Desde el principio
viví como un milagro que la colección de poesía El Bardo se interesara por mi
libro y accediera a publicarlo. Antes de eso, el mecanuscrito había permanecido
casi dos años acumulando polvo en las dependencias de la Editora Regional de Murcia,
hasta que mi impaciencia veinteañera lo rescató en un arranque de orgullo y
decidió moverlo hacia un par de editoriales, una de Madrid y otra de Barcelona.
De la primera nunca obtuve ni un mísero acuse de recibo; de la segunda sí me
llegó esa respuesta afirmativa que, no obstante, quedaba supeditada a
condiciones financieras ventajosas para ambas partes: a mí no me costaría un
duro y a ellos tampoco. Así que acepté el reto; y como me sobraban el tiempo y
la ambición y no tenía nada que perder, me apliqué a mendigar la compra
anticipada de ejemplares a media docena de instituciones públicas y privadas
con las que me ligaba alguna relación literaria gracias a varios premios y publicaciones, hasta reunir casi dos tercios del presupuesto pactado.
Cuando al fin recibí el libro y acaricié sus pastas me asaltaron sensaciones
contradictorias que tal vez algún día comparta con el lector. En la escena siguiente me veo indagando el prestigio de un profesor -Javier Díez de Revenga- que accedió a apadrinarlo y que no mostró
remilgos a la hora de acompañar a un principiante en la presentación de su
obra, lo que se hizo en la sala de cierta entidad bancaria una tarde lejana de
aquel junio cuajado de esperanza.
Durante los últimos meses he ido volcando los poemas de aquel libro (solo he descartado tres o cuatro, así como una parte central con veintidós aforismos u ocurrencias) en un blog que titulo, como no podía ser de otro modo, Imágenes de archivo.
martes, 21 de abril de 2015
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