lunes, 19 de junio de 2017

Aulas recalentadas por encima de treinta y dos grados centígrados. Chicos y chicas de catorce y quince años que deben permanecer sentaditos durante los cincuenta y cinco minutos del periodo de clase, durante los seis o siete periodos de clase que aprovecha la mañana lectiva de un lunes de mediados de junio en una ciudad del sureste peninsular. En el mejor de los casos, hay un ventilador por aula que funciona según turnos pactados: un tiempo ventilando desde el fondo y otro tiempo exacto desde la pared frontal, junto a la pizarra.
Paradoja de la enseñanza pública en España: presiden la estancia maravillosos medios de las modernas tecnologías -un ordenador sobre la mesa del docente, pantalla y proyector, conexión a Internet cuando la señal quiere conectarse-, prestos para ser utilizados en días como el de hoy, con el programa de la asignatura ya concluido y los exámenes realizados, a falta tan solo de la ponderación definitiva de la nota. Prestos para ser utilizados, sí, si no fuera porque activar el dispositivo y reproducir cualquier material pedagógicamente contrastado precisaría la bajada de persianas y el cierre de ventanas -el silbato y el traqueteo del tren se cuelan en el aula cada diez o quince minutos, desde la vía que discurre a cuarenta metros de nosotros-, por lo que el maestro y los discípulos no necesitan consensuar qué es hoy lo prioritario.
Reparto folios y propongo un ejercicio creativo, un relato de misterio que comienza así: "Hace tres décadas yo era un folio completamente blanco metido en un paquete de quinientos; los signos que sobre mí escribieron están destinados solo a ti, lector, y sé que te van a sorprender". Los cincuenta y cinco minutos transcurren en un silencio de fatiga, rumorosos en su promiscuidad de transpiraciones. Antes de que suene el timbre les dicto la última frase, la última indicación: "Ahora, lector, si te atreves, ponme un título".

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