miércoles, 24 de mayo de 2017

Jugábamos al juego de la falsa modestia, de la humildad con trampa.
Si os fijáis, soy poca cosa: un profesor sin galones, sin deseos de asumir jefaturas, uno más entre los muchos que sobrevivimos en la trinchera (con perdón) de una clase tras otra; sé de unos cuantos que me mandan por arriba y de nadie a quien yo deba mandar por abajo, y eso me tranquiliza, me otorga el maravilloso aplomo de la irresponsabilidad. Soy tan nada, aquí y fuera de aquí, que apenas conozco dos situaciones en las que me siento realmente grande, inmenso, como un dios (un dios con minúscula, pero un dios a fin de cuentas): una, cuando me expreso por escrito, cuando busco y encuentro las palabras que digan lo que quiero decir; y la otra, la otra... (aquí me entretengo buscando el efecto, con amplio dominio del escenario), la otra es... (bajo la voz, ralentizo su intriga) cuando alguno de mis hijos me llama papá.
En ese instante, casi todos los alumnos rompen en un aplauso espontáneo, quizá porque coincide con el timbre de salida.