domingo, 20 de enero de 2008

EN LA OLIVA

En el pueblo donde me nacieron, el mes de mi cumpleaños era también el de la oliva, una lenta sucesión de amaneceres gélidos y de mediodías templados en que las familias peregrinaban a los bancales de las huertas próximas para rendir la cosecha de aceituna. Pese a la fatiga y al esfuerzo y a la precariedad de los jornales, grandes y pequeños lo vivíamos como una especie de romería festiva, o así lo recuerdo hoy, fundidos todos en un éxtasis de comunidad que bullía en los parajes y alrededor de los pollizos (en mi tierra, un pollizo es un olivo) durante esas semanas en que muchos niños faltaban al colegio para ayudar a las mujeres a recoger uno a uno, a dos manos, arrodillados o en cuclillas, esos granos suaves y helados que un mal viento derribó o que al sacudirlos habían saltado el cerco de mantas extendidas. Se nos proporcionaba un recipiente de madera, un cajón cuadrado que llamaban celemín y que, lleno, se pagaba a tres o cuatro duros, que ya no era la triste peseta ni tampoco las dieciocho perras que conocieron las generaciones de la guerra y la posguerra. Siete celemines diarios se consideraba una buena marca, y veinte o veinticinco duros un dineral. Mientras, arriba, los hombres trajinaban por las ramas de los árboles o subidos en los bancos, rizando la conversación o mascullando largos silencios. Se comía en el tajo, todos alrededor de la olla caliente recién traída del pueblo por la madre o la abuela, y el último día de faena era costumbre hacer una gran fritada (masa de harina en aceite hirviendo) a modo de cata simbólica para brindar por la cosecha.
Animal de urbe, durante mucho tiempo he existido ajeno a estos quehaceres, entregado a mis cosas y a mi universo de libros, mirando hacia otra parte, casi excusando mi ausencia cuando llegaba enero y, con él, la recogida de la oliva. Hoy, visitador intempestivo de pocas horas, he restaurado bajo los pollizos de antaño esa cultura que fijó mis raíces y acompañó mis primeros pasos; y mientras observaba con un orgulloso sentimiento de pertenencia el afán anacrónico de unos padres prematuramente envejecidos, pensaba en mis propios hijos, y me autoinculpaba por haberles negado esta heredad, por no mostrarles el sencillo goce de la tierra que pisan y esta forma humilde de aprehender el mundo. Pero sospecho que otra vez yerro en lo esencial: ese ayer que me forjó y que hoy juzgo bello y que ellos ignorarán mañana no es más que mi versión exacta del intransferible presente que los forja y que yo tampoco sé hacer mío y que ellos, en su jornada futura, también juzgarán bello.

miércoles, 16 de enero de 2008

MURIÓ EL POETA

Si la voz que formula las preguntas ociosas me hubiese preguntado, hace tan sólo unas horas, qué poeta español vivo prefería yo sobre todos los que he leído -digo más, sobre todos los que a menudo releo-, es muy probable que le hubiese respondido con una suerte de picardía poética que mascullé años atrás y que es aquí, y hoy, donde y cuando reclama su ocasión de ser: mi poeta español vivo favorito no es otro que aquél en cuyo apellido cabe el nombre, o aquél cuyo nombre se camufla hábilmente en su apellido. Llegué a sus versos tarde, y tarde comprendí que se puede ser deudor de un poeta incluso antes de haberlo conocido, pues de inmediato me identifiqué con sus modos y con la amarga ironía de su decir amable y con su desapego sutilísimo, proclive al divertimento mas sin concesión alguna a la aprosada frivolización que hoy se estila; a tal punto alcanzaba mi querencia que, en mis propios poemas primerizos, atisbé con asombro asociaciones léxicas y empatías retóricas que cualquier crítico avispado -esto es, de los que esgrimen aguijón, y naturalmente insensible a los mecanismos que rigen el proceso creativo- hubiera interpretado sin mayor esfuerzo como veleidades inherentes a un aprendiz de plagiario. Debe hacer ya un lustro que el poeta visitó la ciudad en la que vivo. Quienes me conocen no sospecharán en mí estériles mitomanías, pero lo cierto es que a ese recital en el académico recinto acudí con mi volumen de Palabra sobre palabra, y que, al concluir la ceremonia, aguardé varios minutos para que la mano del poeta eternizara el autógrafo. En el último instante me ganó un prurito de soberbia o de generosidad, o no sé si de las dos a un tiempo, y le sugerí otro nombre. Él, palabra tras palabra, estampó el inocuo y previsible "Para Carmen, con la amistad de...", y luego el garabato de ese apellido suyo en el que se repite, camuflado, el nombre. Leo en ese mismo ejemplar: "Sabía que era la muerte, / y la aceptaba; / suficiente, / justo castigo de la vida, / o acaso lo contrario: / absolución final de todos sus errores". Si murió el poeta -¿murió el poeta?-, presiento que sus versos van a tardar aún en enterarse.

