sábado, 18 de febrero de 2012

LA ALBATROS

Donde hoy hallamos un supermercado, hubo a mitad de los ochenta una discoteca de pueblo que adoptó el nombre oceánico de ese ave, el albatros. Para acceder había que pasar por taquilla (unas doscientas pesetas) y luego mostrar la entrada a un viejo portero nada trajeado y nada cachas que rasgaba un trocito y te devolvía el resto con derecho a consumición. El recinto siempre permanecía en tiniebla, alimentado apenas con focos esporádicos y destellos luminosos arcaicos, de un arcaísmo ya sin duda impenetrable. La barra, elevada sobre el breve promontorio de dos escalones, ocupaba un lugar de preferencia en el que convivían en perfecta promiscuidad las distintas generaciones de aquel tiempo. Alrededor de la escasa pista de baile se formaban grupos masculinos de mirones que fumaban y bebían sin tasa durante las cuatro o cinco horas que duraba el nuevo rito de la noche del sábado. Lo más llamativo de aquella estética recién importada eran las estancias disimuladas detrás de macetones artificiales, espacios con sillones y sofás que permitían sus primeros escarceos íntimos a las parejas de novios y también a las parejas ocasionales. Pero más allá de lo probable -especie de submundo que hoy, paradójicamente, me recuerda el mítico descenso de Dante-, había también una mínima escalera que solo se podía bajar de la mano, maravillosa mazmorra en la que cohabitaban las canciones melódicas de Los Pecos y los susurros de las parejas que se aventuraban a tientas. Y fue allí, en esa oscuridad de dientes blancos, donde la muchacha más osada se adueñó de mi primer beso.

1 comentario:

RosaMaría dijo...

Inquietante pero con final feliz. Saludos.