miércoles, 29 de noviembre de 2017

Vienen los hijos, los mayores, y te preguntan qué época de tu vida fue la mejor, qué paréntesis de edad, qué manojo de años consideras los más tuyos, los imprescindibles. Y tú les dices que, tal vez, tu gran década debió ser la de los ochenta, la que recibiste con doce añitos y despediste con veintidós. Ahí se sucedieron los cuatro cursos en el instituto del pueblo, luego jalonados con cinco más en la universidad, a un centenar de kilómetros, yendo y viniendo en autobuses de línea cada dos o tres semanas. Ahí empezaste a saber de las mujeres y de los libros, te derramaste en tus primeros versos y poemas, lloraste el desamor y las ausencias y el deseo, compartiste pisos sórdidos con la azarosa fauna estudiantil de entonces, te emborrachaste invariablemente todos los jueves y los sábados, y, en fin, disfrutaste la paradójica libertad que solo se alimenta de carencias. Se van los hijos, los mayores, y no sabes si les dijiste lo que ahora escribes o si solo lo has pensado; ni si te lo han preguntado.

No hay comentarios: