miércoles, 7 de junio de 2017

Varios días con el sueño cambiado, durmiendo apenas cuatro o cinco horas seguidas, despertándome cuando al minutero del amanecer aún le faltan dos vueltas completas. No sé si culpar a los cafés que me tomo, a los desajustes estacionales, a las tareas pendientes que se acumulan con el final de curso o, simplemente, a los estragos de la edad.
El caso es que antes de las seis de la mañana estaba leyendo el tercer capítulo no numerado de mi edición conmemorativa de Cien años de soledad, ese que da comienzo con el hijo de Pilar Ternera. Y mi sorpresa ha sido que a las pocas páginas surgiera el personaje de Rebeca para traer consigo la peste del insomnio, una extraña enfermedad cuya manifestación más crítica es el olvido, que cerca al individuo y lo sume "en una especie de idiotez sin pasado". Algunos pasajes me obligaban a detenerme y releerlos con fascinación borgiana, como aquel en que Úrsula "hizo beber a todos un brebaje de acónito, pero no consiguieron dormir, sino que estuvieron todo el día soñando despiertos. En ese estado de alucinada lucidez no solo veían las imágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las imágenes soñadas por los otros". Y casi sin darme cuenta recupero la fórmula de manual de lengua que Aureliano concibió y que José Arcadio puso en práctica para defenderse de las evasiones de la memoria: "Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola".
Han pasado las horas, casi diecinueve, y todavía sigo despierto.

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