miércoles, 21 de noviembre de 2018

El amigo, en la distancia, teclea que qué tal estoy. Asumido por el sistema -escribo yo, a mi vez-, amordazado por la escueta realidad y por la nómina, terriblemente acomodado en la queja y la desdicha que ello me provoca. Todo se resume en que no sé gestionar mi tiempo, el que tengo, y cada día me paraliza más la desmotivación para alcanzarlo y ponerlo a mi servicio. El amigo replica que él ya no se queja, pero que en todo lo demás parezco su propio retrato; me recomienda un poco de disciplina para recobrar mi tiempo. Sí, pero es que mi tiempo ya no es mío: pertenece a mi trabajo, a mis tres hijos de tres edades, a mis padres no demasiado mayores pero sí demasiado solos y achacosos, a mi mujer, al trasiego cotidiano... Soy un quejica, lo sé; y sé que es un problema mío conmigo, una deriva perezosa que tiene mucho que ver con las circunstancias. En un rapto de incontinencia, le envío mi último poema, con fecha del 4 de octubre. Inmediatamente lo tilda de muy reflexivo y autocontradictorio. Me aconseja que me pida una excedencia y le prometo pensármelo. Tras el intercambio de desahogo en la pantallita del teléfono, nos emplazamos para una buena borrachera cuando él regrese a la ciudad, en las postrimerías del año.

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