jueves, 24 de mayo de 2018

Empecé a verlo al principio del verano, pero a la vuelta de vacaciones seguía en el mismo sitio, sentado bajo el toldo de la terraza del bar de la esquina, con un grueso volumen de prosa abierto sobre la pierna cruzada. Inmediatamente se ganó mi atención, y el interés creció cada vez que pasaba por la calle y lo avistaba en el mismo ángulo de la misma terraza, casi a cualquier hora, con idéntica pose y quién sabe si con un libro distinto.
Un día, hará dos o tres meses, bajé a conciencia y me senté a tomar un café para observarlo. Llevaba, como siempre, gorra negra de amplia bisera, gafas de cristales pastosos y montura azulona en los laterales. Su mandíbula excesiva se significaba en un tic laborioso, como si estuviera masticando alguna materia persistente sin abrir la boca, como si succionara un caramelo interminable. En el bolsillo exterior de la raída americana portaba un bolígrafo de broche metálico. En la mesa que ocupaba de medio lado había un botellín de cerveza vacío, un vaso desatendido y un paquete de tabaco Chesterfield, tipo habano. Las voces promiscuas de la terraza no lo apartaban de su objeto, no parecían distraerlo ni molestarlo lo más mínimo. Su comunión con la página era constante; no miraba alrededor, no se permitía esos instantes de tregua que a veces usan los lectores. Si aún no es septuagenario, me dije, poco le falta.
Otro día me sorprendió que compartiera espacio con otro hombre y con tres mujeres de edad similar, de setenta o más. Una de ellas leía para los otros con voz tenue, casi inaudible, mientras ellos permanecían en una quietud de escucha cómplice, con la mirada fija en un punto vacío. Se me ocurrió que formaban un extraño grupo, una especie de club de lectura compartida, y que no les importaba exhibirse en la terraza de un local cualquiera, sin ningún encanto para los encuentros de vocación cultural.
Hoy, esta tarde, de camino al supermercado, me he deslizado por la acera, he examinado a mi lector solitario desde atrás, por la espalda, y he visto las páginas abiertas del libro que apoyaba sobre su muslo cruzado. No era un novelón clásico o moderno, ni era un best-seller, ni un éxito editorial de temporada: eran versos, renglones inequívocos de versos, un libro de poemas cuyo título ignoraré para siempre.
Con las bolsas de la compra en la mano me he vuelto a preguntar quién será él, a qué habrá dedicado su vida, cuántos títulos acumulará su experiencia lectora. Me intriga su voracidad persistente, su misterioso oasis de palabras en medio del griterío colindante, la elección cotidiana de esa esquina aislada, sin gracia, sin un horizonte en el que recrear la vista, sin iguales.
Un día de estos le pido permiso para sentarme a su mesa.

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