jueves, 26 de enero de 2012

LA SONRISA DEL AHORCADO

Reviso estos días mi producción de cuentos, empeñado una vez más en reunirlos en un solo volumen y dotarlos de una estructura que aspira a ser definitiva.
La mayoría de ellos fueron escritos en tres periodos: los más deudores y experimentales, entre 1987 y 1993; los más genuinos y asequibles, entre 1998 y 2000; y luego unos pocos que, bajo la forma de homenajes o de guiños impremeditados, se me fueron insinuando como materia espontánea de este blog, allá por 2008. Y, releyéndolos, vuelvo a sentir como una fatalidad mi extraordinaria desidia editorial -tan solo cuatro de los treinta y tantos se vieron involucrados en algún concurso de otro siglo, y fue de tal guisa como se asomaron al papel roído de una revista o de una publicación multitudinaria-, vuelve a mí con su pesada carga esa maravillosa impericia para sacarlos de una vez por todas del cajón (en aquel entonces) o del disco duro (en este ahora) y entregarlos a la imprenta para empezar la necesaria ruta del olvido. Pues siempre me detiene una especie de prudencia que esta tarde no logro distinguir del mero orgullo, o de lo que otros llaman vanidad: no a cualquier precio, me digo y me repito, no de cualquier modo.
Así que ahí continúa, vegetando en una sombra ya extenuante, ese manojo de historias que se han ido desprendiendo de mí al hilo de mi propia vida, pero que no acaban de emanciparse. A la primera de todas la llamé intuitivamente La sonrisa del ahorcado, y, tantos años después, sé que ese poético título acabará siendo el paraguas conciliatorio de todas las demás. Aunque aún no sé ni cuándo ni dónde; ni siquiera sé si sobreviviré para verlo.

viernes, 20 de enero de 2012

ME CONTARON QUE

Me contaron que lo habían previsto para el 20 de diciembre, pero mi madre erró el cálculo y todo sucedió con la exacta diferencia de un mes. Fue a la hora de la siesta de otro viernes de enero, día de frío y de sol cuya adscripción al zodíaco se disputan todavía dos signos, Capricornio y Acuario, aunque a mí me da que el que mejor se aviene a mi persona es el de la cabra que tira al monte. Todo sucedió en el dormitorio de la casa -calle Palomar Bajo, número 22-, sin sábanas ajenas ni paliativos del dolor ni útiles quirúrgicos sofisticados. A falta de médico, participó en el parto Juanita la Comadrona, célebre en aquel pueblo que hoy se me antoja tan lejano. Nadie acierta a decirme cuánto medí ni cuánto pesé al nacer, probablemente no eran datos de importancia en esos años sin hábitos de pediatría, pero sí me han contado muchas veces que salí con dos vueltas de cordón al cuello y que mi padre estaba dignificando la puerta de la casa con una baldosa de cemento, así que hubo que disponer un tablón para que accedieran las visitas.
Ahora el arco de la vida dibuja un ángulo simbólico de 45 grados, la báscula que esta mañana me sostuvo en ayunas sentenció la cifra de 78,4, hace mucho tiempo que no me ocupo de medir mi altura en centímetros.
Últimamente duermo bien.

jueves, 19 de enero de 2012

AL HILO DE FAUSTO

Abonado a la fe cíclica de los buenos propósitos que suele presidir mis principios de año, retomé hace días el Fausto de Goethe, habiendo transcurrido un lapso de más de dos décadas desde que suspendí mi avance entre la primera y la segunda parte. Quiso el destino que entonces lo leyera en una edición contemporánea que me cedió un compañero de piso, a modo de intercambio por otra de Plauto que yo le presté y que él me había extraviado. El ejemplar que ahora cojo en mis manos -"las manos que merece", escribió la suya el 23 de abril de 2001- arrastra una historia bien distinta y llegó a mí por otra de las innumerables galerías del destino, significada en un alumno que, agradecido, quiso obsequiarme al terminar el curso, un alumno que, según he sabido, se quitó la vida tiempo después con un arma reglamentaria. En fin, el que poseo en su memoria es una reliquia en dos volúmenes y encuadernación en tela, editado por la Compañía Ibero-Americana de Publicaciones (Madrid, 1930) y con prólogo de Ángel Valbuena Prat. Y es del eminente filólogo de quien me apetece rescatar un fragmento que me cautivó por su visión lúcida y agudeza crítica, dos talentos que escasean entre las hornadas de comentadores de libros de los últimos lustros. Para acercarnos a la magnitud de Fausto, se refiere el señor Valbuena al "poder constructivo del espíritu alemán", y lo hace en los siguientes términos:
"[...] La primera excelencia de la cultura germánica es su potencialidad constructiva. Se trata de la civilización de los emperadores del sistema. Para lo cual no necesitan los alemanes de un estilo especial en arquitectura, del que carecen, aparte su original interpretación del gótico. Es un rasgo esencial de su alma, que proyectan sobre todas sus creaciones. Alemania posee una arquitectura ideal del pensamiento, de la literatura y de las artes especiales. Por eso sus filósofos son metafísicos y sus músicos sinfonistas. La metafísica es la arquitectura de la filosofía, del mismo modo que la sinfonía es la arquitectura de la música. El estilo alemán hay que contemplarlo en los edificios mentales de Kant, Schelling, Hegel y Schopenhauer, o en los grandes maestros del contrapunto del siglo XVIII que se coronan en la cúpula acústica de las nueve sinfonías de Beethoven. [...]"

