sábado, 7 de octubre de 2017

La mayor parte de la gente que conozco se esfuerza en rellenar esos huecos que van quedando entre sus hábitos domésticos y el imperio de sus labores profesionales. Necesitan consumir algo que sea simultáneo o que dé un paso más allá del picoteo en las redes sociales, insaciables asesinas de nuestro tiempo. La casa se les cae encima, y les basta entonces desplazarse hasta el circuito de un centro comercial, o acudir a cualquier oferta lúdica que dispense el ayuntamiento, o conformarse quizás con una retransmisión deportiva, o echar mano de algún encuentro sociofamiliar, o improvisar una escapadita de ida y vuelta... Todo ayuda a disfrazar el vacío y el desamparo y la desidia, a darles otro nombre.
Yo no. Yo soy siempre el raro que se quedaría leyendo los diarios de Kafka o las cartas de Flaubert, o repescando y hermanando la estela de mis poemas lunares, o mirando silenciosamente el techo del cuarto mientras fluye la conciencia, o persiguiendo los mil motivos que multiplica mi etcétera. Yo soy el insociable, si no el antipático, que lamenta cada minuto perdido en esas actividades externalizadas, en esos coágulos de tiempo ajeno. Y soy el que hace inventario íntimo de sus renuncias.
Esta tarde, un amiguito de Darío abre la veda de los cumples masivos. Invitada toda la clase de Infantil, con sus mamis y sus papis. No conocemos a nadie. Una aventura.

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