martes, 17 de enero de 2017

La víspera de san Antón se prendían altas hogueras -nosotros las llamábamos castillos- en el punto en donde las calles se ensanchaban. Acudían vecinos de cualquier edad, aunque destacaba el jolgorio iniciático de niños y adolescentes. Se asaban patatas en los rescoldos y se bebía de alguna bota de vino que pasaba de mano en mano. Era el tercer y último castillo señalado por la tradición, el que cerraba el largo mes de la pascua, un periodo que se abría en diciembre con la hoguera de la Purísima (víspera de la Inmaculada) y se repetía la noche previa a santa Lucía. El 17 de enero, por la mañana, los animales domésticos y de labor, sobre todo burros y caballos, salían en procesión al lado de sus dueños, ataviados los unos y los otros con el mejor aparejo que se les podía buscar. El cura les dedicaba una misa y luego, al terminar, se les iban entregando unos grandes rollos bendecidos, amasados con el fin de agradar a las bestias. Hablo de una geografía y de una época que hoy evoco con cierto regusto exótico, como si ya pertenecieran al extravío de la imaginación.

No hay comentarios: