jueves, 5 de enero de 2017

Sus Majestades de Oriente, que a juicio de padres y abuelos simbolizan la ilusión ingenua de los hijos y nietos que aguardan su manojo de regalos, se han convertido al cabo en un paripé institucional y sociofamiliar, en un espectáculo de masas que le hace el juego a la economía de mercado y, en definitiva, a quienes la programan y dirigen. Nadie está a salvo, a menos que no le importe que lo tomen por un bicho raro, por un aguafiestas que se inhibe de la vorágine consumista.
No obstante, sin ninguna duda, los Reyes Magos existen, aunque no vengan cargados de videojuegos ni de cosméticos de marca. Los Reyes Magos, que antaño fueron nuestros padres, hoy sabemos con certeza irrevocable que en realidad son nuestros hijos, y que si hay tiempo y lugar llegarán a serlo también nuestros nietos. Melchor, Gaspar y Baltasar, en mi caso, cobran de repente los nombres respectivos de Darío, Federico y Helena. Ellos son los presentes que ilusionan mi vida.

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