miércoles, 25 de junio de 2008

LA REFLEXIÓN CÓMPLICE

Cualquier libro que se postula como diario, y que como tal se publicita, irradia una particular erótica, una promesa de intimidad que va ganando al lector a medida que progresa en esas palabras que "desnudan" al ser que narra. Este ensimismamiento exhibicionista, por así llamarlo, anhela, más que ninguna otra variedad de lectura, la complicidad voyeurista de quien se acerca a sus páginas para reconocerse, como si a su través le fueran dictados fragmentos de su propia vida. Mas el peligro que acecha a este género, del que no todos sus cultivadores supieron prevenirse, es el virtual narcisismo por el que suele transitar el yo, abismado a la autodefensa en un entorno que le es hostil de necesidad, en unos ámbitos donde lo cotidiano, al describirlo, revela el alma del observador.
Diario de un superviviente es el tenaz dietario de José Manuel Piqueras (Murcia, 1965). Escrito entre 1983 y 2007, sus casi trescientas páginas recaudan el testamento existencial, dolorosamente humano, de un hombre que no se conforma y que, puesto a prueba por el destino, ha de remar contra la corriente de la vida para sobrevivir a la desolación, a la melancolía, al desasosiego y al demonio de la infelicidad. Inevitable pensar en referentes del calibre de Kafka o Pessoa, almas gemelas que, sin ser expresas, prefiguran las líneas temáticas de un libro caracterizado por su concepción poliédrica: breves cuadros y viñetas captados con fino objetivo, fragmentos líricos que se aferran a la ternura, relatos donde prevalece la pulsión erótica, alusiones a la imprescindibilidad de la música, reflexiones sobre el acto mismo de escribir. Y lo hace sirviéndose de una prosa limpia, precisa, con alma, cercana al gusto de los ensayistas de principios del XX (Azorín) y abocada al cuestionamiento del mismo lenguaje, que rara vez se concibe como mero instrumento, sino como agente activo en la problematización de la realidad que lo circunda (Miguel Espinosa). El autor no cae en la trampa del narcisismo gratuito, pues el examen a que se somete rehúye la autocomplacencia mediante sutiles inversiones de perspectiva, o bien se ampara en un derrotismo con apariencia luminosa: "Eso me han traído los años: una arraigada ironía de la que resulta teñido todo cuanto observo".
Repitiendo a Whitman, cabe afirmar que Diario de un superviviente no es sólo un libro, sino un asidero que hace honor al título, un punto de apoyo en el tempestuoso mar de la vida, verdadero ansiolítico para el hombre que se refleja en sus páginas. Literatura, en fin, como salvación, que nos vive y nos sobrevive. Y una oportunidad para esa meditación cómplice que todo buen libro demanda.

sábado, 21 de junio de 2008

LA CITA

Este verano voy a escribir relatos eróticos, pensó para sí y enunció luego para que lo oyera la mujer que lo miraba casi sin verlo desde el otro lado de los cafés y de la humareda producida por un solo cigarrillo en la sobremesa de un restaurante del centro. Este verano voy a escribir relatos eróticos, insistió en un tono más convincente. Su determinación no respondía a una pregunta previa, de ésas que el narrador obvia o deja olvidadas para iniciar su historia por mitad de la historia, sino que surgía de improviso y casi sin fe en el alcance real de sus ramificaciones discursivas. El silencio entre ellos ya duraba más de lo que aconsejan las modernas leyes del relato, así que le apeteció revelar esa especie de exclusiva profesional: dígase que él era un escritor de incierto éxito y ella la prometedora agente argentina con la que contactó por internet, y que ambos habían maquinado la osadía de citarse a ciegas, como en el título de aquel film, en un hotel de una ciudad que a lo mejor no tiene catedral, sita a medio camino entre la residencia del uno y la residencia de la otra. Ausente, la mujer forzó un gesto ininteligible al tiempo que aplastaba en el cenicero la penúltima colilla, pero permaneció muda. Él la observaba casi con lujuria, mesándose el bigote con el pulgar y el índice e ignorando qué clase de relatos eróticos iba a escribir este verano. Y entonces sucedió: la agente acarició el móvil y tecleó con la destreza de una alumna de la ESO durante los sesenta segundos que dan nombre al minuto, hasta que el celular de este lado de la mesa emitió una breve vibración acompañada de una luz intensa que produjo el pasmo del autor; luego él mismo tanteó el aparatito de última generación y tecleó a su vez para conocer el texto del mensaje: "Bajate, voy a pelo", emulando acaso otra escena de otro film. Ella se relamió el carmín fingiendo que se le caía el tenedor, pidió la cuenta al chico que los atendió desde el primer martini hasta el último café, y cuando el chico desapareció de la sala en la que sólo quedaban ellos dos y sus móviles (más el fantasma intrépido del narrador), el autor de éxito incierto se precipitó bajo la mantelería y buscó a tientas el tenedor caído y otras cosas, y husmeó rodillas separadas, y lamió muslos temblorosos, y olió y succionó la tibieza adúltera que manaba de aquella fuente enrevesada y frutal como la melodía inédita del verano que hoy empieza. Pues sí, voy a escribir relatos eróticos, pensó y tal vez dijo, mientras alguien que no estaba en el guion manipulaba aburridamente el teléfono móvil al otro lado de la mesa que ya era sobremesa; alguien que forzó un gesto ininteligible y aplastó la postrer colilla.

