lunes, 31 de marzo de 2008

...Y REMATES

Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos, palabras mayores que sin duda pudo haber pronunciado aquel emperador romano, pues en efecto es la muerte, al final como al principio, para el ateo como para el crédulo, el horizonte de trascendencia que con más tino salvaguarda el proyecto de gloria de cualquier novela Lo llevaron a su habitación, y, aquel mismo día, un mundo respetuosamente conmovido recibió la noticia de su muerte, sea en el lamento de la tragedia cotidiana que confunde al hombre para que, ahíto de fragilidad, invoque al cielo ¿Por qué me dejaste triste y solo in hac lachrymarum valle?, sea en la descripción minuciosa que remite a los signos del nombre de portada maniobrando en los hilos sin trampa de la circularidad Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras, sea recurriendo al sarcasmo que sugiere la caída en desgracia de quien sucumbió a la impiedad de la heroica ciudad que durmió su siesta Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo. No es opción impremeditada la que habilita una incógnita que, por ser latina y postrimera, se clava como un dardo en la mirada cómplice de quien ya sopesa la agudeza del título Dejo este texto, no sé para quién, este texto que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus, pero más inquietante aún es abrir la puerta de la última frase a la fatalidad de un destino que puede no haberse escrito aún, que acecha a la condición humana y a su instinto gremial de subsistencia desde la arrolladora luz que arroja el arte de la palabra Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa. No puedo ocultar que yo, memorioso aprendiz de incontables alardes de talento ajeno porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra y evocador incesante de tantos colofones que idolatré como lector y que glorifican mi intimísima antología Después entró en su casa por la puerta trasera, que estaba abierta desde las seis, y se derrumbó de bruces en la cocina, siempre envidié la solidez de los remates todos de Gabriel García Márquez, Mierda.

sábado, 29 de marzo de 2008

COMIENZOS

Hace milenios de milenios existía un famoso Estado, llamado Feliz Gobernación, aunque, en verdad, la dicha sólo pertenecía allí a unos pocos, como descubrirá quien prosiga leyendo, y si leyendo prosigues descubrirás sin esfuerzo que con este título, hic et nunc, me refiero al arte de principiar una novela. Abunda el comienzo de frase breve que se propone como descripción de perspectiva amplia La heroica ciudad dormía la siesta frente a otros que alcanzan contundencia a partir de un conflicto emocional que se revela íntimo Hoy ha muerto mamá o que tal vez deriva generoso hacia una eterna interrogante que empañará luego todas sus páginas ¿Encontraría a la Maga? Pero el recurso más socorrido es, entiendo, la manifestación de una identidad cautivadora, bien sea a través de la fuerza de una primera persona autoexculpatoria Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo o bien de la asunción ególatra de un acto que removerá las entrañas del relato Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne. Porque es en la eventualidad confesa del mal Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca y en la fórmula para proponer e indagar los meandros de una psicopatología En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no escasearon los hombres abominables y geniales donde a menudo hallan su virtual arraigo los arranques de prestigio Al día siguiente no murió nadie. No es de extrañar que la muerte, o mejor, el ejercicio anunciado del crimen, se postule como reclamo hábil para lanzar exitosas historias El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo, si no es que la pirueta ocurrente de un narrador osado se ensaña con el cándido lector para que éste consuma media novela aguardando un desenlace engañoso Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Me pregunto qué número de hablantes de español no habrá cedido aún al recitado melodioso y grave de esas treinta y tres palabras que inauguran nuestra biblia literaria En un lugar de La Mancha..., o cuántos lectores no habrán celebrado el acierto del inexplicable despertar de Gregorio Samsa. En fin, no me queda espacio: Aquí acaba el mar y empieza la tierra.

