jueves, 20 de diciembre de 2012

LA FIN DEL MUNDO

En el pueblo de mi infancia -tan remota la una como el otro, no ya por los años y kilómetros que nos separan, sino por esa cualidad intangible que se eterniza en la memoria de todos los principios-, aquellos sucesos que se nos antojaban extraordinarios o inefables, o que simplemente no estaban al alcance de nuestros modestos propósitos, solían expresarse y explicarse como “la fin del mundo”. Alguien que, por ejemplo, hubiera estado en Madrid, volvía contando que la muchedumbre de sus calles y la altura de sus edificios era la fin del mundo; y si indagábamos a cuánta gente habrían invitado tales novios a su boda, la respuesta no era 500 ni 600 ni 700, sino un número indeterminadamente alto que se resumía en una aproximación bárbara: la fin del mundo. Caigo ahora en la cuenta de que mi padre aún se aferra a la fuerza de este símil, símil que solo cobra su efecto hiperbólico usado así, con el atípico artículo femenino, lejos de la contundencia cíclica de la forma masculina.
Anteayer, en clase, me apeteció servirme de la actualidad mediática que alcanza la conocida profecía maya, ya saben, esa que interpreta para el día de mañana, 21 de diciembre de 2012, una especie de holocausto terráqueo o de acabamiento definitivo del mundo que se conoce. La literatura y el cine no han ahorrado energías para indagar el antes y el después de un hipotético fin del mundo, abismo que habrá de llegar aunque no sepamos cuándo ni cómo, pero del que yo suelo opinar, con mi pizquita de sana pedagogía que no lo ocasionará una catástrofe de la Naturaleza ni tampoco la tan socorrida inteligencia extraterrestre, sino que surgirá de sus propios inquilinos, seamos nosotros o nuestros descendientes. Así que, fiel a un estilo, después de mi breve alocución apocalíptica y de un intercambio de pareceres, improvisé el comienzo de un relato fantástico que ellos, los alumnos, deberán proseguir y culminar, para leerlo en el aula (si la profecía no se cumple, entiéndase) en la segunda semana de enero; y aquí lo rescato para que no se nos olvide:
“Había pasado una jornada intranquila, presa de un sopor inusual, y cuando por la noche me metí en la cama tardé un buen rato en conciliar el sueño. Recuerdo el mes -diciembre- y recuerdo el año -2012-; pero recuerdo sobre todo que para el día siguiente estaba anunciado el fin del mundo” […].

martes, 18 de diciembre de 2012

YO Y EL UNIVERSO

En el margen superior derecho de la página de Sociedad, apartado Astronomía (en un recorte que le arrebaté al diario, no sé a cuál, y que llevo en el bolsillo de la chaqueta un par de semanas o un par de meses), releo en su modestísima tipografía este titular de repercusiones imprevisibles: “Ha sido descubierta una ‘supertierra’ que podría ser habitable”. De ser cierto el anuncio, se me antoja que podría venir en portada y ser la gran noticia del día, qué digo del día, es acaso la noticia de mayor trascendencia cósmica que el Hombre haya podido conocer en el último mes y en el último año, o incluso en lo que llevamos de milenio. Me deslizo hasta el desarrollo del cuerpo informativo (apenas dos nutridos periodos oracionales en su cuadradito de arriba, a la derecha) y mi pasmo y mi incredulidad aumentan por momentos: “Un equipo internacional de astrónomos ha descubierto un exoplaneta a solo 42 años luz de la Tierra, según un estudio que será publicado en Astronomy & Astrophysics. El astro está situado en una zona habitable, ni demasiado fría ni demasiado caliente, en la que sería posible el agua y una atmósfera estable”. ¡Un exoplaneta habitable a 42 años luz! No sé qué será un exoplaneta ni soy capaz de administrar en mi cerebro el abismo espacio-temporal que significan 42 años luz, pero me maravilla que un grupo humano haya acertado a mirar tan lejos. Supongo que me llamaría la atención y que por eso recorté con la mano la esquina de la página, a escondidas del dueño del bar, y que luego me indignaría con otros titulares más terrenales mientras apuraba mi tasa de café, sin reparar en la insalvable desproporción entre el Universo y yo, o viceversa.  

martes, 11 de diciembre de 2012

AHORA SÍ, TAL VEZ

Respecto de la obra hecha y acabada -a propósito, ¿quién se atreve a sancionar, en los dominios singulares del arte, que una obra es definitivamente hecha y acabada?-, veo próximo el momento tantas veces diferido de desprenderme de ella sin hacer cálculo alguno de rentabilidad literaria -a propósito, ¿qué es la rentabilidad literaria, qué clase de escritor planifica y negocia la emisión y recepción de sus palabras y universos?-. Ignoro en qué porcentaje me pudo el miedo o me cegó el orgullo, esas fuerzas siniestras que se alían contra el destino de las cosas y los hombres. Mas ahora, frente al lastre verdaderamente infinito -y ya, sin duda, yermo- de las sucesivas versiones -tantas que confunden la luz originaria en su espiral sin fin-, necesito ahora dar lo que engendré y fue mío y aún me pertenece, editarlo en suma, y aligerarme de su peso de lustros para seguir creciendo o, al menos, alimentando esta fe que es mi quimera. Lo veo tan próximo que casi lo palpo, y me deslumbra la fugacidad de su instante, y se me anticipa, ineludible, esa especie de la nostalgia que destella en la memoria con la ilusión de un recuerdo que todavía no es.

lunes, 3 de diciembre de 2012

IDA Y VUELTA

Encargué copia del mecanuscrito, agujereé y encuaderné sus páginas, lo introduje en un sobre. El mediodía soleado de noviembre me vio caminar por una calle tan larga como mis dudas y atravesar después un jardín frecuentado por los rostros de la inmigración; luego pasé sobre un puente que llaman de Los Peligros, me confundí en el bullicio peatonal del centro y dejé atrás la magnífica puerta principal de la institución. Conforme me aproximaba al edificio que pulió mis inquietudes, mientras subía la escalera exterior y oía tacones ajenos en el hall -así dice la cursilería anglófila-, tuve la certeza de estar repitiendo los gestos de una criatura de novela. Pregunté, se me informó. En una nota clavada en la pared certifiqué que la tutoría presencial de alumnos era, en efecto, a tal hora, pero aporreé hasta tres veces con los nudillos y no hubo nada. Aguardé de pie, con el sobre bajo el brazo, mirando el reloj que a su vez me miraba con su insistencia perpleja, reforzando la sensación de que esa misma escena ya me había sucedido antes, acaso en otras vidas, muchas veces. Quien se hacía esperar surgió de pronto, empequeñecido por su sabio maletín, avejentado por la rutina de los días. La mano floja que estreché fue tan solo el preludio de un saludo distante, de un reconocimiento en retirada. No hizo falta un minuto para que le hablase del volumen ni de las treinta y tres piezas que le dan cuerpo: el lejano profesor declinaba de entrada el propósito que me hubiera traído a su despacho y se excusaba penosamente con los múltiples compromisos de su cátedra, con la peligrosa columna de libros pendientes de lectura y recensión, con inexcusables razones de tiempo y de salud que yo comprendería. Por supuesto que comprendía. Volví al sol de noviembre respirando el imprevisto alivio de las contrariedades, emulando al personaje de un relato que se hubiese desprendido del peso de este trámite necesario, reforzado por un destino que prefiere que aún siga siendo el único que acaricie con mis dedos el retoño secreto, el fruto inédito de tantos desvelos y esperanzas.