domingo, 15 de enero de 2012

LA TRAVESÍA DE HAMZA

Al principio niega con la cabeza y se justifica desde una media sonrisa permanente: no le gusta hablar de aquello. Pero sus gestos no me cierran la puerta del todo y yo insisto, aupado a la honradez de mi propósito, ya que carezco de otro método. Él no tarda en admitir que sus padres trabajan en el campo, que lo hizo porque son muy pobres, solo por eso, y que ellos estaban de acuerdo aunque no conocían toda la verdad. También, con algunas dificultades de pronunciación, dice que tiene una hermana de diecisiete y un hermano de once, y que allá dejó vivos a dos abuelas y a un abuelo. Después, poco a poco, convoca las palabras de un idioma que aún no domina, y, entre el interés de mis preguntas y la materia viva de su recuerdo emborronado, vamos llenando de datos a veces contradictorios los espacios del mapa que yo improviso en una hoja de su libreta.
Salió del pueblo de Oulad Yaich (cerquita de Beni Mellal, no muy lejos de Marrakech) la medianoche del 23 de abril, con 50 euros en el bolsillo. Unas cinco horas tardó en alcanzar Tánger, donde lo estaba esperando con documentos de identidad falsos un amigo suyo de dieciséis años. Ese mismo día, entre las diez de la noche y la una o las dos de la madrugada, ambos cruzaron el Estrecho de Gibraltar escondidos en un camión, pero en el hilo confuso del relato no acabo de negociar los detalles más íntimos de su odisea. Luego, quiero entender que en el mismo camión, siguieron rumbo hasta Almería, ciudad que los recibió al amanecer del día 24. Ahí tomaron un tren para Lorca y luego otro tren con destino a Murcia, salvo que él se bajó en la estación del Carmen y su amigo Mohamed continuó viaje a Valencia, donde puede ser que aún esté pero él no lo sabe, no ha vuelto a saber nada, no tiene su teléfono. Entonces, a media mañana, ya irremediablemente solo y con "sero euro", buscó un puesto de la policía donde le ofrecieron algo de comer y lo condujeron al centro de acogida de menores.
Hamza Zamzami cumplió los trece años en España, el 15 de julio. Le dejan un móvil para hablar con su familia dos o tres veces al mes. Dice que no quiere volver a Marruecos mientras no consiga papeles, ha venido para ayudar a los suyos. Lo miro en el pupitre que ocupa -ora entregado a la tarea escolar, ora en abierta actitud de ensoñación o de ausencia- y trato de interceptar en algún destello de la mirada o en la pequeñez de su cuerpo cualquier signo, algún reflejo del secreto insondable de tamaña voluntad. Suena la sirena del cambio de clase y yo permanezco un rato más atrincherado en mi mesa, fijo en la estela del muchacho que ya se ha perdido junto a sus compañeros en el pasillo de la vida, preguntándole al silencio del aula cómo se irá fortificando en un cerebro de once y de doce años una decisión tan definitiva y tan adulta.

