miércoles, 4 de febrero de 2015

LA NOVELA DE UN COETÁNEO

Estaba almacenando esa montonera de libros que desde hace tiempo mi biblioteca sabe que le son absolutamente dispensables (de poesía contemporánea, en un alto porcentaje), bien por su escasa calidad intrínseca (los más), bien por el deterioro de sus abaratadas ediciones (adquiridos en bazares de saldo, de tercera o cuarta mano), bien por tratarse de voluminosos mamotretos académicos que si ayer se dejaron querer hoy ya no gozan de mi aprecio.
De repente, mientras los cuadraba en tres cajas para llevárselos al librero que iba a tasarlos y a canjeármelos por otros, me sorprendí dudando ante una novela que no había leído y que no tenía la menor intención de leer nunca. La autorizaba un aplicadísimo prosista con el que hace lustros mantuve contacto y con el que hace lustros comparto, creo, recíproca indiferencia: él había deslizado privadamente una maldad imperdonable y yo aproveché cualquiera de sus artículos insulsos, acaso el más frívolo de todos, para airear públicamente el desencuentro definitivo.
Ignoro cómo llegó su libro a mis dominios, porque es locura pensar que yo fuese a buscarlo y tampoco resulta razonable que él viniese a obsequiármelo. El caso es que lo indulté (era el 28 de diciembre) y que, casi de inmediato, empecé a leerlo, dejándome ganar poco a poco por la historia de un profesor que se ve envuelto en una trama de escándalo por su relación, supuesta y jamás confirmada, con una alumna que lo denuncia. Las frases y los párrafos se desgranaban de manera fluida, correcta, y los hilos de la peripecia se anudaban de forma pulcra, muy lejos de la máscara que yo le conocía al autor y, en fin, por qué no admitirlo: sintiendo cómo se tambaleaban las raíces, sin duda subjetivas, de mi antigua animadversión.
En el infierno de las rivalidades literarias se abrió una grieta que no sabía cómo cerrar. Justo hasta la página 105; a partir de ahí el relato ingresa en una deriva previsible, construida a base de monólogos sin alma, en un estilo de pegote impostado que no respeta la expectativa que alienta en cada personaje; abonado al tópico en unos casos, víctima de su efectismo pretencioso en otros, derrochando un déficit de autenticidad verdaderamente genuino.
Al lector inesperado se le dibujó entonces una mueca extraña, casi cómplice, corporativa, en el filo más terrible de la más terrible de las compasiones.  

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