domingo, 5 de noviembre de 2017

La solvencia intelectual y la santurronería no casan bien. No concibo que la religiosidad combativa, si es sincera, sepa convivir con un cerebro dotado para el ejercicio honesto del pensamiento y del lenguaje.
De vez en vez sigo a un colega letraherido -profesor él, como yo, y sin duda padre de familia, e intuyo que más o menos de mi quinta- que va dejando su impronta dietarista en una página similar a esta. La perspicacia que sustancia muchas de sus observaciones cotidianas, la sutileza con que intercepta la tentación del propio alarde, incluso la discreta ironía que desliza, pierden vuelo y caen en picado -para mí, claro- cuando sus dedos ceden al relato de su cristianísima fe, cuando sus neuronas se humillan en liturgias ante la faz tradicional y sectaria de su único dios verdadero. Entonces me pregunto si se puede ser sabio y creyente a un mismo tiempo, si no habrá en ello contradictio in términis.
Ya bramó Nietzsche que la mera idea de Dios es un insulto a los pensadores. La otra tarde, conversando frente a sendos refrescos en una terraza, un amigo fue más lejos al afirmar que creer, en el fondo, es un acto supremo de soberbia.  

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