lunes, 9 de enero de 2012

MODERN TIMES

Cada vez que llegan estas fechas -y llegan con la estricta periodicidad del calendario-, las imágenes de la urbana muchedumbre entrando a empellones en las dependencias de una tienda de ropa se asoman a los informativos de las televisiones para proclamar la inauguración de las rebajas. Pese al discurso de novedad que quieren imprimir los locutores, la escena es todos los años la misma: una cámara fija, dentro del local, enfocando a la verja y a las puertas de cristales que cierran el paso a la multitud, a una distancia panorámica y a la altura de dos cuerpos (quizás desde media escalera). De pronto el mecanismo se activa y decenas de individuos acceden por esa especie de embudo, dificultosamente, con alguna que otra zancadilla y algún que otro codazo, hasta ocupar el templo de su fe y acechar tras los expositores y disputarse cada prenda. El otro día, en el centro de Madrid, pude ver con mis ojos una cola civilizada de personas que se aprestaban a pasar la noche a menos de tres grados centígrados; su objetivo, según he sabido luego, era convertirse en uno de los pocos agraciados que a la mañana siguiente, desnudos (salvo el calzoncillo o la braguita), ocuparían a toda prisa el comercio para llevarse sin coste alguno cuanto pudieran saquear y ponerse encima.
Esa cámara que anuncia las rebajas me trae siempre a la memoria aquella otra de Chaplin que supo inmortalizar, en menos de diez segundos y en inteligente sucesión, el invariable atropello de un rebaño de ovejas y la entrada de los obreros en la fábrica donde eran explotados. Si aquellos de la película de 1936 se dedicaban a producir en beneficio de una industria, los de la imagen fija de los grandes almacenes se aprestan a consumir en beneficio de otra industria, lo cual comprende el principio y el fin últimos de la cultura que vivimos. Lo que no cambia en ningún caso es la interpolación subliminal del rebaño.

LO QUE VALE UN HOMBRE

En carta a Louise Colet, fechada en 1853, Gustave Flaubert escribió con suficiencia de artista y orgullo de genio, casi con descaro, la frase que sigue: "Se puede calcular lo que vale un hombre por el número de sus enemigos, y la importancia de una obra de arte, por los ataques que recibe". Durante más de un año, primero en un papelito mal cortado y luego en una libreta de bolsillo y al fin también en cualquier página de mi agenda de 2011 y en la recién estrenada de 2012, he llevado la transcripción a mano de esa cita que, a su vez citada, ya no sé dónde encontré. Varias veces estuve a punto de trasladarla a este blog para no tener que guardármela más, pero siempre me retenía un prurito de prudencia que todavía no sé a qué recoveco del subconsciente debo achacar. Hoy me he sorprendido recitándomela de memoria, sin darme cuenta, y esa ha sido la señal, el extraño resorte que se me negaba y que sin embargo se ha evidenciado imprescindible para que me decidiese a depositarla aquí y a compartirla definitivamente.

sábado, 7 de enero de 2012

PEDIR PERDÓN

Estoy harto de oír a muchos políticos del lado de acá que los asesinos de ETA deben pedir perdón a las víctimas, esto es, coronar con sus propias palabras una especie de arrepentimiento sincero y sentido y por supuesto público. También estoy harto de oír a muchos políticos del lado de acá que las víctimas del terrorismo no pueden faltar en cualquier mesa donde se debata el asunto, porque de su condición de víctimas, al parecer, emana un maravilloso don para discernir la raíz del conflicto y la solución del problema.
Entiendo que, cuando hablan de víctimas, muchos políticos se refieren a los heridos y a los secuestrados y a los amenazados y a los familiares de unos y de otros, y también a los descendientes de esos casi mil muertos que no pueden escuchar ningún perdón y que ponen número al derrotero sanguinario de la banda. Supongo que muchos políticos interpretan ese acto verbal de los terroristas como un paso definitivo hacia no imagino qué fin, cuando no como una morbosa exigencia de los ciudadanos de bien para que los otros, los ciudadanos de mal, escenifiquen su error a modo de expiación semanasantera.
Yo no sé si a la víctima le importará mucho el perdón que privadamente pueda pedirle el asesino o secuestrador o colaborador de la causa terrorista; en todo caso, pertenece al ámbito de su intimidad, a lo más hondo de su cualidad humana, y como tal lo respeto. A mí, que en este asunto pienso y escribo como mero ciudadano, no me ablandan las palabras más o menos coyunturales que pueda pronunciar el dueño del terror ni me seduce la opinión de la víctima, pues los suyos son apenas actos individuales que solo les incumben a ellos mismos. A mí, lo único que me sirve es que de principio a fin se haga cumplir el Código, su texto, sin que en la determinación de la sentencia ni durante la ejecución de la pena se mezclen elementos subjetivos ni derivaciones no contempladas en la norma general que nos rige.