lunes, 30 de enero de 2017

Como cayó en sábado, se ha traído al lunes el festejo de la santidad de Tomás de Aquino, de modo que los centros de enseñanzas medias no han abierto sus puertas. De este italiano, benedictino, sabemos que nació y murió en pleno siglo XIII, que estudió e interpretó a Aristóteles queriéndolo compatible con la fe cristiana, que es el artífice de las cinco vías para la demostración de la existencia de Dios.
A mí, santo Tomás me trae a la memoria los cuatro años de alumno en el pequeño instituto de mi pueblo, cuando gracias al concurso que allí se convocaba se reveló mi disposición para juntar palabras o, mejor dicho, para la literatura. La timidez exacerbada de mis catorce y quince años necesitaba singularizarse, decirse, así que se entregó al juego literario de manera fatal, irreversible. Participaba con mis panfletos adolescentes, medio artículos (Una manzana podrida) y medio poemas (Cambio, Mirando al techo) y medio letras de canción protesta (Reflexiones imprimidas en el fondo del vaso), y santo a santo acaparaba honores con la absoluta avaricia del principiante. Hubo entonces -no los he olvidado- quienes vaticinaron en mí un talento seguro que había que alentar y pulir. Los premios consistían en un vale canjeable por lotes de libros que yo mismo cuadraba en la librería. Fueron los primeros ejemplares, los primeros clásicos que entraban en la casa. Aún puedo ver y oler y sentir sus portadas, la tinta de sus páginas, el hechizo secreto de su tacto. Aún sé evocar sus lomos alineados en la pared del cuarto.
Nostalgias por santo Tomás, día de asueto.

No hay comentarios: