viernes, 3 de enero de 2014

EL CABALLO DE NIETZSCHE

Entre todos los filósofos que hoy engrosan las listas de la posteridad, hay dos que me interesan particularmente, no tanto por su pensamiento en sí -que también- como por los meandros biográficos de los que manó, se fue forjando y se definió al fin ese pensamiento. Uno de los dos es Nietzsche, el tedesco de bigotes amplios nacido filólogo, el que renunció pronto a su plaza de profesor, el que pasó de la amistad fervorosa a la más furiosa enemistad con Wagner, el que escribió los poemas de Zaratustra, el que anotó los aforismos más audaces, el que creyó ser el Anticristo y luego entró en la sombra sin retorno de la locura. Siempre me ha cautivado la imagen -quizá desdibujada por el tiempo- de aquel Nietzsche de alrededor de cuarenta años apiadándose de un caballo que golpeaba la furia del látigo de su propio amo, en una travesía del centro de Turín. Se ha interpretado que lo abrazó por el cuello para emular tal vez una escena descrita en cierta novela de Dostoievski, o tal vez para desmentir el racionalismo de Descartes cuando sancionó que los animales no tienen alma, o tal vez para... Todo son conjeturas, porque nadie lo sabe y nadie lo sabrá; pero es innegable que el gesto permanece en una página destacada de la historia de la filosofía, como una interrogación que multiplica su misterio a cada instante, afianzada en la poderosa magnitud del símbolo, aguardando acaso el fino dardo de la poesía. Ocurrió, según testimonios autorizados, el 3 de enero de 1889.

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