domingo, 13 de enero de 2008

NOVELÓN POR ENTREGAS

Eduardo José Caparrós Palacios arrojó el mando al oír el primer tono, se incorporó del sofá con el segundo, descolgó el auricular cuando éste ya había emitido el tercero, preguntó pero quién es usted pero quién es usted pero quién es usted, escuchó el mensaje mientras con la mano izquierda hurgaba en el bolsillo del batín, dibujó en su cara el mismo adjetivo que suelen poner los personajes en las traducciones al castellano de los interminables novelones por entregas del siglo diecinueve y, como si él fuese uno de esos personajes y una fuerza superior guiara su presencia de sonámbulo, colgó el auricular, alcanzó el abrigo, cogió un móvil que aguardaba su tacto de amo sobre el mueble de la entrada, saltó al rellano, ingresó en el ascensor, cruzó un zaguán y una puerta siempre dejándose llevar, hasta que las suelas de sus zapatos tocaron los adoquines y, con ellos, la evidencia de que no tenía muy claro adónde se dirigía su destino inmediato, tal vez porque tampoco tenía muy claro su pasado reciente, es decir, que no sabía a ciencia cierta qué pintaba él ahí, en medio de esa inercia de la acción que forzaba la necesidad imperiosa de llenar una frase y un párrafo y una página y luego un capítulo a costa de su felicidad inofensiva de hombre común, sin mayores aspiraciones, habituado al mero placer de mirar los programas de la tele sin que el auricular del teléfono lo importunara con deberes intempestivos que no respetaban el mínimo decoro. Así que el cuerpo de Eduardo José Caparrós Palacios se paralizó a dos metros de la puerta, agotado ya por la primera indecisión -¿derecha?, ¿izquierda?-, abrumado por la responsabilidad de encarnar a un tipo sin escrúpulos en un ambicioso folletín de amores y desamores, de celos y derrotas. Y fue ahí, acurrucado sobre el bordillo del primer párrafo y pálido como el cadáver de un comienzo frustrado, donde lo halló el coche patrulla y donde, media hora más tarde, sólo pudo certificar su muerte el servicio de urgencias de la ciudad.

jueves, 10 de enero de 2008

DODECÁLOGO DEL PERFECTO CONCURSÓFILO

1) El prestigio de un concurso es directamente proporcional a la cifra del cheque que promete; no hay más. 2) Según fuentes bien informadas, el 97 % de lo que llega a manos de los jurados preselectivos es pura morralla; así que tu decir sublime te garantiza el pódium cuando concurran cien, la sexta plaza cuando concurran doscientos, y así según aritmética progresión. 3) Si quieres ser escritor, escribe, porque si ya lo eres no es preciso que escribas; pero si lo que quieres es recaudar premios sé sobre todo estratega, apúntate a un taller, actualízate en los temas, codéate con los plusmarcas de la cosa, recorta y pega, estudia el mercado, calcula lo que a tu empresa le conviene. 4) Hay concursófilos que escriben para concursar y los hay que concursan para escribir: en ambos casos, el fin justifica los medios, pero ninguno de los dos será garantía de talento. 5) El mayor mérito de quienes consiguen un premio literario, sea éste más o menos higiénico en sus modos, es haber tenido la inquietud de presentarse, el impudor de competir y el orgullo de perseverar. 6) Si te gusta acaparar laureles y que te feliciten por ello, no olvides nunca que quien nada en la abundancia corre serio riesgo de ahogarse en su miseria. 7) Piensa que tu prestigio literario será inversamente proporcional a las decenas de concursos que decidas incluir en tu currículum; si no caben en el dobladillo de solapa de tu ópera prima, evita la coletilla "y muchos más" y el socorrido "entre otros". 8) Llegará un momento de incertidumbre en que te preguntes si ganar tal concurso colmará tu vanidad o si, por el contrario, lastrará tu dignidad: es el comienzo de la madurez del concursófilo. 9) Los certámenes no ganados no son certámenes perdidos, sino pecadillos inconfesables que, naturalmente, no han de ensuciar ningún currículum. 10) El azar también compite; conságrate a su invocación cada vez que pierdas, pero si ganas ni lo mientes. 11) Repite conmigo: todos los premios están amañados, excepto el que a mí me dieron. 12) Venerarás al profeta Terrín sobre todas las cosas.

