secundarias que son más fuertes que todo. Yo tenía demasiada lógica y tú demasiado sentimiento.
Acusaron luego al azar, a las circunstancias, a la época en que habían nacido".

sábado, 25 de junio de 2011

RELACIONES INTERMITENTES (11)

La víspera de San Juan fue sin duda el día más caluroso de lo que llevamos de año. Me encaminé hacia la parada de Gran Vía para alcanzar el rayo-bus número 80 de las 9.15, último servicio. Una joven a la que tal vez doblaré en edad salió del supermercado y se anticipó a mis pasos para reinar durante un trecho de la acera con los suyos de tacón alto. Llevaba un minipantalón azul muy ajustado que concluía muy arriba para más exagerar la generosidad de sus piernas; salvo que la guinda de su andar altanero se significaba en la doble firmeza de unos pechos que presionaban contra la blusa con la mano impostada de la cirugía. Permaneció de pie junto al bordillo, impasiblemente esbelta, ejecutando un desdén aprendido de las divas. Yo también esperé, delante o detrás, gestionando mi no menos aprendida indiferencia cobarde. Llegó el número 80; ella subió primero y yo después; ella buscó el final entre las dos hileras de asientos y yo también. Se me ocurrió que si esta fuera la escena de una película o la página de una novela alguien forzaría las cosas para llevarlas a un terreno interesante. En el barrio del Carmen la muchacha hizo un gesto que solo intuí, pero que valió para que por una vez posara mi mirada en unos ojos, los suyos, que en ese instante que se abasteció de cuatro o cinco segundos retaron a los míos con un principio de saludo o de reconocimiento. Casi sin transición, el rayo-bus número 80 había estacionado y ella descendía los peldaños hasta saltar a la baldosa. Se perdió en un recodo de ensueño entre el atardecer y los primeros signos de la noche, y no hubo más. Fue sin duda el día más caluroso de lo que llevamos de año.

jueves, 16 de junio de 2011

COMO UNA MUTANTE

"A veces me despierto en plena noche con el claro sentimiento de que la novela es algo tan infinito como la sucesión de los cuerpos celestes, más allá de toda posibilidad matemática o imaginativa, y que lo que llevamos hecho es su prehistoria, su primer planteo. También veo la novela como una mutante, un vehículo del hombre que irá reflejando transformaciones vertiginosas e inconcebibles. La novela es una forma de multiplicar la realidad".

Este fragmento de Julio Cortázar (ignoro la fuente exacta) lo escribí a mano en un folio suelto, no recuerdo dónde ni cuándo, o tal vez sí: en un aula de la Facultad, en algún seminario de algún curso de Doctorado. El otro día arrojé al contenedor de papel varios kilos de apuntes y de fotocopias de aquel tiempo, casi todos subrayados y anotados en azul y rojo, y luego estudiados para rendir exámenes u oposiciones; en fin, incontables horas de secretos afanes. Ante la expresión interrogativa de mis padres, que no daban crédito a tal volumen de desprendimiento, sentencié: hay que tirar lastre para seguir avanzando, para seguir creciendo.
Pero este folio con esta cita de Julio Cortázar parecía estarme esperando más de dos décadas, milagrosamente inmaculada dentro de un archivador y con algunas apreciaciones, sin duda prescindibles, debajo:
- Silogismo en forma de tríada hegeliana.
- En arte, el término 'evolución' ya no sirve, porque se opone a 'creación'.
- Cortázar ve la novela como una mutante, lo que significa dos cosas al menos: que ya tiene suficiente historia como para ser tenida en cuenta; y que a partir de ahora solo cabe su mutación, el cambio cualitativo o cuantitativo, siempre hacia adelante.

Me pregunto qué quise decir con todo eso que hoy no acabo de entender, qué profesor olvidado lo insinuó desde su tarima para que mi bisoñez de entonces lo trasladara al folio. Y, sobre todo: ¿por qué el otro día lo rescaté de entre tantos mamotretos fatigados que mis manos ya no volverán a tocar, nunca más?

viernes, 10 de junio de 2011

RESOLUCIÓN, POR SIEMPRE

Tomo por el lomo la obra completa de Jaime Gil de Biedma para reencontrarme con aquel poema suyo donde se evocan las lejanas noches de un lejano mes de junio, unos versos de los que a mi vez suelo acordarme vivamente cuando vuelven estos días, mejor dicho, la ilusión de aquellos días de los exámenes finales y de las calenturas de otra edad frente a un balcón abierto de par en par. Pero voy pasando las hojas de papel de biblia y no hallo lo que busco -sépase que no es esta la misma edición que solía acudir a mis manos-, y mi urgencia se distrae de su primer impulso demorándose con otras páginas que me sé de memoria -pandémica y celeste, infancia y confesiones, t'introduire dans mon histoire, no volveré a ser joven-, hasta dar con la que un azar más poderoso que la propia voluntad me obliga a transcribir ahora, para mí, para nadie, aquí mismo, por siempre:

Resolución de ser feliz
por encima de todo, contra todos
y contra mí, de nuevo
-por encima de todo, ser feliz-
vuelvo a tomar esa resolución.

Pero más que el propósito de enmienda
dura el dolor del corazón.

J. GIL DE BIEDMA

lunes, 6 de junio de 2011

LOS ALBARICOQUES

Llega este tiempo con sus amaneceres tibios y con su luz nueva que se anticipa al verano del calendario, y es como si a uno le destaparan el frasco de las sensaciones adormiladas y todas se fundieran en la nostalgia unívoca de una imagen, de un sabor, de una cultura que se aleja.

Ya en la primera edad, pero sobre todo en la adolescencia, los muchachos salíamos a los caminos que dibujaban la huerta -aquella huerta de la que se alimentaba aquel pueblo- para alcanzar como un regalo la primicia del fruto verde, su textura de cáscara agria. Poco a poco, los árboles se iban cargando de jugosas bolas amarillas que de un día para otro pretendían disfrazarse de rojo, y entonces a los muchachos dejaban de interesarnos porque ya había desaparecido la emoción de las primeras veces, esa inquietud de novedad cíclica que infaliblemente regresaba año tras año. Mientras maduraban en lo alto de las ramas, nosotros, los de entonces, raspábamos los huesos para fabricar silbatos o nos pasábamos las horas muertas de la siesta ensayando con ellos juegos austeros sobre las baldosas, juegos fáciles como el de las tres en raya, u otros que la fragilidad de mi memoria habrá extraviado en las galerías del olvido. Durante una o dos semanas, muchos chicos de catorce o quince años dejábamos de acudir al colegio para ayudar a nuestras familias en la tarea de la recolección, pues los precios que las conserveras ofrecían a través de sus intermediarios nunca fueron los más justos para salvar la temporada del pequeño productor, y, por contra, los jornales seguían subiendo y subiendo.

Cuando viajé a otra ciudad con la excusa de mis estudios, mi padre continuó acudiendo sin descanso al reclamo de sus árboles, continuó adelantándose a la luz de la mañana y transitando los caminos de la huerta en esos amaneceres tibios que colman mi evocación de tantos junios. Hoy contemplo el cesto lleno con los "abercoques" que sus manos, las manos de mi padre, han traído a mi mesa y amarillean sobre el mantel, y siento en una ráfaga de sentimientos la verdad marchita de su encanto, la promesa efímera de las labores que ocuparon aquel tiempo.