Mucho de lo que golosamente uno ha ido bebiendo de tantas fuentes
para hidratar su biografía narrativa (me refiero aquí, con sucesivo entusiasmo,
a las lecturas de Juan, de Jorge Luis, de Antonio, de Miguel y de José, entre
otros nombres menos memorables) se volvió a menudo contra la prosa genuina que
uno hubiera querido para sí y para cimentar su obra, y ello, quizá, por culpa
de esa irreprimida tendencia al mimetismo que, ahora me doy cuenta, lo mismo
puede entenderse como facilidad y talento técnico que como lastre creativo. Si
he reparado en ello es, creo, gracias a mi última predilección por Milan
Kundera, cuyas novelas me contagian una suerte de liberación, formal e
intelectual, que no me atrevo a desentrañar aquí y que de algún modo me tienta. Comprendo que ha llegado
la hora de alejarme, de marcar distancias con aquel lector enfermizamente
recurrente que fui o he sido, de desembarazarme del corsé de los modelos que tanto
admiré y gocé para poder pisar, no sé si al fin, no sé si con definitiva entrega, la aventura de mi propio barro. Es
necesario devolver a su altar a Rulfo, a Borges, a Muñoz Molina, a Espinosa y a
Saramago (y a tantos otros menos memorables), y que la antigua obsesión que tantas veces los paseó en volandas deje ya de ser esta paradójica
condena.
martes, 23 de octubre de 2012
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