miércoles, 27 de mayo de 2015

Me toca el hombro por detrás y al volverme lo veo, al cabo de quince o veinte años. Amigo de mi padre, con quien defendió algunas causas corporativas allá en el pueblo, le perdimos la pista a raíz de su divorcio. Muchas veces nos hemos preguntado por dónde andará, qué será de él. Me sorprende su rostro casi triste en el cuerpo enjuto y vivaracho de siempre. De profesión maestro, me dice que se jubiló hace una década y que ahora vive en un piso aquí al lado -¿alquilado?-, pasada la iglesia; así que somos casi vecinos. Ha envejecido, qué duda cabe; los años no perdonan. Me pide que transmita recuerdos y yo regreso corriendo a la clase de las once y media. Se me ocurre que es el único Virgilio que conozco en persona, que nunca conocí a otro Virgilio. Sentado ahora ante el teclado, me pregunto cómo me habrá encontrado él, si también él se habrá ido pensando de mí que, en efecto, los años no perdonan a nadie.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Siempre nos pensamos que son los demas los que se hacen viejos, no somos conscientes de nuestro reflejo en el espejo del tiempo.