sábado, 2 de diciembre de 2017

Se me ocurrió que con el pescado frito que sobró de las migas del miércoles podía preparar un guiso que no saboreo hace años; así que, bolígrafo y papel en mano, tomé nota de lo que entrambos me iban diciendo. Empezó mi madre, con su memoriosa anarquía, pero mi padre se postuló al quite para subsanar sus olvidos y corregir el orden narrativo: primero hay que sofreír la cebolla y el tomate, echándole al final una cucharada de harina, dos golpes de pimentón, laurel y piñones; a continuación se sofríen, aparte, las patatas cortadas; luego se vierte todo en la cacerola con agua precalentada y se añaden los boquerones, un pimiento seco, colorante y sal. Hoy he tenido que prescindir de los piñones y del laurel, y el medio pimiento ha sido del tiempo. Más de una hora cociendo con el gas muy bajo, removiendo de tarde en tarde para que no se asentara la harina. El plato sabía a pueblo y negociaba su misterio en el pretérito, pero ellos lo llaman aún, simplemente, como entonces, caldo de patatas y pescado. 

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