domingo, 30 de noviembre de 2014

UNA TESIS


“No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar
lo que espera
más que duró lo que vio,
pues que todo ha de pasar
por tal manera”.

Con esta sextilla manriqueña principié, en febrero de 2006, la presentación de mi libro La sonrisa vertical. Una aproximación crítica a la novela erótica española (1977-2002), título que se constituía en secuela impresa, definitiva, de una tesis de doctorado perpetrada en su mayor parte durante el verano de 2001.
En los años previos, prácticamente desde 1994, había imperado la lectura errática de bibliografías, el miedo a redactar algún capítulo que le fuese dando forma, la incertidumbre y la parálisis de quien no alienta ambiciones académicas en la universidad y, en fin, el abandono intermitente del proyecto.
Pero una tarde de mayo supe casi por casualidad que mis créditos se agotaban en poco más de tres meses, y que si no culminaba el trabajo en ese plazo tendría que someterme a nuevos trámites administrativos, incluidas matrículas y reingreso de tasas.
Espoleado por la urgencia, leí y anoté veinte novelas eróticas en veinte jornadas, al tiempo que urdí un plan para someterlas a estudio y análisis crítico comparado en cuatro semanas más. En septiembre se encuadernaron las copias requeridas, se constituyó el preceptivo tribunal afín y se fijó fecha para la lectura pública.
Sucedió un 30 de noviembre. Nunca antes, ni después, recuerdo haberme reprimido tanto las ganas de evacuar como en aquellas tres horas eternas que pasaron entre mi exposición, el sesudo comentario de cada uno de los cinco sabios y las preguntas y respuestas que exigía el protocolo.
Sobresaliente cum laude.
Almuerzo entre doctores.  

El texto anterior se publicó en otra parte menos frecuentada; por eso, hoy, se me ha ocurrido traerlo también a esta página. Posteriormente supe que el mismo día de la lectura se marchaba de la vida Jorge (el aliento casi cínico de Martínez de Paco), enfermo de Steinert, al margen de todos y de todo, vigorosamente inédito, póstumo como un dios. 

viernes, 28 de noviembre de 2014

SEÑAS DE GOYTISOLO (JUAN)

Cuando el otro día supe que a Goytisolo (Juan) le habían concedido el premio Cervantes, lo primero que me pregunté fue si lo aceptaría; lo segundo, si tendrá ganas de venir a recogerlo; lo tercero, con qué clase de discurso saludará a las autoridades que presidan el suceso.
Luego me acordé de mi lejana lectura de Señas de identidad, aquel invierno incierto de 1993-94 que para mí significó una tregua, el regreso fugaz y la despedida definitiva de la casa de los padres. Yo entonces no hacía más que pensar novelas que nunca escribiría, engordar dietarios y cuadernos de apuntes, descreer de mis posibilidades de acceso a una plaza en la enseñanza pública, acarrear pequeñas cargas de leña y vigilar el fuego de la estufa junto a la que me cobijaba, leyendo desde la caída del sol.
Mantengo muy viva la sorpresa de que el relato de Goytisolo (Juan) comenzase con el Réquiem de Mozart: precisamente yo había imaginado el mismo inicio para alguna de las historias que pensaba perpetrar en un futuro, y esa coincidencia me jodió y me alentó a partes iguales. Después, en el capítulo III, me maravilló que Goytisolo (Juan) situara la trama en escenarios vecinos de donde me hallaba: Elche de la Sierra, Molinicos, Riópar, Letur, Socovos; hasta tuve la tentación de acercarme al lugar para comprobar si en efecto allí estaba la cruz de piedra con la inscripción de los cinco caballeros españoles asesinados por la canalla roja de Yeste.
Me vislumbro como una sombra en el recodo perverso de la edad, inclinado sobre el libro aquel de Goytisolo (Juan), subrayando renglones y pasajes con la diligencia imperturbable de un aprendiz con todas las vidas por delante, soñando.
Cuando estuve en Marrakech, hace cuatro o cinco nocheviejas, un amigo que vive en la ciudad me informó, entre otras cosas, de la costumbre de Goytisolo (Juan) de despedir el día desde la terraza del Café de Francia, frente al espectáculo único de la plaza de Jemaa El Fna. Pero no di con él, así que no le pude preguntar por qué no le habían otorgado aún el Cervantes que tanto merecía, ni si aceptaría el honor pese a su actitud sobradamente conocida frente a la farsa de los premios, sobre todo los institucionales, ni si no obstante acudiría a recogerlo de manos de un rey, ni con qué clase de discurso se atrevería a saludar a las autoridades.
Pronto se sabrá. Pronto Goytisolo (Juan) dejará de ser noticia, otra vez.

lunes, 24 de noviembre de 2014

RÁFAGA DE LUCIDEZ

Sé de cierto paréntesis, de determinada secuencia aislada de cualquier progresión en el tiempo, en que todo encaja sin que me pregunte cómo, en que a uno le parece que las galaxias y los universos y sus sistemas planetarios se sacian de una armonía primigenia, plena, definitiva. Quienes atisbamos el milagro nos sentimos partícipes de esa comunión, inmediatos e insustituibles, misteriosamente necesarios para que nuestra esencia fugaz avive sin descanso el fuego de la eternidad. Dura poco, no más de una fracción de minuto, como una especie de déjà vu en que la presencia absoluta no se anticipa a ningún después, ni se justifica en ningún deseo ni porvenir: simplemente es, y así se basta. Algunos lo identifican con la palabra Dios o recurren a soluciones fáciles, como la idea de felicidad, de gozo extremo, de inteligencia emocional. Para mí no es más ni será menos que la nostalgia de una conciliación imposible, un destello antiguo que huye de nosotros los humanos, una extraordinaria ráfaga -todavía- de lucidez. 