martes, 25 de marzo de 2008

LUNA DE MIEL EN TAHITÍ

La travesía se agotaba frente a una isla de apariencia virgen que él creyó reconocer, pero cuyo nombre se le resistía perezoso en la punta de la lengua. Dos bellezonas mulatas y rollizas, plagiadas de una lejana tela de Gauguin, se adentraban varios metros hasta la balsa y le ofrecían sus manos, una a cada lado del ingenio de troncos, invitándolo a saltar al agua que les chapoteaba con su sal alrededor de los muslos. El tacto de las muchachas era cálido, y displicente la expresión respectiva de sus rostros. Sintió él que remontaba el curso de muchos lustros y galaxias para reingresar en una época que tampoco sabría precisar en dígitos comunes. Entonces todo se le hace presente: se afianza en la memoria la casa de su niñez y torna a palpitar su pecho con la visión, en la pared de aquella sala de techos altos, de una lámina de Gauguin en que retozan dos muchachas anónimas que ahora lo guían por una senda de sierpe junto al acantilado. Le puede el vértigo, un vértigo agazapado más abajo del abdomen, nunca sabrá si debido al desnivel del acantilado o a la retrospectiva de la casa de techos altos donde lo nacieron. De pronto se dibujan unas chozas en torno a una especie de plaza central que los tres -las chicas y él mismo- atraviesan saludando a la docena de sonrisas sin dientes de la docena de ancianos que se apartan a su paso. La cortina de cañizo se abre ante ellos y las dos presencias femeninas sueltan sus manos para que el protagonista sea absorbido de inmediato, inopinado huésped de un paraíso de tiniebla. Adrián nota cómo su verga, desgajada de sí, se endereza y endurece hasta alcanzar una rigidez que no parece de este mundo, que no es de este mundo, mientras los labios experimentados de dieciséis doncellas del lugar se la disputan como en la más audaz de todas sus fantasías, ante la mirada cómplice del patriarca o jefe de la tribu. La aplicación de lenguas sucesivas sorbiendo a lametones lo obliga a retorcerse en el lecho, su voluntad no aguanta la saliva de caricia certera, el seco espasmo cuyo látigo de esperma se desborda con su regocijo de aspersores en un parque prohibido. Lentamente Adrián ha separado los párpados, ha renegociado el espacio cercano del cuarto y de la cama en que yace, ha tasado por debajo del abdomen la eficiencia blanda de esa única cabellera que se vuelca sobre su sexo satisfecho y que poco a poco se incorpora junto a los rasgos inequívocos para mostrar en la penumbra las comisuras blancas, los dientes feroces relamiéndose aún, las pupilas hechizadas frente al escenario enervado del deseo.

lunes, 24 de marzo de 2008

MIGAJAS IMPARCIALES DEL QUIJOTE

Pensar en El Quijote es humillarse ante la evidencia de que todo cuanto se nos ocurra, por muy original y brillante que en un principio se antoje, es casi seguro que ya fue intuido por el extravío intelectual de algún lector o, incluso, formulado con palabras precisas por eruditos de cuyo apellido impronunciable -el cúmulo de consonantes es la tortura confesa del monóglota- no sabremos ni querremos acordarnos, lo cual no ha de ser obstáculo para que nuestro humano fervor goce de ese cosquilleo orgulloso de sentirse pionero. Tengo que admitir que mi disfrute de la invención cervantina se eleva sobre el texto mismo de Cervantes y explora con singular deleite en las interpretaciones que sobre él se han hecho, como si el comentario lúcido, en este caso más que en ningún otro, hubiese reclamado y finalmente impuesto su esencial pertenencia al arte de la literatura (¿hace falta remitir al Pierre Menard que autorizó la genialidad de Borges?). Y no obviaré que en mis cíclicas intentonas de involucrar a quienes entre sus prendas camuflan un Mp3 a menudo recurro a ramales explicativos que a mí me sedujeron en su día, o bien a renovados apegos que excitan mi imaginación y hasta le brindan eventuales iluminaciones, tenues ráfagas de las que -insisto- uno no debiera envanecerse más de lo que la mera sensatez exige. Así, por ejemplo, les argumento que: 1) la gran audacia narrativa de Cervantes fue, hábil obra de la providencia, toparse con un tal Sancho justo cuando su armado caballero regresaba a la aldea, pues fue en ese punto y en ese número de pliegos donde debió de prever el autor que acabaría otra de sus novelitas ejemplares; 2) en realidad, este don Quijote y el Sancho que lo acompaña no son dos personas, sino una sola conciencia que discurre en diálogo continuo, como nos sucede a cada uno de nosotros cuando nos debatimos entre el pájaro que aletea en nuestra cabeza y los pies que no osamos separar de la tierra; 3) lo que el hidalgo manchego le transmite al párvulo escudero es el poderoso imperio de la fábula, la necesidad vital de la ficción, en suma la aventura de los libros, mientras Sancho le corresponde creyéndose gobernador de una ínsula que sólo existe en la perversión de los duques; 4) el tránsfuga Álvaro Tarfe, criatura no ideada por Cervantes sino por Avellaneda, deambula de un libro a otro libro para dignificar la verdad, el honrado oficio del arte, y para denunciar de paso la impostura; 5) antes de Alonso Quijano, los personajes querían parecer reales, pero ahora él, bajo su disfraz de caballero, pugna por parecer ficción... sin conseguirlo, lo que le otorga un plus de veracidad irrefutable.

