miércoles, 3 de julio de 2019

Hago cuentas de mis correrías crepusculares durante el primer semestre del año. Lo desgloso aquí con ánimo de presunción, para recrearme en la constancia y en sus frutos, y confío en que los tres lectores -tres- que todavía intuyo en este sitio excusen la debilidad de los datos. Añado que prefiero correr solo, por un circuito fijo que no me distrae ni me obliga a corregir azares, sin ninguna ortopedia ni ingenio auricular, sintiendo en plenitud el ritmo de mi cuerpo y el ciclo de mi respiración, pensando.
Entre el 7 de enero y el 25 de junio salí a correr treinta y dos veces: siete en enero y siete en febrero, seis en marzo, tres en abril, cinco en mayo y cuatro en junio. Los días 12 de abril y 6 de junio alcancé mi tope: dos horas completas sin detenerme. En total he cubierto 2557 minutos, esto es, 42.6 horas, a una media de ochenta minutos por sesión. De la distancia recorrida no sabría decir, salvo que calculo, grosso modo, que cada vuelta de diez minutos equivale a unos 1700 metros, lo que supone unos 10.2 kilómetros por hora. Entonces son... ¿434.5 kilómetros en seis meses? No sé si es mucho o poco, pero no esperaba más de mis fuerzas ni de mi maltrecha perseverancia.

martes, 2 de julio de 2019

Stefan Zweig nunca defrauda mis expectativas. Sus historias, por lo común de extensión media, aúnan la intensidad del cuento y la generosa ambientación y el análisis psicológico de la novela tradicional. Carta a una desconocida y Veinticuatro horas en la vida de una mujer son dos títulos que participan de ese pulso, de ese equilibrio cuyo magisterio se sumerge en los más grandes del realismo decimonónico, tal vez con Antón Chéjov a la cabeza.
Entre el domingo y el lunes despaché, tras incontables aplazamientos, la conocida Novela de ajedrez. Y lo que más llamó mi atención dispersa no fue el reclamo de ese juego para intelectuales, según se dice, ni la astucia narrativa para cruzar los sucesivos planos llevándonos de un personaje a otro y volviendo luego, sin estridencias, a la situación de partida; lo que más me agarró y me subyugó como lector fueron esos párrafos en que el enigmático señor B., tras permanecer aislado y sometido a la tortura de la soledad y a los interrogatorios de la Gestapo, mientras espera órdenes superiores bajo vigilancia de un guardián, repara en algo que al cabo conseguirá sustraer y que a la postre significará su salvación: "[...] ¡Un libro! Mis piernas empezaron a flaquear: ¡UN LIBRO! Hacía cuatro meses que no tenía un libro en las manos y ahora la sola idea de un libro con palabras alineadas, renglones, páginas y hojas, la sola idea de un libro en el que leer, perseguir y capturar pensamientos nuevos, frescos, diferentes de los míos, pensamientos para distraerse y para atesorarlos en mi cerebro, esa sola idea era capaz de embriagarme y también de serenarme. Mis ojos quedaron suspendidos de aquel bulto que formaba el libro en el bolsillo, como hipnotizados, con una mirada tan ardiente como si quisiera perforar el tejido. Finalmente no pude controlar mi avidez; involuntariamente me fui acercando. [...]"
El desenlace, significado en la última partida con el campeón del mundo de ajedrez, ya me pareció menos efectivo que esta secuencia completa.

lunes, 1 de julio de 2019

Y pensar que con todo el tiempo que he perdido, que pierdo, se podría construir una vida. O varias vidas.