martes, 8 de enero de 2008

RELATO HIPERBREVE

Edu no supo que él era el protagonista de un relato pretendidamente hiperbreve y en manos de un prosista inexperto hasta que la voz interior, la de la omnisciencia, lo impelió a soltar el mando de la tele y a levantarse del sofá. Entonces se convenció de que, desde mucho tiempo atrás, sus pasos estaban dirigidos por una fuerza suprema, y se dispuso a salir al rellano de la escalera. No usaba ascensor desde que se quedó atrapado cuatro largas horas en la siesta de agosto, así que inició la bajada de los dos tramos contando como siempre hacía, de memoria, para sí mismo, treinta y cuatro, treinta y tres, treinta y dos, treinta y uno, treinta, veintinueve, veintiocho, veintisiete, veintiséis, veinticinco, veinticuatro, veintitrés, veintidós, veintiuno, veinte, diecinueve, dieciocho, primer piso, diecisiete, dieciséis, quince, catorce, trece, doce, once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, planta baja. Llevó su mano al buzón de las cartas, era una manía suya mirarlo cada vez que pasaba por ahí, tan cerca, tan tentador, aunque pasara diez veces en una mañana, él, por superstición, cada vez lo volvía a escrutar a ver si había algo. Ya iba a pulsar el timbre de apertura eléctrica cuando se percató de que no llevaba el móvil -ignoraba si le haría falta en su papel protagonista-, por lo que dio media vuelta y empezó a desandar el camino, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, primer piso, dieciocho, diecinueve, veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro, veinticinco, veintiséis, veintisiete, veintiocho, veintinueve, treinta, treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro, segundo piso. Agarró el aparato, que aguardaba su tacto de amo sobre el mueble de la entrada. Y entonces Edu se vio a sí mismo en el espejo como lo vería un lector futuro, con el pomo de la puerta en la mano, dispuesto a cerrar y a bajar según le había indicado la voz interior, la de la omnisciencia. Mas de repente todo se paralizó en su antiguo afán: advirtió que la impericia del prosista había alargado sin necesidad el planteamiento de un relato pretendidamente hiperbreve, tanto que ya no había espacio para componer un nudo, y mucho menos para maquinar un desenlace. Cerró por dentro y se resignó al punto final.

domingo, 6 de enero de 2008

LA MAGIA DESVELADA

Hace unos días, los nueve años de mi hija vinieron a acurrucarse a mi lado. Uno tras otro, esos nueve años traían consigo el previsible mensaje de la edad: papi, ya sé que no es cierto lo de los Reyes Magos, me susurraron del uno al nueve con su hilo de voz. A continuación se instaló entre nosotros un silencio denso que ella, mi hija, respetó como lo haría la prudencia de un adulto, pues seguramente había entendido de antemano que su propio padre, intimidado por la altura de sus nueve años, ya no tenía argumentos para rebatir lo irrebatible.
Yo no guardo el recuerdo de mi encuentro definitivo con la no-verdad de los Reyes Magos, quizás porque en mi casa nunca se cultivó el secretismo de esta tradición, de modo que los pocos juguetes que uno atesoraba la mañana del día 6 habían sido medio pactados con mi madre la tarde anterior, en la misma tienda adonde me llevaba para elegir. Así que, en lo que a mí respecta, el proceso de la desilusión, si lo hubo, fue gradual; no lo recuerdo porque no hubo trauma, y no lo hubo porque tampoco hubo una revelación repentina. (Sin embargo, durante mucho tiempo me tragué el cuento familiar de que yo había sido ropa vieja metida en la maleta que mis padres traían de Francia, cuando les preguntó por su contenido un guardia fronterizo; donde yo viajaba era en el vientre de mi madre).
Anoche, mi hija de nueve años contempló la cabalgata municipal con el ánimo expectante, y esta misma mañana ha recibido sus regalos desde una normalidad sospechosa. Tan sospechosa que me pregunto si no seré yo, antes que ella, quien de verdad ha sufrido el embate de sus palabras del otro día, como si éstas fueran la certificación inesperada de que dejó de ser una niña, de que se hace mayor, de que la magia de su infancia acaso ha dejado ya de pertenecerme.