viernes, 20 de junio de 2008

SER ESCRITOR

¿Por qué escribo? ¿Para qué o para quién escribo? ¿Soy escritor? Son preguntas que quienes alientan en su ser el afecto inefable de la palabra escrita suelen formularse a veces, o bien, para prolongar una velada que decae, se las formulan otros cuya apetencia conocen: tales indagaciones resultan rentables en cenáculos al uso, ora labren terrenos de amplitud metafísica, ora zozobren en párvulas frivolidades disfrazadas de sentencia. Lo cierto es que explicar las razones que sustentan esa única razón de vida no es nada fácil -no lo será en ninguna disciplina del arte-, seguramente porque el misterio de la creación se gesta a edades muy tempranas, en ese dominio del subconsciente que antecede y preconiza al albedrío intelectual del que luego se alimenta, puro instinto de afirmación y de sobrevivencia, otra más entre las pasiones que nos poseen y que sin embargo nos definen, pues aprendemos a asumirlas para ser nosotros, poco a poco, quienes acabamos poseyéndolas a ellas. Quizá es por eso que, ante cuestiones de esta especie, la respuesta más socorrida suele ampararse en los juegos de ingenio o en la mera ostentación retórica, si no echa mano del lustre de una cita autorizada que se postula como impecable paradigma.
Yo no sé decir por qué escribo, pero sí que no sabría no escribir, esto es, que no sé imaginar el tiempo que me resta sin la luz de ese horizonte que se ha ido grabando a fuego lento no sólo en la percepción que tengo de mí mismo, también en la que procuro proyectar en los demás; y escribo porque es una tarea para la que me siento capaz, de modo que aunque me enorgullecen los logros no dejo de reciclar cada fracaso cotidiano como un lindo reto, y es en el equilibrio entre ambos polos donde a menudo triunfa la felicidad, la dicha de sentirla. Más arduo se me antoja a mí recabar argumentos sobre qué sea o signifique ser escritor, salvado el prurito romántico de que -así lo entiendo yo- no cualquiera que escriba merecerá tan alta etiqueta, al punto de que tampoco será descabellado persuadirnos de que, para ser cabalmente escritor, escribir no es requisito imprescindible. Me tienta cerrar con una frase de Roland Barthes, de su ensayo Crítica y verdad (1966), que subrayé en rojo hace media vida y que hoy -con idéntico acuerdo y adhesión, con el fervor discreto de quien de nuevo capta y aprueba la inteligencia del matiz- me ha devuelto el azar en forma de amarilla fotocopia de universitario que fui: "Es escritor aquel para quien el lenguaje crea un problema, aquel que siente su profundidad, no su instrumentalidad o su belleza".

