jueves, 14 de septiembre de 2017

Ante la inesperada perspectiva de tres largas horas para mí, hubiera podido incrustarme entre las páginas de una novela, o haber visitado algún comercio para procurarme el par de pantalones que necesito, o haber perfilado algún sermón pedagógico que capte la benevolencia de los grupos de alumnos que mañana recibiré en las aulas. Pero no; he buscado una sala céntrica y me he metido a ver una de las películas que anunciaba el cartel: Verano de 1993. Lo primero que uno piensa al toparse con un título así, mientras paga la entrada y sube las escaleras y se acomoda en una de las últimas filas, es qué hacía yo y con qué gentes andaba, qué mundos me definían y qué soñaba, quién era ese yo remoto de hace más o menos la mitad de mi vida, en la torridez de aquellos meses del año 93. De inmediato cesan las luces -no hay apenas anuncios publicitarios-, emergen los subtítulos junto a los primeros planos. Poco a poco, el espectador se va familiarizando con la lengua catalana y con el rostro de la niña protagonista y con la sencillez trágica de su historia.
A la salida, encuentro prescindible con un antiguo conocido, ególatra profundo que estrangula mi paseo de vuelta durante quince o veinte minutos.

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