jueves, 22 de marzo de 2012

MEDIA VIDA EN UN LÁPIZ

Desperté en medio de la noche de la manera más natural, sin el zarandeo de una pesadilla, sin sudores ni espasmos, sin urgencias fisiológicas, sin ninguna preocupación aparente. Los cuatro dígitos en la pantalla del móvil confirmaron que podía seguir durmiendo dos horas más antes de que se activara la alarma. Procuré abandonarme de nuevo, no pensar, zambullirme en la textura del descanso. Pero entonces, en una fracción de segundo, se me insinuó la duda y detrás la sospecha, y con ella esa especie de corriente ajena que nos toma en volandas y averigua por nosotros lo que a nosotros solos no se nos hubiera ocurrido dudar ni sospechar. Me incorporé con sigilo, buscando a tientas las zapatillas. Miré en el interior de la chaqueta, que es donde suelo echármelo, y una punzada en el pecho me ratificó su ausencia. Después hurgué en el maletín del portátil, a sabiendas de que yo nunca lo hubiera puesto ahí, o no al menos conscientemente. Por último revolví la mesa del escritorio y la estantería, y luego retorné a la cama para ya no dormir.
El lunes a primera hora inspeccioné bien los cuatro ordenadores de la sala de profesores, barrí sus aledaños, me arrodillé bajo las mesas, eché un vistazo al fondo de las papeleras vacías. Nada. Impotente, abrumado por la evidencia, no tuve mejor idea que clavar en la pared un anuncio que resultase simpático sin obviar la gravedad: "Se me ha extraviado el lápiz pendrive que olvidé sobre la mesa de ordenadores de esta sala, y es posible que alguien lo haya cogido por error, creyéndolo suyo. Es de color gris plateado, con una cinta para colgárselo, muy dócil. Como comprenderéis, se ha llevado consigo parte de mí y me es muy difícil imaginar mi vida sin él. Se gratificará cualquier información. Gracias".
Ha transcurrido más de una semana, y nada: nada de nada. ¿Puede ser que se lo apropiara un alumno, que lo barriera el personal de limpieza, que se me cayera en la calle, que lo hayan arrastrado las últimas lluvias? Lo que más me agobió al principio y ahora casi adopta el rictus de la resignación es que en ese objeto menudo tenía grabada mi obra inédita completa, todo, alrededor de veinte años de desvelos literarios en la sombra, a saber: todos mis cuentos y todos mis poemas, el vasto proyecto de un autor apócrifo, una novela, varias ideas para otras... Por supuesto, era solo una copia de seguridad, aparte de que el ochenta por ciento de todos esos materiales definitivos o en trámite de serlo están convenientemente registrados. Pero, ¿quién sopesa mi incertidumbre? Me pregunto con qué manos se habrá topado, y me pregunto si el dueño de esas manos tendrá ganas de leerlo, si sabrá valorar su contenido, si caerá tal vez en la tentación de utilizarlo. Me pregunto si merecerán la pena todas estas preguntas.

domingo, 18 de marzo de 2012

UN CLÁSICO

El anecdotario de la literatura afirma que Stendhal tardó 53 días en redactar La Cartuja de Parma, un clásico. Pero pronto hará todo ese tiempo -más de mes y medio- que empecé a recorrer los renglones del volumen y todavía no he alcanzado la mitad de los capítulos. ¿Mi culpa? Qué ingrato leer para sentirse culpable... Las primeras cincuenta páginas no consiguieron atrapar mi atención; las cincuenta que seguían me convencieron de que la peripecia del protagonista me dejaba indiferente, o casi; antes de alcanzar las doscientas, me repito que solo el prestigio de su autor y la sancionada clasicidad de la obra son las razones que me sostienen en el arduo empeño de la lectura. Yo no sé si las páginas que siguen rebatirán el creciente hastío que supone para mí transitar por un folletín decimonónico cuyo afán de digresión y cuyo caudal de personajes accesorios casi me exaspera. ¿Es tanta la diferencia de calidad literaria entre este novelón indiscutido y otros mamotretos de la época que no disfrutaron ni disfrutan de la etiqueta Stendhal que a este consagra? Qué sé yo... La reflexión me devuelve al viejo debate sobre el prejuicio de los clásicos, y me reafirma en la antigua convicción de que los libros deberían editarse lo más desnudos que se pueda, prescindiendo de todo aval que no se sostenga únicamente en la ristra de palabras que les da su ser, desde la primera hasta la última, porque solo así prevalecería el sentido crítico originario. Pero ya sé que mi propuesta es inadmisible, la vergonzante quimera de un lector lentísimo que no sabe degustar un clásico.