martes, 18 de noviembre de 2014

EL ABUELO PEDRO

Ayer, de mañana, por diversos meandros del pensamiento, vine a acordarme de mi abuelo Pedro. Su imagen ya no me abandonó en toda la jornada.
Había nacido en 1906, hijo de Francisco y Beatriz, y completó sus noventa años volcado casi hasta el fin en faenas agrícolas. Conozco media docena de anécdotas que ilustran su biografía de hombre anónimo.
Durante el servicio militar, en Madrid, hizo guardias a Primo de Rivera. Luego lo volvieron a reclutar para la guerra del 36, y aunque le daban igual los unos y los otros, participó en la batalla de Brunete del lado republicano. Se vino al pueblo con un permiso médico breve, al azar de los caminos y las gentes, enfermo de trincheras y de muertes, y los últimos meses del conflicto los vivió escondido en un cortijo, huyendo de que lo reclamaran para regresar a aquel infierno.
Durmió en la cárcel una sola noche, cuando algún desalmado lo denunció por hablar en la calle, a horas indebidas, con otros dos al parecer tan subversivos como él.
Adusto y laborioso, siempre tuvo una burra que lo acompañaba a las huertas.
Fumaba a diario un par de cigarrillos de liar; y cuando un médico le habló de sus pulmones no necesitó ni un minuto para prescindir definitivamente de ese hábito.
Llevaba un braguero que le sujetaba la quebrancía, pero que jamás le impidió echar una mano cuando había que sembrar las patatas o recoger la oliva del suelo o buscar ripios, como él los llamaba, para insertar en el muro de piedra de la casa.
Era tan celoso del trabajo y del esfuerzo que no entendía que algunos jóvenes salieran a correr sin más propósito, desperdiciando esa energía tan necesaria para el campo.
Un domingo, en la mesa familiar, protestó que él no debería comer porque aquel día no había hecho aún nada de provecho; y no lo dijo en broma.
Ya octogenario, sentado en una caja de albaricoques, mientras almorzábamos en el bancal, le oí decir una sentencia que luego aproveché para enhebrar un mal soneto.
Lo recuerdo en mis visitas de los últimos años, siempre erguido sobre la silla, delante del televisor que no veía ni oía, junto a la estufa de leña, casi ausente.
Nunca se quejó; lo único que no quería es morirse, porque la muerte es una cosa para siempre.

jueves, 6 de noviembre de 2014

LLENA

Calculo el desasosiego
de la luna cuando tú
no la miras, cuando tú
no la inventas, cuando tú
no la nombras.

Hazte cargo, mi amor:
tus sombras
obran.

martes, 4 de noviembre de 2014

LA VERDAD DE LA LITERATURA

Mientras la docilidad de mi coche se deja conducir en las idas y vueltas de la travesía cotidiana,  escucho en la radio el caso de las violaciones de niñas en un barrio de Madrid, la alarma social y el miedo, el avance de las pesquisas policiales, el cerco cada vez más estrecho, la detención de un sospechoso de apariencia normal, alguien de quien nadie había sospechado; y el sobresalto de la realidad me devuelve quince años atrás, a las tardes ociosas e idílicas y casi a las sensaciones transferidas desde las páginas de Plenilunio, aquella novela de Antonio Muñoz Molina.
Leo en los medios, con una mezcla intraducible de curiosidad y de pereza, mientras me tomo el café cortado que señala el ecuador de las clases, las últimas noticias sobre los rigores del Ébola en los países de origen y el contagio de una enfermera en los Estados Unidos y de otra enfermera en España, el pánico en los rostros del vecindario, la tendencia a culpabilizar a la paciente que permanece aislada en una planta de hospital; y el rigor de los acontecimientos y la insensatez secular de los gestores husmea en el itinerario de antiguas lecturas y me trae la imagen de un ejemplar de Ensayo sobre la ceguera, mi primer encuentro con Saramago, y antes aún, en el otoño de 1987, la precisión marmórea y los últimos renglones de La peste, de Albert Camus.
Comentan los tertulianos del mediodía televisivo, mientras ingenio cualquier exquisitez con las reservas del frigorífico y el apoyo indispensable de la despensa, el avance meteórico que los sondeos de intención de voto vaticinan para una formación que se sirve de la palabra "casta" para agrupar a los políticos de oficio, esos que hoy andan de boca en boca, de juzgado en juzgado, de celda en celda, y esos otros a los que no identificamos porque todavía los cubre el nivel de la mierda; y en el fragor de la tertulia, harto de actualidades sin talento, no puedo menos que reconciliar mis horas con el volumen de la primera edición de Escuela de mandarines, el universo de palabras de Miguel Espinosa.
A menudo la verdad del mundo es sórdida y mezquina y transpira la podredumbre que solo el ser humano genera. En cambio, la verdad de la literatura, de la buena literatura, se eleva sobre nuestras peores pesadillas, nos acompaña en un letargo benéfico y, cuando se sabe necesaria, reaparece y nos consuela, nos salva de nosotros mismos.