viernes, 25 de mayo de 2018

Hay seres cuyo único proyecto se limita a existir, a dejarse vivir, a habitar la tierra que les legaron. Y ello sin la necesidad de articular para los otros un solo pensamiento autónomo, sino apenas las noventa o cien palabras y los veinticinco sintagmas que demanda el instinto natural de comunicarse, de convivir en sociedad. Cualquiera diría que son felices aunque no lo saben, o que lo son -felices- precisamente porque no lo saben, lo cual es demasiado decir, amén de una conclusión presuntuosa y un agravio al intelecto. Puede que se sumerjan en sensaciones gratas, en perfecto equilibrio con su ser íntimo y con cuanto los rodea; pero la felicidad -y asimismo su contrario- es un concepto que mana del pensamiento, una abstracción de materia lingüística que no se sostiene en el puro sentir, sino en un estadio de complejidad más alto, edificado en esa competencia -el lenguaje- que escapa a su proyecto existencial. Luego no son felices -ni infelices- justamente porque no lo verbalizan, y en tal caso ni siquiera les concierne. Somos nosotros, aburguesados deudores de un patrón de cultura, los que nos obstinamos en colgarles la etiqueta de la felicidad o de la infelicidad; como hacemos de continuo con nosotros. 

2 comentarios:

Juan Ballester dijo...

Luego, entonces, no es felicidad la palabra adecuada, sino paz, en paz, como actitud, como principio.

Pedro López Martínez dijo...

Probablemente sea esa la palabra: paz. Y probablemente quien está en paz no tiene ninguna necesidad de preguntarse por su felicidad.