lunes, 20 de febrero de 2012

CAMARADAS Y CAMARADOS

Ciudadanas y ciudadanos... Trabajadoras y trabajadores... Compañeras y compañeros... Sindicalistas y sindica... ¿lis... tos?
Cuando los señores políticos y las señoras políticas invocan a su masa social, y también a la ciudadanía y al ciudadanío que las apoya y los apoya y las jalea y los jalea, se empeñan en significar y subrayar la doble dimensión de un discurso que suele dirigirse a un auditorio compuesto mayormente por mujeres y por hombres (salvo despiste lamentable), abocados los unos y las otras a una paridad representativa tan políticamente correcta como meritoriamente sospechosa y democráticamente triste.
En sus arengas, sobre todo si las edulcoran las candidatas y los candidatos de la progresía, no faltan nunca las dos posibilidades que brinda el castellano, una para el masculino y otra para el femenino, inclusive cuando el uso genérico del lenguaje permitiría, sin trauma, obviar la insistencia machacona y tediosa. La fórmula de captación ha alcanzado unos niveles reiterativos que se confunden con el ridículo y hasta con la ridícula, si se me permite el palabro, y es ahí cuando a mí me da la risa (o el riso, con perdón). Pero, más aún, si la dualidad de los vocativos se convierte en recurso fácil para llenar las lagunas de pensamiento de la oradora o del orador de turno (o de turna), entonces la tontería y el tonterío adquieren tintes grotescos.
Me parece que hay un momento a partir del cual la excusa de sexismo machista, que suelen esgrimir los ideólogos y las ideólogas de esta tendencia, se vuelve contra ellas y contra ellos con la discreta elementalidad que siempre acaba imponiendo el sentido común. Hoy empiezan a ser cotidianas ciertas monstruosidades lingüísticas como la jueza, la edila y la conserja, pero no ocurre lo mismo con el juezo, el edilo y el conserjo, soluciones de una dignidad igualitaria fuera de cualquier disputa; opciones desquiciadas, si así se quieren entender, pero que habría que reivindicar ahora que hemos llevado las palabras al extremo ilustrado de la estulticia.
Si existe la periodista, me pregunto, ¿por qué no el periodisto?; y si la poeta y la poetisa, ¿por qué no el poeto y el poetiso? Camaradas y camarados...

sábado, 18 de febrero de 2012

LA ALBATROS

Donde hoy hallamos un supermercado, hubo a mitad de los ochenta una discoteca de pueblo que adoptó el nombre oceánico de ese ave, el albatros. Para acceder había que pasar por taquilla (unas doscientas pesetas) y luego mostrar la entrada a un viejo portero nada trajeado y nada cachas que rasgaba un trocito y te devolvía el resto con derecho a consumición. El recinto siempre permanecía en tiniebla, alimentado apenas con focos esporádicos y destellos luminosos arcaicos, de un arcaísmo ya sin duda impenetrable. La barra, elevada sobre el breve promontorio de dos escalones, ocupaba un lugar de preferencia en el que convivían en perfecta promiscuidad las distintas generaciones de aquel tiempo. Alrededor de la escasa pista de baile se formaban grupos masculinos de mirones que fumaban y bebían sin tasa durante las cuatro o cinco horas que duraba el nuevo rito de la noche del sábado. Lo más llamativo de aquella estética recién importada eran las estancias disimuladas detrás de macetones artificiales, espacios con sillones y sofás que permitían sus primeros escarceos íntimos a las parejas de novios y también a las parejas ocasionales. Pero más allá de lo probable -especie de submundo que hoy, paradójicamente, me recuerda el mítico descenso de Dante-, había también una mínima escalera que solo se podía bajar de la mano, maravillosa mazmorra en la que cohabitaban las canciones melódicas de Los Pecos y los susurros de las parejas que se aventuraban a tientas. Y fue allí, en esa oscuridad de dientes blancos, donde la muchacha más osada se adueñó de mi primer beso.

