martes, 30 de mayo de 2017

Alguna que otra vez, exacerbado por la calentura literaria, vinculé mi año de nacimiento con el de la novela Cien años de soledad.
Era un adolescente greñudo y esquivo cuando, atraído no más que por la mera fascinación de los títulos, saqué en préstamo de la biblioteca del pueblo un ejemplar del que no supe leer más allá de veinticinco o treinta páginas. Algo más tarde, en el oasis fertilísimo de mis estudios universitarios, adquirí la edición de Cátedra y la manoseé y la subrayé y la anoté como un poseso, inundado de gratitud. Fue el verano interminable de 1988.
Hace una década, con motivo de la celebración en Cartagena de Indias del IV Congreso Internacional de la Lengua Española, la Asociación de Academias quiso homenajear a Gabriel García Márquez -su fábula cumplía cuarenta años y él se convertía en octogenario- con una tirada conmemorativa, en pasta dura, revisada por él y prologada con colaboraciones de Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Víctor García de la Concha y Claudio Guillén, amén de otros adornos epilogales. La compré, con alguna reminiscencia bibliófila, y ha permanecido encerrada bajo su precinto de plástico todo ese tiempo; hasta que hoy, hace un momento, ceremonioso, se lo he desprendido y la he estado hojeando.
La editio princeps fue impresa en Buenos Aires, por la Editorial Sudamericana, el 30 de mayo de 1967 -¡hoy vence el medio siglo!-, y en los primeros días de junio se vendieron sus ocho mil ejemplares. Me pregunto cómo será empezar a leer Cien años de soledad sin saber que empiezas a leer una obra de esa magnitud, ajeno al prejuicio benévolo que irremediablemente la acompaña desde entonces. Y cómo habrá sido avanzar por los párrafos de sus veinte capítulos durante aquel junio del 67, lector cómplice e incrédulo, lector sin trampa, chapoteando en el éxtasis completo de la revelación silenciosa.
Vuelvo a mi ejemplar, a la promesa tácita de inaugurar con él los atardeceres de otro junio en el sillón junto a la ventana, desde la atalaya concienzuda de nuestro respectivo año cincuenta. Los dos nos releemos al leernos de nuevo.

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