La tentación del fracaso, los diarios de Ribeyro. Por cualquier lugar que los abro (y hoy me tienta abrirlos por la herida abierta de la que fue su edad y ahora es la mía) saltan a la vista los fragmentos señalados, las complicidades casi trágicas, las terribles y fatales afinidades:
Cuando no estoy frente a mi máquina de escribir me aburro, no sé qué hacer, la vida me parece desperdiciada, el tiempo insoportable. Que lo que haga tenga valor o no es secundario. Lo importante es que escribir es mi manera de ser, que nada reemplazará. Cuando imagino una vida afortunada, millonaria, veo siempre el lugar donde pueda seguir escribiendo. Si no fuera necesario comer, dormir, trabajar, no abandonaría este sitio, donde nada me incomoda, donde gozo del más completo albedrío, donde soy dueño del mundo, de mi mundo, sus fabulaciones, hazañas, torpezas, locuras, el mundo irreal de la creación, al lado del cual no hay nada comparable.
11 de mayo de 1975
Quién, Dios mío, quién comprenderá que cada palabra que he escrito he tenido que pensarla laboriosamente y la he puesto sin dejarme vencer casi nunca por la facilidad. Cuántas horas de una vida, a cuya seducción he sido tan sensible, he tenido que sacrificar por alinear una palabra tras otra, sin ninguna esperanza de recompensa ni de éxito, atento solo al veredicto de mi propia conciencia, sin otro premio tal vez que la satisfacción de haber obrado bien. Así, escribir bien es un acto profundamente moral donde estética y ética se confunden.
18 de agosto de 1975
Debo tener siempre presente esto, que a menudo tiendo a olvidar: lo que quedará de mí será lo que escribo, y todo lo demás -eficacia en mi trabajo oficinesco, brillantez en las reuniones sociales, etc.- carece completamente de importancia. Debo hacer lo único que sé hacer más o menos bien, lo que me agrada hacer y lo que otros no pueden hacer en mi lugar: escribir mis historias boludas o sutiles, hasta reventar.
18 de julio de 1976
sábado, 4 de abril de 2015
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