domingo, 12 de febrero de 2012

EL DERECHO A NO TERMINAR UN LIBRO

Es uno de los diez derechos imprescriptibles que defendió Daniel Pennac en su exitoso ensayo sobre animación a la lectura, Como una novela (1992). Advierte que hay treinta y seis mil motivos para abandonar antes del final, entre ellos que se trate de "una historia que no nos engancha" y que se muestre con "un estilo que nos pone los pelos de punta". Yo, a lo largo de mi vida de lector lentísimo y acaso demasiado puntilloso, muchas veces hice lo imposible por acabar un libro que me disgustaba, pero también son memorables los títulos que empecé y que luego no supe aguantar hasta el último punto.
Hace casi un mes que trato de adentrarme en una novela que, editada el año pasado, me llegó como regalo de aniversario y me puse a leer con verdadero interés, seducido por el prestigio que acumula su autor después de cincuenta años de literatura y del aval de los premios más generosos, del Planeta al Cervantes, pasando por otros reconocimientos; pero, por ahora, solo he podido alcanzar a la página 77 -tiene más de 400-, y ello otorgándole oportunidades y sometiéndome a esfuerzos de tolerancia y de atención que juzgo impropios de mi edad.
Ya en el primer capítulo me alarmó el desaliño expresivo, máxime tratándose de un autor que siempre ha llevado a gala la exigencia en el estilo: la adjetivación me resulta cansina y previsible -"un sol de castigo que brilla en lo alto del cielo azul"-, por no hablar del abuso exasperante de gerundios; no escasean determinadas asonancias internas -"calle" con "detalle", "acera" con "espera", "primero" con "asidero", etc.- que yo, que no soy nadie, evito en mis textos como la peor de las plagas; del uso arbitrario de leísmos solo diré que no es pecado, pero que sería fácil corregir con un poco de voluntad; y lo que más me disgusta, sobre todas las cosas, es ese derroche y descontrol de los adverbios acabados en mente, que yo suelo censurar como el más sintomático de los vicios de la prosa castellana: si abro las páginas 46-47 me hieren la vista hasta ocho, repartidos con equidad sospechosa. ¿Es normal -me pregunto- que en un párrafo de 26 líneas coincidan "amigablemente", "perfectamente" y "reiteradamente", junto a la sonoridad rotunda de formas como "persistente", "latente", "permanente", "incongruente" y "maloliente", más la propina del sustantivo "mente" (págs. 42 y 43)?
Creo que me voy a tomar mi derecho y no lo voy a terminar, pues ya me hace señas seductoras La Cartuja de Parma. A modo de anécdota, releo y transcribo lo que mi aburrimiento garabateó al borde de una hoja de ese ejemplar que alguien me regaló por mi aniversario: "Es importante que el amante se levante y cante, siquiera otro instante, y que aguante mi desplante delante de semejante infante". Uf...

lunes, 6 de febrero de 2012

UN POEMA SIN FECHA

Me lo acabo de encontrar en una de esas libretitas en las que todo lo apunto, desde una dirección de correo a una receta de cocina o una ocurrencia para un cuento o una frase ingeniosa. Hace tanto que no me paro a escribir versos con voluntad consciente que, ahora, el hallazgo inesperado de esta bagatela enhebrada bajo un cielo que ya no recuerdo me ha parecido digno de rescate. Aunque solo sea lo que es: la debilidad de un instante que ya perdió su fecha.

PLAZA DE LA CATEDRAL

Nadie va, nadie viene.
Los caminos se cruzan
en su azar de adoquines,
mientras la luz del día
instala su pereza
en ociosos quehaceres.
Un café, mi cuaderno...
Y unos versos vencidos
por esta paz tan frágil,
al filo de las horas.
Nadie va, nadie viene.
La estampa se repite
desde aquel primer día.

domingo, 5 de febrero de 2012

LA PRIVADA

"Debemos estar alerta contra la tendencia del Estado a desentenderse de la educación y encomendarla a los particulares. El argumento en contra es demoledor: la educación privada, buena o mala, es la forma más efectiva de la discriminación social". Son palabras destiladas de un discurso leído por Gabriel García Márquez, en 1995 y en Panamá, ante un montón de mandatarios latinoamericanos. Palabras que, si pienso en el vocerío que paulatinamente se adueña de este país nuestro, se me antojan providenciales para llevarlas en mi alforja y esgrimirlas cada día contra la demagogia más cerril, que no descansa: esa que se consagra a sus razones para apedrear su propio tejado.

