lunes, 26 de junio de 2017

Alguna que otra vez, en los periodos de mayor sugestión, ha aparecido un escritor en mis sueños.
En una página de una novela aplazada habré redactado con más tino las circunstancias en que, en aquel tramo de una calle exacta de mi pueblo, caminé junto a Jorge Luis Borges, ofreciéndole mi brazo y escuchándolo decir, y cómo su rostro fascinado de ciego se detuvo un instante para mirarme sin verme y aconsejarme la lectura de los Nueve libros de la historia, de Herodoto.
En otra ocasión, mi musa onírica convocó a un contemporáneo cuya prosa me obsesionaba, Antonio Muñoz Molina, y a la mañana siguiente lo garabateé tal cual y más tarde le puse un título y lo incluí como un cuento entre los cuentos de La sonrisa del ahorcado.
¿Se pueden inventar los sueños? Hace un par de semanas, en la madrugada insomne, imaginé que soñaba de nuevo con Muñoz Molina, y no solo le confesaba de dónde viene "El último relato de MM", que es el título de mi cuento soñado, sino que al calor de la conversación le comentaba que leyendo Sefarad, muchos años atrás, encontré una imprecisión de la que no sé si alguien más lo habrá alertado: al evocar el suicidio de Cesare Pavese, en el agosto de Turín de 1950, se sugería que se había metido una bala en la cabeza o algo así, cuando se sabe que en realidad se había tomado varios tubos de pastillas de somnífero.
No supe averiguar -debí quedarme dormido- cómo encajaba la sutileza de mi reproche el escritor de Úbeda.

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