viernes, 14 de marzo de 2008

EL FOLIO 100

En alguna parte leí y probablemente subrayé que la superstición es otra de las mil caras de la cobardía -presumo en esta cita el ímpetu gravitatorio de un Nietzsche póstumo, pero no lo hago cierto-, una zancadilla vulgar contra el imperio del raciocinio y la libertad del ser; y al recobrar este pensamiento noto una punzada secreta, conciliadora, un acuerdo firme todavía no expreso ni propalado, una certitud que -lo diré sin vehemencia- quiero entender que me dignifica. Pese a que alguna vez también yo he cruzado los dedos o he tocado madera en un acto reflejo o incluso se me desvió el paso para esquivar una escalera, la verdad es que no me conozco importantes servidumbres en esta materia. Sé que muchos escritores niegan cualquier pista o comentario acerca de la novela que escriben, sobre todo las palabras del título, convencidos de que condescender a ese desliz informativo -desliz más o menos abonado en las entrañas de la mera presunción- les pudiera acarrear consecuencias nefastas en su propósito, desde la pérdida azarosa del manuscrito al estancamiento de la imaginación o el definitivo aborto de la obra prometida.
En los últimos días he superado el folio 100 -me puede el impacto visual de la cifra, frente al devaneo soso de las cuatro letras- de la ambiciosa novela que llevo entre manos. Cien folios definitivos, impolutos. Sé que ese número se me ha ido imponiendo como simpático reto desde que me apliqué a enhebrar la historia, hace de esto la friolera de tres lustros. En efecto, todo parte de una experiencia personal que data de febrero y marzo de 1993, dos escasos meses en que se me concedió el disfrute de una beca universitaria en una ciudad alpina. Todavía en el escenario y con los papeles dudosos, supe que estaba viviendo las páginas de una fábula que merecía la pena contarse, pero no sospeché que iba a tardar tanto en escribirla. En 1994 sometí la idea a un principio de estructura, y desde entonces, sabedor de mi impericia técnica, se fueron sucediendo largos periodos de indolencia, obstáculos que a menudo usé como generosa excusa de la providencia para posponer la ejecución de un proyecto verdaderamente guadianesco. Hoy, escindido entre dos supersticiones -la que admite que escribo una novela ambiciosa, la que me afianza en el objetivo ineludible desde la atalaya de ese impoluto centenar de folios-, me ha podido la vanidad por partida doble: he comprometido mi fe admitiendo que la juzgo ambiciosa, he derrochado complacencia al pregonar sin pudor que los cien folios que la festejan son impolutos.

