lunes, 1 de enero de 2018

No hay cultura sin sensibilidad. Lo pensaba este mediodía, sentado en el sillón de la casa de los padres, mientras reeditaba el rito anual, inaugural, de seguir por televisión el Concierto de Año Nuevo que se emite desde Viena. Hay, de hecho, grandes inteligencias que en el trato cercano suenan huecas -doctores que aprendieron mucho, profesionales ilustres, especialistas en cualquier cosa-, pero que no prestan atención a la belleza simple del mundo ni saben rendir sus voluntades ante una obra de arte. En el espíritu verdaderamente culto habita un talento que nace o que se hace, una cualidad íntima que lo determina, una predisposición sensible.  

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