miércoles, 18 de junio de 2008

EL PINCEL DE MARISA

El chico asciende a tientas los cinco tramos de escalera y toca el timbre con incertidumbre, pues el inmueble carece de número y en la puerta no halló indicios que certificasen que ésta sea la dirección anotada por su amigo la noche del viernes. Hoy es la tarde del martes, afuera esplende el sol de junio y su dedo alborota la siesta de la comunidad antes de que ella pregunte desde dentro y él le responda con su nombre. Avanzan -la mujer porta un whisky- por este pasillo de museo cutre que acaba en un estudio atestado de volúmenes que se apilan en difíciles equilibrios, de rollos de papel, de archivadores y de otros instrumentos al servicio de su afán: un par de caballetes, bocetos diseminados por el suelo, óleos y marcos todavía solteros, espátulas y botes que hace mucho olvidaron la virtud del orden y el hábito de la disciplina. El chico se detiene, aturdido no tanto por el caos aparente como por no saber qué pintan él y su cuerpo en este espacio. En sus diecisiete años de vida nunca ha visitado un taller ni posado para un artista, y ahora se pregunta si soportará la vergüenza de su desnudez frente a los ojos que lo escruten palpando en sus miembros y en su piel la inteligencia del trazo y la impudicia del detalle. El amigo le dijo que le pagarían bien, y él, goloso de dinero rápido por un trabajo tan simple, cogió la dirección del piso donde Marisa tiene su estudio. Marisa le abre el frigo y le ofrece un refresco -es joven para un whisky, piensa-. Sin más trámite le dice desnúdate, serán dos horas de sesión, cien euros limpios, ¿okay? El chico ya se desprendió de la camiseta y el tejano, y consume un rato con los calcetines, como buscando la complicidad del tiempo para ahorrarse el trago definitivo del slip, slip que ineludiblemente se desliza también muslos abajo y cae, blando, sobre la jarapa. Marisa -un whisky en una mano, un pincel en la otra- habita en la treintena, y reconoce que le gusta pintar al hombre como vino al mundo, sobre todo al hombre adolescente; además, la "textura impregnada de sus telas" ha merecido el aplauso de más de un crítico local. Se aproxima al muchacho y le explica que, de entrada, necesita su semen para lubricar el pincel, es el primer secreto de mi técnica, no temas, no te voy a violar ni nada por el estilo, quédate así... El pelo del pincel se eriza en el contorno carnoso de los labios, circula sobre el pecho liso, ronda alrededor de la pelvis, salta a la entrepierna, modela su fervor en la región de los testículos y persevera en ese falo cuyo extremo tiembla y se tensa segundos antes de proyectar su victoria triste, resuelto en tres y cuatro y cinco y hasta seis propulsiones sin control. El pincel empapado viaja al óleo, donde ya lo trabaja la mano hábil -la otra, sabemos, porta un whisky- de Marisa.

lunes, 9 de junio de 2008

BORGES Y EL OTRO

Hace un par de noches, navegando sin brújula por ese supermercado de laberintos virtuales que nos regala internet, donde la simple voluntad del índice te lleva de un blog a otro como en un infinito azar de cajitas chinas, me di de bruces con un foro de debate sobre temas literarios, en uno de cuyos mensajes aprovechaba un lector para reivindicar a Mujica Lainez -nunca me quedó claro si estos apellidos llevan tilde, ni dónde-, sin duda "un escritor grandísimo", y añadía que "muy por encima del aburrido y pedante Borges, por citar a uno de los más sobrevalorados". Después la diatriba se animaba con réplicas a favor y en contra, no tanto para sumarse o restarse en la defensa del autor de Bomarzo como para tomar parte en la inusitada depreciación del otro, argentino también, extremo que de paso salpicó a la inocente legión de borgianos ("Borges suele gustar a esos lectores a los que nunca les pasa nada", leí boquiabierto). Ganas me dieron de escribir algo, previa adopción de un alias, y procurando huir de cualquier especie de acritud redacté mi mensaje y lo puse en la botella, tal vez otros navegantes sin brújula se paren a leerlo y compartan mi recelo:
1º Cuestionar la universalidad literaria de la obra de Jorge Luis Borges es un juicio de valor sin valor de juicio, mas deviene atrevimiento soportable, pues si algo hay que no admite disputa es la soberanía, objetiva y subjetiva, de quien se llama lector; así que las maneras y los temas de Borges pueden gustar o no gustar, en esto no hay pecado ni cabe penitencia, pero que quede bien claro que lo que a unos les aburre y les parece pedante, a otros les divierte y estimula su imaginación (y no sólo en los libros).
2º Me pregunto por qué, cuando arman la defensa de una obra o de su autor, algunos necesitan de otro autor y de su obra para resaltar los méritos de aquél. Tasar la virtud literaria de Mujica Lainez en comparación y competencia con la de Borges se me antoja un desacierto crítico de alcance imprevisible, una trampa para quien la pone -¿quién usaría otro apellido de escritor para elevar la tasación de Borges?-, no porque admita el supuesto de que uno sea peor que el otro, sino porque al decantar el juicio entre dos de su calibre agredimos al principio de conciliación que subyace en el disfrute estético.
3º Entiendo que éste no es el momento de colocar en dos platillos lo que a mí me gustó y me disgustó de Bomarzo cuando lo leí, pero si lo hiciese jamás peregrinaría por el ancho mundo de los argumentos que discurren fuera de las seiscientas y pico páginas de la edición de Seix Barral que manejé en su día.