jueves, 8 de marzo de 2012

RASTRO DE MÍ

En la encrucijada de la adolescencia, ningún deseo me perteneció con tanto ímpetu como abandonar la casa de los padres para dejar atrás el pueblo, y con él todas sus estrecheces, todas sus miserias. Asediado por la rutina de los días y por el ciclo triste de las estaciones, aquel muchacho se sabía derrotado de antemano por la inminencia de su destino. Escribí mis primeros poemas mientras buscaba refugio en la nostalgia de la imposible privacidad. Me pesaba en las alas el plomo herido de la repetición, el filo dentado de una trasnochada interminable. Agonicé en la certeza de que en aquel escenario nadie entendería nunca la singularidad de mis afectos ni el tamaño de mis ambiciones. Sin embargo, una fe ciega de búsquedas me abrió de par en par las puertas de la vida, y, alentado por aquellos padres, me instalé en una ciudad ni grande ni pequeña, y en sus aulas matriculé casi todas mis expectativas de presente y colonicé poco a poco los espacios y calculé estrategias para seducir al porvenir... Hoy lo recuerdo como si hablara de otra persona, y solo en el rastro inevitable que dibujan mis propios versos y los versos de otros, en el que restauran mis propios renglones y los renglones de otros, hallo el hilo conductor de tantas idas y venidas, de tantos caminos abiertos y de tantos callejones sin salida, de tantos palos de ciego hasta llegar a mí mismo, a mis alrededores. Presiento que cada vez estoy más cerca.

miércoles, 7 de marzo de 2012

PROEZA

Proeza es una de esas palabras que se paladean sin que uno sepa bien por qué, como asterisco y lapislázuli, como disuasorio y zalamero. Alguna vez encontraré tiempo para confeccionar mi pequeño diccionario íntimo, en el que deslizaré los pormenores más inconfesables de mi relación con las palabras y el significado subjetivo que me merece cada una. Hacía semanas o meses que no reparaba en esta, proeza, pero la tarde del lunes se me brindó fugazmente, mientras iba corriendo por mi circuito callejero, y anoche me acompañó en cada zancada, así que volví a sentir en mis piernas el roce de sus fonemas y en mi pecho el alcance de su voluntad. Después de un invierno abundante de sofá que me ha parecido más enconado que otros -diga lo que diga la estadística de los meteorólogos-, de nuevo recupero el ritmo antiguo del cuerpo y me sorprendo completando dos series consecutivas de cuarenta y cinco minutos, esto es, un minuto por cada vela simbólica soplada en la tarta de enero. En fin, una proeza íntima -el adjetivo íntimo es condición de las mayores proezas- que no he podido obviar en esta página.
(Lo sé, soy muy susceptible: se me ocurre ahora, entre paréntesis y al margen, qué distancia habrá entre la mera presunción y el catálogo de las proezas íntimas).

lunes, 5 de marzo de 2012

ACHAQUES

A mediados de julio cumplirá trece años, pero al paso que voy ni siquiera entonces habrá vencido la frontera de los doscientos mil kilómetros. Duerme en la calle desde hace más de un lustro, y con eso está todo dicho, o casi: le arrebataron la antena de la radio y también el tapacubos de una de sus ruedas; recuerdo una temporada en que el faro de la izquierda solo se encendía con un golpe sutil de la suela de mi zapato; el piloto del intermitente trasero de la derecha va remendado con un adhesivo que disimula las grietas; el espejo retrovisor derecho ya se ha acostumbrado al vendaje de cinta aislante, desde que una mañana me lo encontré mutilado sobre el capó; la quinta puerta, la del maletero, dejó de funcionar con el sistema de control remoto, así que siempre que abro o cierro he de introducir la llave; hay otra puerta, la trasera izquierda, que tampoco se somete a la orden automática; el elevalunas posterior derecho va fijo, soportado por una tabla de madera que ingenió mi cuñado; de vez en cuando la puerta del copiloto no reacciona, así que cuando lo aparco tengo que bordearlo y comprobar uno a uno todos los cierres; ninguna de las puertas de atrás abre desde adentro... Y ayer mismo, mientras conducía, se deslizó el cristal de la ventanilla del conductor y ya no quiso subir hasta que reapareció el ingenio de mi cuñado. Por poco tengo que dormir con él en la calle, protegiéndolo del saqueo, solidarizándome con su intemperie.

domingo, 4 de marzo de 2012

SOL

Lo necesitaba: repetirme en voz baja la oda intemporal de Luis de León, regresar a aquel origen que asimismo se vislumbra como el más proclive de todos los futuros, recibir en el rostro este sol que ya no sabemos si hace honor al invierno o si se alía definitivamente con la inmediata primavera.