martes, 4 de septiembre de 2012

PAÍS DE VERGÜENZA

Hace cincuenta años, mi padre arrastraba su pesado maletón por estaciones de ferrocarril hasta completar un periplo de más de veinticuatro horas y pisar el andén de su última parada, la de Beziers, en el país vecino. (Antes había dilapidado dieciséis meses consecutivos de su vigorosa juventud -renunció a los permisos, que hubieran significado más gastos para la familia- en un destacamento militar del norte de África, periodo de servicio a la patria que los reclutas de aquella España asumían con resignación o rehenes de una triste propaganda heroica). Después volvió a su tierra para casarse con mi madre, y juntos recorrieron las mismas estaciones para acabar en aquel pueblo abastecido de emigrantes españoles, Saint-Thibèry, y trabajar en las tareas agrícolas que les asignaba el patrón de la finca. Allá permanecieron cerca de tres inviernos, felices de su bonanza pero nostálgicos de los suyos, ahorrando para comprar una casa, para montar un bar, para alumbrar las criaturas de un hogar futuro. Así fue la historia, así me la cuentan. Al cabo de varias décadas tramitaron unos papeles en los que no confiaban y el gobierno del país vecino les otorgó una pequeña pensión, verdaderamente más simbólica que material -no alcanza los cien euros-, un complemento que sus manos septuagenarias reciben mes a mes con orgullo retroactivo, y que los invita a evocar con inusitada gratitud las virtudes de aquel país vecino que alguna vez les ofreció lo que el suyo les negaba.
Ayer, miles de personas residentes en España se acercaban a los mostradores de los ambulatorios para informarse del trato que recibirán en caso probable de enfermedad, personas con patologías imperiosas o con simples resfriados y gripes o con hijos menores a su cargo, personas que soñaron un país para progresar y que ahora son invitadas a volver al suyo de origen desde la sonrisa cínica de cualquier patán electo, personas en cuyos rostros más extranjeros que nunca se advertía ayer la terrible indefensión de los débiles, la dignidad vulnerada, la injusticia más elemental, e imaginaba yo el cuerpo vigoroso y la incertidumbre secreta de mi padre mientras arrastraba por primera vez, sin destino fijo pero ebrio de proyectos, su pesado maletón, hace cincuenta años.
Hoy no puedo remediarlo: me avergüenza este país, la madeja de despropósitos en la que poco a poco se nos va enredando.

No hay comentarios: