Hace justo una semana acudí a mi cita anual con Moratalla y su pintoresco estruendo de tambores. (Los tambores: elemento indisociable de nuestra Semana Santa, razón y símbolo del modo peculiar que allí tienen y tenemos de entender la celebración de estas fechas del calendario cristiano).
La visita, tan apresurada como siempre, con las horas contadas, me sirvió sin embargo para recuperar antiguas sensaciones que aún acechan cuando cualquier excusa me acerca a la calle en la que se eleva la casa donde nací y viví hasta los diecinueve años. Iba con mi hijo, así que no pude resistirme a concretarle ciertos detalles -nombres y motes de vecinos que habrán muerto, intrépidos pasatiempos de los niños de entonces- que mi memoria conserva con empecinada precisión.
A la fachada de la casa le han cambiado el color, han incorporado un tubo vertical que canaliza el agua de lluvia y han colgado un grotesco artefacto de aire acondicionado; pero mantiene la ventanita del segundo piso, desde la que uno miraba la calle y podía alargar el brazo y tocar las tejas, y también el balcón del primero, que aunque ya es otro sigue estando en el mismo sitio, asomado sobre la enorme puerta de dos alas de madera que ostenta el número 22.
Si cierro los ojos sé averiguar cada peldaño de la escalera por la que alguna vez caí, el lugar exacto de las llaves de luz (la de la despensa era una simple horquilla del pelo que girábamos como la aguja de un reloj), el tacto de la baranda de la sala de la tele (por la que solía impulsarme con el cuerpo para girar velozmente en el descenso), la chimenea de leña y la pila de lavar y la reja de la cocina que daba a la calle de atrás, el poyete de pared donde se alinearon alfabéticamente mis primeros libros.
Me senté en el escalón y Federico me hizo una foto con su móvil, mientras me sorprendía de nuevo del tamaño imposible de las cosas, de la soledad y la sordidez y el abandono, de la paradójica parálisis del tiempo.
Luego, en la comida, mi padre repitió que el día que yo nací él estaba adecentando la entrada con una baldosa y un zócalo. La baldosa ya no está, dije, pues la han engullido los adoquines municipales; pero el zócalo de cemento con su disparo de arena gorda todavía existe, al cabo de casi medio siglo.
jueves, 9 de abril de 2015
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