jueves, 3 de enero de 2008

MUERTES PARALELAS

J.M. fue enterrado hace exactamente un año. Él había ido a mi boda con su novia, y yo, pasado el tiempo, asistí con mi mujer a la suya, en un pueblo de la costa donde se afincó por razones de trabajo. Nuestra relación transitó desde la antigua camaradería generacional (él era un poco mayor que yo) hasta los encuentros cada vez más espaciados, casi siempre coincidiendo con las fiestas de nuestro pueblo. La nochevieja de 2006 la vivió, como todos los años, en familia, y el 1 de enero de 2007 se despidió con la promesa de un pronto regreso, para ayudar en la recogida de la oliva. Antes del amanecer del día 2, se levantó con sigilo para no despertar a su mujer ni a su hija, condujo su coche hacia una zona apartada, dio aviso a la policía a través de un móvil y se disparó con su escopeta de caza.
El curso 2000-2001 di clase en el nocturno del instituto Alfonso X, de Murcia. Entre otros, tuve un menguado grupo de 1º de bachillerato con alumnos algo mayorcitos, nacidos en torno a 1980, grupo al que traté de inyectar algún interés por la literatura, e incluso recuerdo que les organicé un ciclo de encuentros con escritores locales, en el aula. Hubo quien recibió la propuesta con entusiasmo. A finales de abril, el alumno J.J.R. me citó para tomar un café y me regaló una rancia edición del Fausto de Goethe en dos tomos, prologado el primero por A. Valbuena y con un amplio texto escrito a modo de dedicatoria personal. Tiempo después supe que este chico se había enrolado como guardia forestal. Hace unos tres años caminaba yo por la plaza de Santo Domingo, en el centro de Murcia; él me vio desde detrás del mirador de una cafetería y salió a saludarme; insistió en que gracias a mis clases había vuelto a leer, y añadió que gracias a la lectura le había cambiado la vida (era propenso a brotes depresivos). Me despedí de él con una suave punzada de vanidad. A mediados de 2007, en la cantina del cuartel de la Guardia Civil donde ahora residía, cantó con otros compañeros todos los goles de un partido de la Copa de Europa; al terminar comentó que había olvidado algo, subió a su cuarto y se dio un tiro en la sien con el arma reglamentaria.

martes, 1 de enero de 2008

JUSTIFICACIÓN

Algunas veces se me ocurren cosas que siento la necesidad de expresar por escrito, o quizá es que persigo el molde exacto de la grafía para provocar ocurrencias y reconciliarme así con el yo que piensa. El caso es que, cuando esto sucede -y cuando mi fe admite que esas lucecitas que surgen de improviso y que acompañan mi trasiego por la fiesta íntima de la soledad creativa no respiran aún como poemas, ni como relatos, ni como nada definido en el canon de los géneros-, no siempre hallo el tarrito donde almacenar su esencia y seguir mi camino: muchas se quedan en meros garabatos extraviados en papeles y en servilletas de bar y en cuadernos sin nombre; o bien amenizan el prometedor arranque de ese nuevo diario de escritor en ciernes que a menudo proyecto y que apenas dura el impulso de dos páginas; o, lo más probable, se diluyen en la pereza que me embarga y naufragan sin transición, víctimas de su breve ráfaga de lucidez. De ahí que inaugure este blog, con la pretensión de alimentarlo como a los peces de mi pecera, en pequeñas dosis que no resulten mortales por empacho, pero retando de ese modo a mi maltrecha disciplina y a mi más que dudosa constancia. Confío en que quienes de vez en cuando vengáis a husmear por aquí, convocados por la complicidad o guiados por el azar, sepáis compadeceros de las incongruencias del día a día y seáis benévolos con los altibajos de la inspiración; y, por qué no, os invito desde ahora a deslizar alguna idea, cualquier comentario que enriquezca el devenir de esta alforja compartida. ¡Salud!