jueves, 5 de junio de 2008

PACHORRA

Hay palabras bendecidas por un plus de expresividad que las entroniza en el acervo cotidiano, palabras cuya cercanía y contundencia jamás admitirá la impostura facilona del sinónimo, palabras que se contagian misteriosamente de la parcela de mundo referenciado hasta casi deglutirlo en un virtuoso alarde de alcance onomatopéyico, palabras que no participan del prestigio literario, que dormitan largas temporadas en la recámara del hablante y que de repente un día se postulan en todo su esplendor, ávidas de iluminar con su atinado dardo el discreto azar que el destino les reserva.
Recuerdo ahora un pasaje de Antonio Muñoz Molina, en concreto de su seminovela Ardor guerrero -por cierto, un divertido documento que habría que poner también al servicio de la memoria histórica, tan denigrada por algunos-, donde se define "el arte sutil, aunque nada heroico, del escaqueo, o acción de escaquearse, verbo reciente de nuestro vocabulario militar a cuya conjugación dedicaríamos una gran parte de los meses futuros". Yo, que me fui resistiendo al llamamiento cuartelario con la noble excusa de mis estudios y que aplacé la incorporación hasta que ya no hubo otra salida menos gravosa que declararme objetor, conocía sin embargo el tradicional y casi tópico anecdotario que tantas veces les había oído a los amigos y parientes, así que mi lectura de la mili de Muñoz Molina significó una especie de rememoración de la mili que yo nunca viví, el certificado literario de aquel compendio de disparates inconexos que todos contaban. "Escaquearse no era desobedecer, sino hacer más o menos lo que le daba a uno la gana fingiendo que obedecía; escaquearse era desaparecer durante horas con el pretexto de una tarea que podía completarse en segundos, o conseguir que a uno lo dieran de baja en el botiquín gracias a una dolencia marrullera e inventada. Había maestros absolutos en el escaqueo (...)".
En la última semana ha vuelto a mi vocabulario otra voz que se gestiona en la órbita del escaqueo, pero que ni es su igual ni podría serlo: hablo de la pachorra. Es en el entorno laboral donde la pachorra -que no confundiré con la lentitud, o gozo de recrearse en lo bien hecho- halla su mejor caldo de cultivo, encarnándose en criaturas de ambos sexos que obstruyen cualquier progreso cuando tal progreso se cifra en la aportación colegiada del grupo. La pachorra, al principio, propaga un clima tenso, insoportable, y el ente activo la sufre cual condena que no está en su mano corregir; pero poco a poco la pachorra se normaliza, se blinda, y el ritmo de la comunidad se somete a su dictado.

martes, 3 de junio de 2008

DOS VIÑETAS

En el intervalo de un minuto, dos amigos -Él, Ella- me regalan el relato de sendas viñetas cuya anécdota respectiva, basada en hechos reales, pronto se resuelve en la inopinada convergencia de su destino unívoco, haz y envés de la página que a diario se escribe en el mundo, cara y cruz de la moneda que ya están heredando nuestros hijos. Las transcribo a mi modo, mas sin ahorrar ese efecto de complementariedad inevitable que en ambas percibí y ahora concibo:
(Él).- Teléfono que suena sin ningún vaticinio. Quien descuelga e indaga se reconoce dueño de un coche que pudiera ser gris. La voz neutra del agente le explica que el suyo rozó ayer otro coche que pudiera ser claro, así les consta. Quien tomó el teléfono no sabe de qué le hablan, no es consciente de haber rozado a nadie ni recuerda haber estacionado en la calle que le indican. Tras breve forcejeo verbal, el dueño del coche que pudiera ser gris concede sin embargo que todo es posible, y pasa una mala noche. Al otro día, más para olvidar el incidente que por contribuir a su verdad objetiva, admite que sí, que tal vez estacionó allí donde le dicen, que quizá se descuidó en una maniobra absurda y dañó con el suyo ese coche que pudiera ser claro. Sugiere, incluso, que por favor contacten con su aseguradora y resuelvan el trámite, pese a saber que ello le acarreará la pérdida de algún punto de su carnet y, con toda probabilidad, una subida en la tarifa que habrá de renovar el próximo otoño. Pero esta noche él y el mundo van a dormir más tranquilos, y eso le basta.
(Ella).- Un coche oscuro con un padre y un hijo encuentra al fin la ansiada plaza de aparcamiento. El espacio entre los otros, uno claro y otro gris, es muy justito, pero suficiente. La maniobra es torpe: primero recula con un giro excesivo a la derecha y luego trata de corregir con otro tan suave que sin remedio toca en el lateral del coche claro. Consumada la hazaña, el del coche oscuro pone el pie en el asfalto y ausculta con disimulo mal fingido la gravedad del incidente: le ha levantado veinte centímetros de pintura. El suyo, en cambio, permanece milagrosamente indemne, apenas contagiado de la pintura clara que saltó del otro. El hombre mira alrededor, se cerciora de la posesión del secreto, le hace a su hijo un gesto equívoco y, cuando ya parece que huirá de la escena, se le ilumina el rostro, busca un papelito y garabatea que lo siente mucho, que el estropicio es suyo, y añade a modo de firma la matrícula íntegra del coche gris, testigo silencioso del suceso. Padre e hijo se sonríen, cómplices, satisfechos. El mundo no dormirá mejor esta noche.