lunes, 8 de mayo de 2017

Cuando el 8 de mayo del 45 se dio por finalizada la guerra en territorio europeo, mi madre cumplió cuatro añitos.
Me la imagino sin tarta y sin regalos, y casi sin la conciencia de sus cuatro añitos. Me la imagino asistiendo poco después al aula de doña Lola Reche, un día sí y dos no, y ayudando desde su altura en las labores que la casa asignaba a la mujer. Me la imagino, con menos de diez, apartada ya definitivamente de cualquier oportunidad para formarse, yendo a por cántaros de agua a la fuente del Cañico, o cargando con el cesto de ropa hasta un recodo del río o de la acequia, o llevando al tajo la olla de comida para los hombres. Me la imagino ilusionada y feliz en sus correrías adolescentes, con toda la vida por delante, avejentada antes de tiempo. Me la imagino en su noviazgo discreto con mi padre, y la temporada radiante, de recién casados, en un pueblo del sur de Francia, y el retorno a la tierra de los suyos para alumbrar al primogénito.
El resto ya no lo imagino: la he visto cocinar manjares y portarlos hasta el mostrador de una taberna; la he visto acudir a las labores imperiosas que reclamaba el ciclo de la huerta; la he visto atender durante casi tres décadas el negocio de comestibles y bebidas. Y cantar sus coplas antiguas, y hundirse en intermitentes depresiones, y mearse de la risa, y coleccionar pastillas de colores, y sufrir por todo y por todos. Y abandonarse y olvidarse. Y quejarse. Y volver a reír.
Ayer celebramos sus 76, pero es hoy cuando los cumple.
Siempre me ha dolido su vulnerabilidad.

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