viernes, 3 de febrero de 2012

EN MI MESILLA DE NOCHE

A primera hora de la mañana he leído en el diario la noticia de la muerte de Wislawa Szymborska, la poeta polaca que fue distinguida con el Nobel en 1996. Ocurrió el pasado miércoles, a la edad de ochenta y ocho años, pero yo no lo he sabido hasta hoy, quizá porque ayer no miré la prensa y porque -me temo- para los informativos de las televisiones no hay tiempo que perder en la crónica de la muerte de una poeta polaca octogenaria.
La descubrí no hace tanto, acaso un par de inviernos, gracias a un libro muy breve que se titula Aquí (2009), y su modo de decir y la sutileza de su mirada se me impusieron enseguida como un hallazgo extraordinario: soy un lector de poesía muy poco complaciente, cada vez tardo más y más en encontrar una voz cómplice o unos versos que me reconcilien con el género. Así, por ejemplo:

VERMEER

Mientras esa mujer del Rijksmuseum
con esa calma y concentración pintadas
siga vertiendo día tras día
leche de la jarra al cuenco
no merecerá el Mundo
el fin del mundo.

Más tarde, con un pequeño sobresalto -pues persiste en mí la tendencia a buscar significados más allá de lo razonable-, he recordado la casualidad de que en mi mesilla de noche lleva más de un mes una selección de su obra, Paisaje con grano de arena (Lumen, 2005). Y ahora acudo al volumen y constato que cuando el miércoles de su muerte apagué el flexo para dormir dejé el marcapáginas justo en la 139, que es precisamente la que reproduce el comienzo del poema que da título al volumen:

Lo llamamos grano de arena.
Pero él no se llama a sí mismo ni grano ni arena.
Prescinde de nombre [...]

jueves, 2 de febrero de 2012

IMPUNIDADES FLAGRANTES

Hace unos días, las televisiones de medio mundo se recrearon en la reposición de la escena, imagen de la que inmediatamente se adueñó ese bazar inagotable, internet, por lo que cabe sospechar que también acabaría viéndola la otra mitad de mundo. Cuando se impone la obviedad, sobran las palabras, así que no ha de extrañarnos que los locutores, al reponerla, concedieran una tregua de silencio a los cuatro o cinco segundos que consume la fechoría: un futbolista mal encarado bordea a un contrario que yace en el césped y, tras cerciorarse del lugar exacto de su mano, cambia el paso para pisarla con los tacos de su bota. No es un lance del juego, que se detuvo para ejecutar la falta, sino la agresión deliberada de un gladiador de nuestro tiempo que presta sus servicios a un club que se dice el más grande de cuantos hubo y habrá, un individuo que vive instalado en la actualidad transitoria de las páginas deportivas y que seguramente ignora la cifra de millones de euros que acumula en sus cuentas. Lo peor es que tanto una mitad de mundo como la otra mitad admite y lamenta la actitud reincidente del muchacho, que por otro lado es un ángel en la intimidad de su hogar. Sin embargo y sin penitencia, tras obligarlo a excusarse en una pantomima de vídeo que excluye cualquier forma de arrepentimiento, a los siete días se le integra en el partido de vuelta, al más alto nivel de las esferas futboleras, y el muchacho saca pecho, y todo queda en nada.
Siendo llamativo el caso, no es, sin embargo, más que una socorrida anécdota que nos persuade de las cotas de impunidad flagrante que está alcanzando en España la aplicación de la justicia por parte de los jueces. En las mismas fechas que el pisotón, un político -cuyos sucios manejos han sido retratados con creces en las grabaciones que filtran los medios- esboza su sonrisa orgásmica y, fuera de toda sospecha, se postula en su honradez a prueba de juicios y amenaza con su rehabilitación para la cosa pública desde el mismo instante en que cinco conciudadanos suyos fallan a su favor, frente a otros cuatro no menos conciudadanos suyos que opinan lo contrario.
Y, para colmo de las sinrazones -el mundo al revés, como no hubieran imaginado los áureos entendimientos de los Cervantes y los Quevedo de aquel siglo-, también estos días asistimos con cierto pasmo a la causa abierta contra un señor juez que pretendía ejercer lo que le demandaba su noble oficio, esto es, juzgar -porque es de ley que primero se juzgue, y es de ley que después se falle a favor o en contra- los crímenes y reparar a las víctimas de una dictadura que, como todas las que merecen tal nombre, dilapidó prebendas arbitrarias entre sus afines y se ensañó hasta la muerte con quienes no participaban de su festín. Lo dicho: el mundo al revés.