domingo, 9 de marzo de 2008

REFLEXIÓN

Ayer sábado, la jerga de la política nos concedió su jornada de reflexión, y esta mañana de domingo, a las nueve y cinco minutos, he visto cómo sendos sobres con mi voto se deslizaban al interior de sus respectivas urnas. Desde que tengo la edad, he ido a votar siempre, comprometido con una voz ancestral que me dictaba que debía hacerlo, unas veces con indecisiones de matiz y otras con abrumadoras certidumbres; y, pese a que en una sola ocasión se contabilizó mi voluntad en el generoso azar de la mayoría victoriosa, sé decir que jamás albergué sentimiento alguno de derrota, antes al contrario: me aliviaba no haber contribuido a los previsibles desatinos que ensombrecerían, de fijo, esos cuatro años coronados en labores de gobierno. Creo, no obstante, que mi tendencia ideológica -inevitablemente imbuida de prejuicios maniqueos, en este país donde vivo y ejerzo mi derecho- hoy ya es definitiva e insobornable, que no podría no ser la que es, y que en tal caso tampoco sabe plegarse a los improperios cruzados de una campaña electoral al uso -apenas si me intereso por la virtud dialéctica, tan escasa, y por las técnicas oratorias- ni meditar su sentir ultimísimo en las estipuladas horas de la víspera. La decisión fue tomada desde la inercia incesante de esos actos cotidianos que me confieren identidad, se ha forjado a lo largo de años y décadas, y se reconcilia continuamente con los afectos que atesoro. El resto del tiempo lo paso coleccionando argumentos que certifiquen la vigencia y el vigor de aquella decisión primera; de ahí que despache el trámite de ir a votar casi con desapego, como si no fuese yo quien introduce la papeleta en el sobre y camina hasta el colegio y muestra su carnet y retorna a su día de domingo.
Recién lo escribo, de repente me asisten las palabras del verso inaugural de Ángel González, "para que yo me llame Ángel González", y comprendo en una ráfaga de gratitud que buena parte de lo que soy y otro tanto de lo que pienso me precede de un modo irrefutable, que en cierta manera se lo debo a otros y que esos otros vinieron a votar conmigo esta mañana, que en mi opción ideológica inevitablemente maniquea subyace la resaca de generaciones y de olvidos, los invisibles lazos de la sangre o el rastro de la palabra o simplemente la conciencia cabal de lo que uno es y desea para los suyos: que "para que mi ser pese sobre el suelo, / fue necesario un ancho espacio / y un largo tiempo". Y asimismo para que mi voto se postule ante el mundo.

martes, 4 de marzo de 2008

MURIENDO Y APRENDIENDO

Mi madre lo repite a menudo, y pone el acento en cada gerundio con una sutileza impropia de su nula formación académica, de manera que sus palabras siempre me llegan como en una cursiva de doble filo. Lo repite cuando desea recalcar que acaba de salir de un error en el que había entrado sola, confiada, consciente del mal paso, casi previendo que antes o después se confirmaría su engaño y triunfaría el desengaño, y que gracias a la reparación retornará, ya libre, a su verdad primigenia, tras haber agotado el periplo necesario en el engranaje singular que concatena cada pieza de nuestra experiencia. Muriendo y aprendiendo..., lo dice como si el tesoro del saber, tan cotidiano, no tuviera límite para quien hubo de abandonar demasiado pronto, como si su venturoso azar la persiguiera hasta el último instante.
También a mí, en la intimidad de esos proyectos que presumo magnos y que en el fondo no son sino quimeras de mi tesón, me vence cada vez con más frecuencia la desasosegante sensación de haber errado, de estarme apartando del camino, de sucumbir a la facilidad de recaudar los pequeños frutos que me depara la jornada, pero cerrando los ojos al horizonte que en verdad importa, o que hasta no hace tanto tiempo soñé que importaba. Sucede sobre todo cuando acudo al llamado de la actualidad más cerril, cuando me revuelco en la mentira hipócrita de los parabienes socioliterarios, cuando me dejo tentar por cenáculos insulsos y sorprendo el veneno del orgullo -hermano de la vanidad, sobrino de la envidia- llenando mis pulmones con su humo diabólico. Cómo me he dejado enredar poco a poco en esta trampa es lo que no acabo de entender, y más en días en los que vivo reconciliado con mis dotes y me sé favorecido, apto para no torcer la mirada de aquel objetivo que mi afán narcisista o mi voluntad de ser -o mi tozudo instinto de perdurabilidad- se marcaron por mí cuando yo aún no sumaba la mitad de los años que hoy tengo. Observándome así, a contraluz, desde fuera de mí, me pregunto si soy capaz, si seré digno de ese norte, si sabré prescindir de las migajas que a diario se me ofrecen y que acaso aliento -triste pedigüeño en la farsa del festín provinciano-, si la distancia real entre el alto proyecto y su ejecución estará o no al alcance cabal de mis talentos. Curioso: más de media vida dándome lecciones de integridad a propósito del destino del artista para, de repente, recuperar el promontorio de una incertidumbre cuyas raíces me sostienen en la tierra -así es, no lo dudo-, pero que en días como el de hoy no me dejan avanzar en paz conmigo.